“Mejor el día de la muerte que el día del nacimiento” (Eclesiastés 7.1).
Entre los que no son creyentes cada vez más personas creen que sería mejor morir que sufrir y ser una carga para los demás, y piensan en suicidarse para salir de todos sus problemas. Pero en realidad, cuando muera alguien que no cree en el Señor Jesucristo, va de mal en peor. Por mucho que sufriera en esta vida, físicamente o de otros problemas, no halla alivio en el más allá. En la ultratumba ya no padece de enfermedades ni de problemas económicos ni emocionales, pero parece que ignoran que en lugar de todo eso hay algo muchísimo peor. Dios declara que “está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9.27). No hay aniquilación, ni reencarnación, sino juicio.
Para los que no son creyentes en Jesucristo, después de morir no hay reposo. El cuerpo reposa, y se descompone, pero no la persona que moraba en él. Va al lugar que Cristo llamó “el Hades”, que es un lugar de detención y sufrimiento mientras espera el día del juicio. “Murió también el rico, y fue sepultado; y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos” (Lucas 16.22-23). El gemido de ese hombre fue “estoy atormentado en esta llama” (Lucas 16.24). Y ahí está todavía, con todos los demás muertos inconversos, esperando el día del juicio del Gran Trono Blanco de Dios (Apocalipsis 20.11-15). No les va mejor que en la vida, sino peor. Es cierto lo que dijo el profeta Isaías: “¡Ay del impío! Mal le irá, porque según las obras de sus manos le será pagado” (Isaías 3.11). El sistema judicial de los hombres no siempre alcanza a los que hacen mal, porque tiene sus limitaciones, debido a las debilidades y los fallos humanos – la ignorancia, el soborno, la acepción de personas, el trastorno de las leyes, y la corrupción de algunos abogados y jueces. Pero el juicio de Dios es perfecto, y es “según verdad” (Romanos 2.2), y ningún incrédulo escapará.
Así que, si uno no es creyente en el Señor Jesucristo, si no ha recibido por la gracia de Dios el perdón y la vida eterna en Cristo, sea religioso o ateo, ciertamente no le es mejor morir. Cualquier día en esta vida, aunque sea con dolores, es mejor que los tormentos eternos del juicio de Dios. Según Jesucristo, no hay aniquilación, sino “castigo eterno” (Mateo 25.46). Así que, lo que la gente llama “eutanasia”[1] no le ayuda. Después de todos los razonamientos, justificaciones y filosofías, es simplemente un eufemismos para el suicidio asistido – una clase de homicidio – porque es matarle o ayudarle a matarse. Aunque no sufra más dolor de cáncer u otras enfermedades debilitadoras, ni es carga para los demás, ha entrado en gran dolor y tormento eterno. Eso no es un alivio, no es una condición mejor, y los que le ayudan son culpables de mandarle al lugar de tormento.
A veces en medio de gran sufrimiento y desánimo una persona puede desear la muerte, creyendo que le sería mejor, como un alivio. El piadoso Job, cuando padecía, dijo: “mi alma tuvo por mejor la estrangulación, y quiso la muerte más que mis huesos. Abomino de mi vida; no he de vivir para siempre; Déjame, pues, porque mis días son vanidad” (Job 7.15-16). Pero no se suicidó, porque dar y quitar vida es la prerrogativa de Dios, y menos mal que no lo hiciera, porque el final de su vida fue más bendecido que el principio. Seamos pacientes y esperemos en Dios. Rebeca, la esposa de Isaac, tuvo dificultades en su embarazo. “Y los hijos luchaban dentro de ella; y dijo: Si es así, ¿para qué vivo yo?” (Génesis 25.22). El profeta Elías también se desalentó y quiso morir. “Se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres” (1 Reyes 19.4). El profeta Jonás se desanimó cuando Nínive no fue destruida, y deseó la muerte. Dijo en oración: “Te ruego que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida” (Jonás 4.3). Desearon la muerte porque no querían sufrir más, pero Dios no se lo concedió. No les hubiera sido mejor la muerte, porque Dios tenía otro plan para ellos. No sabemos cuándo es mejor morir que vivir, pues esa decisión está en manos de Dios.
Entonces, ya que Eclesiastés 7.1 dice “mejor el día de la muerte” ¿en qué sentido es mejor la muerte? Veamos.
Es Mejor Para El Creyente Fallecido
Cuando muera un cristiano, en ese momento pasa directamente a la presencia del Señor. El apóstol Pablo lo expresó así: “teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1.23). No solo para el apóstol, sino es la esperanza de todo creyente: “…más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Corintios 5.8). Así que, el creyente no busca la muerte como escapatoria, pero tampoco rehúye de ella con temor. Reconoce como dijo el salmista: “En tu mano están mis tiempos”, y procura vivir de manera agradable al Señor. “Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos” (Romanos 14.8). Pero cuando fallezca un creyente, al instante está con el Señor, en Su presencia. Habrá dejado atrás todos los problemas, dolores, debilidades, conflictos y preocupaciones de la vida. En ese momento verá que el Señor es fiel a Su promesa: “Yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás” (Juan 10.28). No por mérito propio, sino por la gracia de Dios estará siempre con Él en la gloria. Entonces dirá como el rey David: “Has cambiado mi lamento en baile; desataste mi cilicio, y me ceñiste de alegría. Por tanto, a ti cantaré, gloria mía, y no estaré callado. Jehová Dios mío, te alabaré para siempre” (Salmo 30.11-12).
