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lunes, 16 de marzo de 2020

COVID 19



“Oh Jehová, he oído tu palabra, y temí. Oh Jehová, aviva tu obra en medio de los tiempos, En medio de los tiempos hazla conocer; En la ira acuérdate de la misericordia”.  Habacuc 3:2

Es un mortal virus microscópico que ha puesto entre la espada y la pared a todos y que convulsionara toda nuestra normal vida. 

¿Por qué permite Dios esto?

Es bueno saber que nada escapa del control de Dios y que él mantiene un propósito en cada desastre que ocurre en la tierra. Entonces veamos algunas razones bíblicas del proceder de nuestro buen Padre Celestial en estos casos.

1. Ninguno de sus hijos redimidos por la sangre del Señor está exento de padecer o morir en tales circunstancias. Entonces puede ser esta la forma en que algunos de los suyos partiremos a su presencia. Aún más para ellos lo mejor no está aquí sino en el cielo, y es así como lo precisa el apóstol Pablo: "... teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor" (Fil. 1:23). Muchos de los creyentes han partido en catástrofes naturales como tsunamis, terremotos, huracanes y aún por dolorosas enfermedades, todo ello permitido por Dios en su soberanía. La muerte ha perdido para ellos su horrible aguijón y es solo el paso restante para el inicio de un mundo mejor. Al igual que Lázaro ninguno de ellos ha partido sin que los ángeles hallan venido para acompañarlos en este desconocido paso (Lc. 16:22). Entonces la forma de morir para un hijo de Dios puede ser cualquiera, eso no debe preocuparle sino su condición espiritual al morir pues tiene que dar cuenta a Dios de la clase de vida que llevó.

2. En segundo lugar con esta pandemia el hombre es alertado a considerar lo pequeño e impotente que es delante de Dios. No cabe duda que Dios está buscando que los incrédulos se arrepientan y busquen la verdad en la palabra de Dios. Existen varios casos de personas que estuvieron gravemente afectados por este virus y salieron de la gravedad, otros fueron portadores sin agravarse. Otros fallecieron partiendo a la eternidad. Para todos ellos fue el día de su visitación (1 P. 2:12) y la oportunidad dada por Dios entristeciéndoles para que se arrepintieran:  "Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte" (2 Co. 7:10). Las personas que se han contagiado no son peores que aquellas sin contagio indudablemente para todos es un llamado al arrepentimiento: "O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente" (Lc. 13:4-5). Dios está usando este pequeño microbio como aquellas pequeñas cosas usadas para invitar a Faraón al arrepentimiento, moscas, langostas, ranas, úlceras, en que todo Egipto quedó colapsado. Este orgulloso monarca no quiso hacerlo y vio no solo a su hijo morir, sino que el mismo partió a la eternidad con su corazón endurecido: "Y endureció Jehová el corazón de Faraón rey de Egipto..." (Ex 14:8). Si hoy está pandemia es posible de evitarla ya que existen 8 proyectos para encontrar la vacuna, en el futuro después que Cristo venga por su iglesia y comience la gran tribulación, será imposible no ser afectados:  "Y los otros hombres que no fueron muertos con estas plagas, ni aun así se arrepintieron de las obras de sus manos, ni dejaron de adorar a los demonios, y a las imágenes de oro…" (Ap. 9:20). Entonces en su gracia Dios da la ocasión favorable a toda la humanidad a que se arrepientan.

