En la década de 1960 el hermano MacDonald escribió esto. Parece que es para hoy.

Espiritualmente hablando, estamos en una condición alarmante.
Enterarse de la situación de muchas asambleas es como escuchar malas
noticias; y se va deteriorando cada vez más.
Han surgido casos
escandalosos de inmoralidad, aun de ancianos y obreros en las asambleas.
Por supuesto, esas noticias nunca salen revistas de edificación
cristiana ni en informes sobre la obra. Ahí solo hay luz y bendición —
todo positivo. En lugar de lamentar el pecado y aplicar la disciplina
bíblica, han encubierto esos pecados para no dañar la reputación de
algunos y así dejarles seguir en su ministerio. Hermanos, nos hemos
envanecido, y no hemos lamentado la condición triste de las iglesias (1
Co. 5:2). Hablamos de misericordia cuando tendríamos que hablar de
santidad y justicia.
Hay una falta abismal en la enseñanza y
práctica de la disciplina bíblica, la cual el Señor nos ha dado para la
santidad de la iglesia. Casi todo es consentido bajo el lema del amor, o
diciendo que nadie es perfecto. Hemos preferido el análisis psicológico
en lugar de la disciplina. Si realmente queremos ser neotestamentarios,
debemos ceñirnos a la Palabra del Señor.
Y cuando ha habido
disciplina, salen de una iglesia y van a otras que reciben a los
disciplinados. Hay adúlteros que cambian de país e iglesia y actúan como
ancianos, como si nunca pasó nada. En vez de respetar y apoyar la
asamblea y demandar el arrepentimiento y la reconciliación, dan cobijo a
los disciplinados y parecen contentos de tener a unos más en la
congregación. Hay una arrogancia y un menosprecio tremendo de la
disciplina de una asamblea. Circula la idea perversa entre nosotros que
recibir a los disciplinados es ser misericordiosos. Así solo
fortalecemos la independencia y rebelión que el ser humano tiene por
naturaleza (Ef. 2:2-3).
Y eso no es todo. Nos hemos vuelto
materialistas casi cien por cien: comprando, haciéndonos grandes
edificios, y acumulando posesiones como si nuestro futuro estuviera aquí
en lagar de en el cielo. Tomando la piedad como fuente de ganancia nos
hemos degradado, amando y haciendo culto al dinero. La codicia es
idolatría, pero huyendo de la idolatría de los Católico-Romanos hemos
caído en la evangélica—la avaricia (Col. 3:5).
Tenemos orgullo
del número de hombres exitosos en sus negocios que hay en nuestras
iglesias, en lugar de tener un número así de hombres de Dios. El dinero
ha llegado a ser nuestro amo. Hemos hecho más caso a las demandas del
mundo de los negocios que a las demandas de Cristo. La empresa cuenta
más con nosotros de lo que la iglesia puede contar. Nuestra condenación
se encuentra en las palabras de Samuel Johnson: "La codicia del oro es
algo sin sentimientos y sin remordimiento, y es la última corrupción del
hombre degenerado."
Nos hemos entregado a buscar renombre,
respeto, aceptación, reconocimiento, admiración e importancia a los ojos
de los demás—los del mundo. Sacrificamos todo para trabajos
prestigiosos, casas prestigiosas y coches prestigiosos (¡"el coche del
año"!). Y como si no fuera bastante todo esto, anhelamos con locura
carreras prestigiosas para nuestros hijos, e invertimos todo
preparándoles para tener éxito en el mundo.
La verdad es que en
nuestro antojo loco de verles con éxito y cómodos en el mundo, les
hacemos pasar por el fuego en esta vida y sufrir las penas del infierno
en la vida venidera.
Con demasiada frecuencia vivimos en doblez.
Guardamos una fachada, la apariencia de piedad durante una o dos horas
de reunión, pero en realidad no hay poder espiritual. En nuestros
negocios hay sobornos, contratos a dedo y acuerdos a puerta cerrada. Hay
ancianos que como hombres de negocio tienen dos juegos de libros para
engañar a Hacienda y a la Seguridad Social. Consentimos condiciones
ilegales de trabajo sin contrato, y formas innumerables de incumplir la
ley y desobedecer el mandato bíblico: "Por causa del Señor someteos a
toda institución humana" (l P. 2:13). En nuestras vidas personales hay
frialdad espiritual, dejadez de la lectura de la Biblia y la oración
diaria. Se pelean los matrimonios como perros y gatos, luego vienen todo
sonrientes a la reunión. Pero en casa hay amargura, contención,
lujuria, liviandad, chismeas, críticas, murmuraciones e impureza en los
padres y también los jóvenes. Estamos viviendo una mentira. No honramos
los votos matrimoniales hechos delante de Dios. Practicamos el divorcio y
el nuevo matrimonio aunque el Señor lo llama adulterio (Lc. 16:18).
Muchos de nuestros hijos se han ido de la iglesia aunque los llevábamos
siempre a las reuniones y a los campamentos. Hicieron sus oraciones de
“conversión” en su día y los bautizamos. Pero no queremos admitir ni que
los demás sepan cuán baja es su condición espiritual. Les arruina el
materialismo, la drogadicción, el alcoholismo, los placeres, la
perversión sexual, y los amigos inconversos. No admitimos que son
rebeldes o apóstatas, sino decimos que “se han apartado del Señor,”.
Pero Tito 1:16 y 1 Juan 2:3-5 los describen bien. ¿Por qué ocurre esto
con nuestros hijos? Es el fruto de nuestra permisividad y de como los
educábamos, chupándoles el dedo, consintiéndolos su voluntad, dejándoles
alimentarse de la tele y el internet, donde aprenden la mundanalidad.