Por eso, cuando muera uno de nuestros amigos o seres queridos que era creyente, la tristeza que sentimos es real, pero no es como la tristeza de los demás. Pablo dijo a los creyentes en Tesalónica: “para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza” (1 Tesalonicenses 4.13). En los versos 14-18 él explica la esperanza que tenemos. Los creyentes que murieron están con el Señor Jesús, y Él los traerá consigo cuando venga a buscarnos (v. 14). Estaremos reunidos con ellos eternamente, porque todos los creyentes estarán siempre con el Señor (v. 17). Los del mundo no tienen esta esperanza, pero nosotros sí, y eso debe alentarnos.
Es Mejor Para Dios
La muerte del creyente es mejor para Dios, porque Él quiere que todos los Suyos estén en Su morada eterna con Él. “Juntadme mis santos” (Salmo 50.5), dijo en otro contexto en el Antiguo Testamento, pero es aplicable a nosotros, como expresión del deseo de Dios. El amor del pastor a su novia sulamita, expresado en Cantares 2.14, ilustra bien lo que el Señor siente acerca de nosotros: “Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz; porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto”. ¿No es asombrosamente maravilloso, que nuestro Creador, el Dios altísimo, santo y perfecto quisiera tener comunión con nosotros? No tiene explicación, pero es así. El Señor dijo a Sus discípulos: “El Padre mismo os ama” (Juan 16.27). El Señor Jesús prometió: “voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14.2-3). Quiere que estemos a Su lado, y así será.
Por eso dijo el salmista: “Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos” (Salmo 116.15). O por muerte o por arrebatamiento Él nos tomará a Su lado. Entonces Cristo “verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53.11). Él dio Su vida por nosotros, no solo para darnos perdón, sino para que estemos siempre con Él. No quiere que suframos más, ni que seamos debilitados por el cuerpo físico, ni que seamos ignorantes de Su gloria. Tendrá contentamiento, gozo, satisfacción y gran gloria cuando todos los redimidos estén en el cielo, Su morada eterna. Entonces se cumplirá el deseo que Cristo expresó en Su oración antes de sufrir: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17.24).
Es Mejor Para Todos Los Que Queden Vivos
A todos los vivos hay beneficio, si quieren recibirlo, en la muerte de otro. Eclesiastés 7.2 declara que “Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete”. Es mejor la muerte porque nos enseña una lección de gran valor. Nos recuerda que somos mortales, que nuestra vida tiene límite, fin, y nos invita a reflexionar y enmendar nuestros caminos para sacar provecho del tiempo que nos queda. “…porque aquello es el fin de todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón. Mejor es el pesar que la risa; porque con la tristeza del rostro se enmendará el corazón” (Eclesiastés 7.2-3). A todo ser humano le conviene recordar que no vivirá para siempre. No se suele pensar mucho en esto, pero las casas funerarias y los cementerios dan testimonio silencioso de la realidad y certeza de la muerte. Para los que no son creyentes, es una oportunidad para arrepentirse y convertirse antes de que llegue su cita con la muerte. “Pues verá que aun los sabios mueren; Que perecen del mismo modo que el insensato y el necio, y dejan a otros sus riquezas. Su íntimo pensamiento es que sus casas serán eternas, y sus habitaciones para generación y generación; dan sus nombres a sus tierras. Mas el hombre no permanecerá en honra; es semejante a las bestias que perecen. Este su camino es locura…” (Salmo 49.10-13).
Y a los creyentes les recuerda que la vida no es un derecho, sino un regalo del Señor, Deben aprovechar cada día de la vida para agradar al Señor. Cuando en la casa de luto miramos al difunto, debemos pensar que un día estaremos en su lugar. No es complaciente, pero es saludable pensar en nuestra fragilidad y mortalidad.
En el desfile de triunfo de un general romano, pusieron un auriga (esclavo) con él, que continuamente susurraba a su oído en latín: “Respice post te. Hominem te esse memento. Memento mori!” – que significa: “Mira detrás de ti, recuerda que solo eres un hombre, recuerda que morirás”. Es bueno recordarlo, andar humilde y obedientemente, y de este modo prepararnos para morir bien.
Todos debemos recordar lo que Dios mandó decir al rey Ezequías: “Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás” (2 Reyes 20.1). El rey lloró y oró, y Dios le concedió quince años más, pero las Escrituras testifican de que Ezequías no utilizó bien esos años, sino desagradó a Dios. Es fácil criticar a ese rey, pero antes debemos preguntarnos qué hacemos con el tiempo que Dios nos da. Alguien preguntó que si supieras que morirías el año que viene, o la semana que viene, ¿qué harías con los últimos días de tu vida? La idea es ocuparnos ahora de esas cosas. Como dijo el misionero inglés, C. T. Studd: “Solo una vida, pronto pasará; solo lo hecho para Cristo durará”.
[1] Eutanasia viene del griego y significa “buena muerte”. Es intervenir deliberadamente para terminar una vida para aliviar el dolor y el sufrimiento. Es ilegal en todo el mundo excepto siete países: Bélgica, Luxemburgo, Canadá, Nueva Zelanda, España, Países Bajos y Colombia. Pero aun en estos países el problema, que no quieren reconocer, es que Dios no la aprueba.
Conviene recordar que no intervenir para prolongar la vida no es lo mismo que eutanasia.
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