3. En tercer lugar esta pandemia es usada por Dios para que la iglesia se examine: "Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si primero comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios?" (1 P. 4:17). Este juicio al que alude Pedro podría ser cualquier desastre natural como lo es este virus originado en animales. En la iglesia de Corintio habían mucho que estaban comiendo indignamente en la Cena del Señor a saber participaban de los símbolos el pan y la copa con una vida pecaminosa y licenciosa: "Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen" (1 Co. 11:30). Que toda una comunidad estuviese enferma y muchos ya habían partido a la presencia del Señor pudo haber sido por las famosas epidemias de esos entonces como la fiebre amarilla o el cólera y otras más antiguas como la bubónica, tifus, tifoidea, o escarlatina. Es así que, tras el orgulloso pecado de David de censar al pueblo sin confiar en la gracia de Dios, se desató una grave plaga sobre todo Israel ya que tal orgullo no solo estaba en su rey, sino que en muchos del pueblo: "Y Jehová envió la peste sobre Israel desde la mañana hasta el tiempo señalado; y murieron del pueblo, desde Dan hasta Beerseba, setenta mil hombres" (2 S. 24:15). En años posteriores se vio Europa como el Oriente afectado por pandemias que afectaron a la iglesia como fue la influenza, viruela, disentería bacilar, cólera y difteria. De este modo Podemos decir que Dios quiere preparar a los suyos antes de presentarlos en el tribunal de Cristo para que puedan cambiar sus vidas y no dejen de recibir el galardón completo: "Mirad por vosotros mismos, para que no perdáis el fruto de vuestro trabajo, sino que recibáis galardón completo" (2 Jn. 1:8). Es indispensable ver esta pandemia causada por este virus no como una plaga apocalíptica pues la iglesia está presente y ninguno de aquellos acontecimientos descritos por el Señor en Mateo 24 como en Marcos 13 y en Lucas 21 y Apocalipsis desde el capítulo 6 al 19, sucederá o están sucediendo pues su palabra nos dice terminantemente:  "y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera" (1Ts. 1:10). Entonces la iglesia no pasará por la tribulación futura, sino que lo hará el mundo incrédulo y principalmente Israel. Evidentemente Dios no quiere arrebatar de este mundo a una masa de creyentes mundanos más comprometidos con el mundo que expectantes del regreso del Señor. En pocas palabras, santos como lo fue la vida de Lot a quien hubo que apurarlo y forzarlo a que escapara del juicio contra Sodoma: "Y cuando los hubieron llevado fuera, dijeron: Escapa por tu vida; no mires tras ti, ni pares en toda esta llanura; escapa al monte, no sea que perezcas" (Gn. 19:17).

4. En cuarto lugar esta epidemia es una ocasión especial dada a cada creyente como en forma colectiva a la iglesia, de cumplir su llamado de anunciar la palabra de Dios: "Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable" (1 P. 2:9). Pretender salvar la vida sin cumplir esta comisión será una pérdida de coronas para muchos de nosotros: "Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará" (Mr. 8:35). La persecución que la iglesia sufrió al comienzo cerró las bocas de los apóstoles y de la mayoría en Jerusalén sin embargo fue lo que incendió los espíritus de algunos que se atrevieron a predicar con valor fuera de Jerusalén (Hch. 11:19). Esto no fue una irresponsabilidad sino un acto de fe que el apóstol enuncia así:  "y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2 Co. 5:15). Con esta epidemia que quizás se llevara a muchos compatriotas al infierno debemos preguntarnos: "¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?" (Ro. 10:14). Posiblemente por el peligro al contagio no debemos reunirnos por algún tiempo para partir el pan,  pero si podemos salir a predicar y usar nuestros locales para cumplir la comisión de anunciar este glorioso evangelio el cual nos endeuda delante de Dios:  "Cuando yo dijere al impío: De cierto morirás; y tú no le amonestares ni le hablares, para que el impío sea apercibido de su mal camino a fin de que viva, el impío morirá por su maldad, pero su sangre demandaré de tu mano" (Ez 3:18).



Camilo Enrique Vásquez Vivanco,
Castro, Isla de Chiloe, Chile 

martes, 31 de diciembre de 2019

ENFRENTANDO LA VERDAD -- William MacDonald

En la década de 1960 el hermano MacDonald escribió esto. Parece que es para hoy.

    Espiritualmente hablando, estamos en una condición alarmante. Enterarse de la situación de muchas asambleas es como escuchar malas noticias; y se va deteriorando cada vez más.
    Han surgido casos escandalosos de inmoralidad, aun de ancianos y obreros en las asambleas. Por supuesto, esas noticias nunca salen revistas de edificación cristiana ni en informes sobre la obra. Ahí solo hay luz y bendición — todo positivo. En lugar de lamentar el pecado y aplicar la disciplina bíblica, han encubierto esos pecados para no dañar la reputación de algunos y así dejarles seguir en su ministerio. Hermanos, nos hemos envanecido, y no hemos lamentado la condición triste de las iglesias (1  Co. 5:2). Hablamos de misericordia cuando tendríamos que hablar de santidad y justicia.
    Hay una falta abismal en la enseñanza y práctica de la disciplina bíblica, la cual el Señor nos ha dado para la santidad de la iglesia. Casi todo es consentido bajo el lema del amor, o diciendo que nadie es perfecto. Hemos preferido el análisis psicológico en lugar de la disciplina. Si realmente queremos ser neotestamentarios, debemos ceñirnos a la Palabra del Señor.
    Y cuando ha habido disciplina, salen de una iglesia y van a otras que reciben a los disciplinados. Hay adúlteros que cambian de país e iglesia y actúan como ancianos, como si nunca pasó nada. En vez de respetar y apoyar la asamblea y demandar el arrepentimiento y la reconciliación, dan cobijo a los disciplinados y parecen contentos de tener a unos más en la congregación. Hay una arrogancia y un menosprecio tremendo de la disciplina de una asamblea. Circula la idea perversa entre nosotros que recibir a los disciplinados es ser misericordiosos. Así solo fortalecemos la independencia y rebelión que el ser humano tiene por naturaleza (Ef. 2:2-3).
    Y eso no es todo. Nos hemos vuelto materialistas casi cien por cien: comprando, haciéndonos grandes edificios, y acumulando posesiones como si nuestro futuro estuviera aquí en lagar de en el cielo. Tomando la piedad como fuente de ganancia nos hemos degradado, amando y haciendo culto al dinero. La codicia es idolatría, pero huyendo de la idolatría de los Católico-Romanos hemos caído en la evangélica—la avaricia (Col. 3:5).
    Tenemos orgullo del número de hombres exitosos en sus negocios que hay en nuestras iglesias, en lugar de tener un número así de hombres de Dios. El dinero ha llegado a ser nuestro amo. Hemos hecho más caso a las demandas del mundo de los negocios que a las demandas de Cristo. La empresa cuenta más con nosotros de lo que la iglesia puede contar. Nuestra condenación se encuentra en las palabras de Samuel Johnson: "La codicia del oro es algo sin sentimientos y sin remordimiento, y es la última corrupción del hombre degenerado."
    Nos hemos entregado a buscar renombre, respeto, aceptación, reconocimiento, admiración e importancia a los ojos de los demás—los del mundo. Sacrificamos todo para trabajos prestigiosos, casas prestigiosas y coches prestigiosos (¡"el coche del año"!). Y como si no fuera bastante todo esto, anhelamos con locura carreras prestigiosas para nuestros hijos, e invertimos todo preparándoles para tener éxito en el mundo.
    La verdad es que en nuestro antojo loco de verles con éxito y cómodos en el mundo, les hacemos pasar por el fuego en esta vida y sufrir las penas del infierno en la vida venidera.
    Con demasiada frecuencia vivimos en doblez. Guardamos una fachada, la apariencia de piedad durante una o dos horas de reunión, pero en realidad no hay poder espiritual. En nuestros negocios hay sobornos, contratos a dedo y acuerdos a puerta cerrada. Hay ancianos que como hombres de negocio tienen dos juegos de libros para engañar a Hacienda y a la Seguridad Social. Consentimos condiciones ilegales de trabajo sin contrato, y formas innumerables de incumplir la ley y desobedecer el mandato bíblico: "Por causa del Señor someteos a toda institución humana" (l  P. 2:13). En nuestras vidas personales hay frialdad espiritual, dejadez de la lectura de la Biblia y la oración diaria. Se pelean los matrimonios como perros y gatos, luego vienen todo sonrientes a la reunión. Pero en casa hay amargura, contención, lujuria, liviandad, chismeas, críticas, murmuraciones e impureza en los padres y también los jóvenes. Estamos viviendo una mentira. No honramos los votos matrimoniales hechos delante de Dios. Practicamos el divorcio y el nuevo matrimonio aunque el Señor lo llama adulterio (Lc. 16:18).
    Muchos de nuestros hijos se han ido de la iglesia aunque los llevábamos siempre a las reuniones y a los campamentos. Hicieron sus oraciones de “conversión” en su día y los bautizamos. Pero no queremos admitir ni que los demás sepan cuán baja es su condición espiritual. Les arruina el materialismo, la drogadicción, el alcoholismo, los placeres, la perversión sexual, y los amigos inconversos. No admitimos que son rebeldes o apóstatas, sino decimos que “se han apartado del Señor,”. Pero Tito 1:16 y 1 Juan 2:3-5 los describen bien. ¿Por qué ocurre esto con nuestros hijos? Es el fruto de nuestra permisividad y de como los educábamos, chupándoles el dedo, consintiéndolos su voluntad, dejándoles alimentarse de la tele y el internet, donde aprenden la mundanalidad. Pero, ¿no quebrantamos ante el Señor, o seguimos resistiendo y negando que sea culpa nuestra?
       Y algunos siguen en la iglesia pero son mundanos y nadie les dice nada. Otros creen falsas doctrinas como el calvinismo y la teología de la reforma, y ahí están, consentidos. Porque no queremos disciplinar a nuestros hijos, permitimos que leuden a la iglesia.
    Como padres no hemos dado ejemplo de espiritualidad, sino de mundanalidad. Antes no había tele en casas de creyentes, pero ahora se ha metido y con ella ha entrado el mundo. Es la droga electrónica, la “caja tonta” cuyo  ojo de vidrio nunca parpadea. Al que todavía no la tiene, intentan regalarle una para que sea como ellos, contaminado y callado. Las noticias, los informes políticos, los concursos, las pelis, los deportes y mucho más. Ahora amamos los deleites más que a Dios (2 Ti. 3:4), pero no queremos confesarlo sino justificarlo. Decimos que nos hemos madurado y ahora sabemos que no es problema tener una tele. Se nos olvida Colosenses 3:1-4.
    Otro pecado nuestro es falta de interés en la oración. No oramos mucho en casa, y resulta que tampoco en las iglesias. Las hay que ahora ni siquiera se reúnen para orar. Pero en otras asambleas la reunión de oración es la que menos asistencia tiene. El domingo están todos para la santa cena — como los católicos que van a la misa, pero esas personas no aparecen para orar. De ahí la pobreza y la debilidad espiritual. En nuestra afluencia autosuficiencia no sentimos la necesidad urgente de la oración. Sin embargo, Pedro aconseja: “Mas el fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración” (1 P. 4:7).
    Otro error nuestro es que hemos cedido a las presiones del feminismo. La Biblia marca muy bien cuál es el lugar y ministerio de la mujer creyente. No toma parte audible en las reuniones porque está apostólicamente prohibido. Pero las asambleas han ido cambiando durante los últimos 30 o 40 años, y ahora las mujeres se han vuelto protagonistas por no decir bravas. Quieren quitar el velo, símbolo de autoridad. Quieren hablar en las congregaciones cuando Dios les manda callarse. Quieren enseñar que Dios dice que no les es permitido. Quieren predicar y tener sus estudios y conferencias, aunque no hay ninguna actividad así en la Biblia. No quieren estar sujetas. Quieren llevar pantalones y joyas y pelo corto como las del mundo. No son como aquellas santas mujeres de Dios (1 P. 3:5) que en otro tiempo eran humildes, piadosas y reverentes. Ellas han fallado, pero los varones también, porque parece que hay vergüenza de enseñar e insistir en lo que la Biblia enseña? ¿Dónde están los varones de Dios que se levantarán y contenderán ardientemente por la fe? (Jud. 3). Cada vez los hombres guardan más silencio y las mujeres hablan y dirigen más. Como bien dijo un obrero inglés: “Damos pena”.
    Y por último, da pena nuestro orgullo y falta de arrepentimiento. En lugar de enfrentar y admitir nuestra condición pobre, disimulamos, encubrimos, o lo disculpamos con palabras como “enfermedad”, “problema”, “inmadurez”, “discrepancia” o “debilidad”. Algunos hablan de libertad. ¡¿Libertad para pecar?! Debemos usar términos bíblicos, como los profetas y apóstoles de nuestro Señor. Al pan pan y al vino vino. No queremos juzgar el mal—sólo queremos juzgar diciendo que estamos bien y que hacemos bien. Y en vez de llamar e insistir en el arrepentimiento, pensamos que con el tiempo se sanan o se autocorrigen las cosas.
    Pero, ¿es verdad que el tiempo hace esto? ¿Pensamos que ahora podemos escapar sin castigo divino, después de todo? Dios dijo a Israel: “A vosotros solamente he conocido... por tanto, os castigaré por todas  vuestras maldades” (Am. 3:2). Hay aplicación para la iglesia. Dios castiga a los Suyos, pero no a los bastardos. Ahora bien ¿no es que ahora segamos lo que antes sembramos? Gálatas 6:7 dice que no nos engañemos: “Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará”.
    ¿Qué diremos de nuestros hogares, nuestras familias arruinadas por las peleas, las separaciones y el divorcio? ¿Qué diremos de las lágrimas que caen tanto de los padres como de los hijos, como resultado de semejante ruina? Y son esos padres e hijos que vienen a la mesa del Señor cada domingo con esas mismas lágrimas (véase Mal. 2:13).
    ¿Cuándo nos daremos cuenta de que Dios nos está hablando por medio de las enfermedades y las tragedias que experimentamos? (1 Co. 11:30) Es verdad que siempre hay alguna que otra enfermedad o tragedia en esta vida, pero cuando acontecen con una frecuencia anormal, ¿no debemos ser sensibles a esto? El Señor usa estas cosas para llamarnos la atención.
    Piensa en el número de creyentes que gastan una pequeña fortuna en tratamientos psicológicos y psiquiátricos... cosas que antes hacían solo los que no tienen a Dios. Es verdad que siempre ha habido, hay, y habrá problemas de nervios y de emociones. Pero hay más problemas de este tipo ahora que nunca. Tal vez Dios nos está hablando. Nunca antes en la historia ha recurrido la iglesia a una filosofía tan anticristiana y antibíblica. Hemos perdido el norte.
    Nuestro desliz espiritual tiene otras consecuencias también. Muchos de nuestros hijos aborrecen a sus padres y sólo anhelan estar muy lejos de ellos. ¿Afecto natural? ¡Ni hablar! Y en cuanto a la oración—los cielos son como bronce—y nuestras oraciones prefabricadas, llenas de repeticiones, refranes y frases hechas no traen alivio. Casi hemos vuelto a rezar... siempre las mismas palabras en el mismo orden. Dios ha perforado nuestra bolsa con agujeros; trabajamos y ahorramos pero nunca parece que haya suficiente. No ofrendamos con liberalidad al Señor, ni tan siquiera damos una décima parte, así que al final la tenemos que dar al médico, al dentista y al mecánico.
    Sufrimos hambre de la Palabra de Dios. Al ministerio le falta unción. Con demasiada frecuencia lo que oímos es un repaso de lo obvio. Aun los predicadores más conservadores y fuertes hablan generalidades sobre el pecado, olvidándose de la trompeta de Isaías 58:1. Ya tiene orín aquella trompeta. Pocos quieren poner el dedo en la llaga. Sanan la herida de la hija de mi pueblo con liviandad, prometiendo paz (Jer. 6:14). Rara vez notamos la presencia del Espíritu de Dios en las predicaciones—hablándonos con poder y convicción. En otras palabras, nos alimentamos de papilla. No tienen toda la culpa los predicadores, pues puede ser un juicio de Dios sobre nosotros porque no queremos sufrir la sana doctrina (2 Ti. 4:3).
    La cena del Señor no se parece un culto de memoria y de adoración. Los silencios largos son fruto de nuestra larga ocupación con el deporte y el televisor. Pedimos himnos que nada tienen que ver con el Señor y Su muerte que supuestamente estamos anunciando.
    Quitamos la reunión del evangelio diciendo que es difícil venir o que la gente no vendrá. Pasan años sin la conversión de una sola persona. Y quitamos la reunión de oración porque es difícil venir entresemana. Solo hacemos lo que es fácil o cómodo.
    Si no podemos ver que Dios nos habla y nos amonesta por medio de todo esto, ¿qué más puede El hacer para despertarnos? Somos como los de Isaías 1, heridos desde la planta del pie hasta la cabeza, pero duros y lentos para reconocer que Dios nos habla. “¡Oh gente pecadora, pueblo cargado de maldad, generación de malignos, hijos depravados! Dejaron a Jehová, provocaron a ira al Santo de Israel, se volvieron atrás. ¿Por qué querréis ser castigados aún? ¿Todavía os rebelaréis? Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga; no están curadas, ni vendadas, ni  suavizadas con aceite. Vuestra tierra está destruida, vuestras ciudades puestas a fuego, vuestra tierra delante de vosotros comida por extranjeros, y asolada como asolamiento de extraños. Y queda la hija de Sión como enramada en viña, y como cabaña en melonar, como ciudad asolada” (Is. 1:4-8).
    ¡Necesitamos que algún profeta, algún hombre de Dios nos llame la atención y nos guíe al arrepentimiento! Esta es la necesidad actual —EL ARREPENTIMIENTO—el quebrarnos al pie de la cruz del Señor Jesucristo y hacer salir de nuestras bocas la confesión que tarda tanto en salir: “Hemos pecado” y “Yo he pecado”.
    Necesitamos arrepentirnos en nuestras vidas personales—confesando y apartándonos de todos los pecados que hemos cometido y que nos han llevado a este desierto espiritual. Necesitamos corregir y "remendar" los daños que nos han hecho las querellas y los pleitos, pidiendo humildemente (no exigiendo) el perdón a quienes hemos hecho mal. No digamos “si te he ofendido en algo”—eso no es reconocer y confesar el mal.
    También necesitamos arrepentirnos como asambleas – congregaciones enteras. Nunca en la memoria nuestra ha sido convocada una reunión con el propósito de arrepentirnos y expresarlo públicamente. Porque somos duros y orgullosos. Apenas se oye una confesión pública, como asamblea, de pecado, pero necesitamos hacerlo. Nos urge.
    Ha llegado la hora para moverse un verdadero liderazgo espiritual—hombres de Dios que nos llaman a arrodillamos y arrepentirnos antes de que caiga la ira de Dios sobre nosotros en castigo. ¿No crees que es posible sentir la ira de Dios como cristiano? Te equivocas. Romanos 11:21 dice: “Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará”.
    Debemos comer la ofrenda por el pecado como Daniel hizo (Dn. 9:5), haciendo nuestros los pecados de nuestros hermanos y la asamblea. Debemos asirnos de la promesa de Dios en 2 Crónicas 7:14,
    “Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaran mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra”.
    Ya es hora de buscar al Señor. El nos llama a través de la voz del profeta Oseas:
    “Vuelve, oh Israel, a Jehová tu Dios; porque por tu pecado has caído. Llevad con vosotros palabras de súplica, y volved a Jehová, y decidle: Quita toda iniquidad, y acepta el bien, y te ofreceremos la ofrenda de nuestros labios” (Os. 14:1-2).
    Hemos sido un pueblo orgulloso, jactándonos de nuestros evangelistas, de nuestros maestros de renombre, de nuestros locales y por poco caemos en el error de pensar que como celebramos la Cena del Señor cada domingo, ningún mal nos puede venir. En Jeremías 7-10 el Señor tuvo que desengañar a su pueblo de aquel entonces de esta idea. Léelo y verás – El Sermón del Templo.
    Nuestra humildad ha sido fingida, de fachada. Casi diría que ha sido para que los demás digan qué humildes que somos, porque nos hemos creído superiores a ellos. Si tenemos más luz y sabemos una mejor doctrina, ¿de qué nos ha aprovechado? No andamos en ella. Solo aumentamos el juicio que comenzará por la casa de Dios (1 P. 4:17). Pero el Señor ha arruinado nuestro orgullo. Ojalá nos diéramos cuenta—nuestra aureola está rota.
    ¡Sólo hay una esperanza! Hay que volver al Señor (Is. 20:15). “Reconoce, pues, tu maldad” (Jer. 3:13). “Convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová, porque yo soy tu esposo” (Jer. 3:14). “Vuélvete a mí, dice Jehová” (Jer. 3:1). La otra opción es la de la iglesia de Laodicea: ser vomitado de la boca del Señor.
      El camino que lleva al avivamiento y a la bendición divina es el de confesar la verdad reveladora de nuestra condición, corregir y restituir lo que hemos hecho mal, apartamos de nuestros pecados, e ir a la presencia de nuestro Dios para que nos sane y nos bendiga. Debemos tomar en serio nuestro problema grave: la condición perdida del mundo y la impotencia de la iglesia.



traducido y adaptado por Carlos Tomás Knott