Pero, ¿no quebrantamos ante el Señor, o seguimos resistiendo y negando
que sea culpa nuestra?
Y algunos siguen en la iglesia pero son mundanos y nadie les dice nada. Otros creen
falsas doctrinas como el calvinismo y la teología de la reforma, y ahí
están, consentidos. Porque no queremos disciplinar a nuestros hijos,
permitimos que leuden a la iglesia.
Como padres no hemos dado
ejemplo de espiritualidad, sino de mundanalidad. Antes no había tele en
casas de creyentes, pero ahora se ha metido y con ella ha entrado el
mundo. Es la droga electrónica, la “caja tonta” cuyo ojo de vidrio
nunca parpadea. Al que todavía no la tiene, intentan regalarle una para
que sea como ellos, contaminado y callado. Las noticias, los informes
políticos, los concursos, las pelis, los deportes y mucho más. Ahora
amamos los deleites más que a Dios (2 Ti. 3:4), pero no queremos
confesarlo sino justificarlo. Decimos que nos hemos madurado y ahora
sabemos que no es problema tener una tele. Se nos olvida Colosenses
3:1-4.
Otro pecado nuestro es falta de interés en la oración. No
oramos mucho en casa, y resulta que tampoco en las iglesias. Las hay que
ahora ni siquiera se reúnen para orar. Pero en otras asambleas la
reunión de oración es la que menos asistencia tiene. El domingo están
todos para la santa cena — como los católicos que van a la misa, pero
esas personas no aparecen para orar. De ahí la pobreza y la debilidad
espiritual. En nuestra afluencia autosuficiencia no sentimos la
necesidad urgente de la oración. Sin embargo, Pedro aconseja: “Mas el
fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en
oración” (1 P. 4:7).
Otro error nuestro es que hemos cedido a las
presiones del feminismo. La Biblia marca muy bien cuál es el lugar y
ministerio de la mujer creyente. No toma parte audible en las reuniones
porque está apostólicamente prohibido. Pero las asambleas han ido
cambiando durante los últimos 30 o 40 años, y ahora las mujeres se han
vuelto protagonistas por no decir bravas. Quieren quitar el velo,
símbolo de autoridad. Quieren hablar en las congregaciones cuando Dios
les manda callarse. Quieren enseñar que Dios dice que no les es
permitido. Quieren predicar y tener sus estudios y conferencias, aunque
no hay ninguna actividad así en la Biblia. No quieren estar sujetas.
Quieren llevar pantalones y joyas y pelo corto como las del mundo. No
son como aquellas santas mujeres de Dios (1 P. 3:5) que en otro tiempo
eran humildes, piadosas y reverentes. Ellas han fallado, pero los
varones también, porque parece que hay vergüenza de enseñar e insistir
en lo que la Biblia enseña? ¿Dónde están los varones de Dios que se
levantarán y contenderán ardientemente por la fe? (Jud. 3). Cada vez los
hombres guardan más silencio y las mujeres hablan y dirigen más. Como
bien dijo un obrero inglés: “Damos pena”.
Y por último, da pena
nuestro orgullo y falta de arrepentimiento. En lugar de enfrentar y
admitir nuestra condición pobre, disimulamos, encubrimos, o lo
disculpamos con palabras como “enfermedad”, “problema”, “inmadurez”,
“discrepancia” o “debilidad”. Algunos hablan de libertad. ¡¿Libertad
para pecar?! Debemos usar términos bíblicos, como los profetas y
apóstoles de nuestro Señor. Al pan pan y al vino vino. No queremos
juzgar el mal—sólo queremos juzgar diciendo que estamos bien y que
hacemos bien. Y en vez de llamar e insistir en el arrepentimiento,
pensamos que con el tiempo se sanan o se autocorrigen las cosas.
Pero, ¿es verdad que el tiempo hace esto? ¿Pensamos que ahora podemos
escapar sin castigo divino, después de todo? Dios dijo a Israel: “A
vosotros solamente he conocido... por tanto, os castigaré por todas
vuestras maldades” (Am. 3:2). Hay aplicación para la iglesia. Dios
castiga a los Suyos, pero no a los bastardos. Ahora bien ¿no es que
ahora segamos lo que antes sembramos? Gálatas 6:7 dice que no nos
engañemos: “Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre
sembrare, eso también segará”.
¿Qué diremos de nuestros hogares,
nuestras familias arruinadas por las peleas, las separaciones y el
divorcio? ¿Qué diremos de las lágrimas que caen tanto de los padres como
de los hijos, como resultado de semejante ruina? Y son esos padres e
hijos que vienen a la mesa del Señor cada domingo con esas mismas
lágrimas (véase Mal. 2:13).
¿Cuándo nos daremos cuenta de que
Dios nos está hablando por medio de las enfermedades y las tragedias que
experimentamos? (1 Co. 11:30) Es verdad que siempre hay alguna que otra
enfermedad o tragedia en esta vida, pero cuando acontecen con una
frecuencia anormal, ¿no debemos ser sensibles a esto? El Señor usa estas
cosas para llamarnos la atención.
Piensa en el número de
creyentes que gastan una pequeña fortuna en tratamientos psicológicos y
psiquiátricos... cosas que antes hacían solo los que no tienen a Dios.
Es verdad que siempre ha habido, hay, y habrá problemas de nervios y de
emociones. Pero hay más problemas de este tipo ahora que nunca. Tal vez
Dios nos está hablando. Nunca antes en la historia ha recurrido la
iglesia a una filosofía tan anticristiana y antibíblica. Hemos perdido
el norte.
Nuestro desliz espiritual tiene otras consecuencias
también. Muchos de nuestros hijos aborrecen a sus padres y sólo anhelan
estar muy lejos de ellos. ¿Afecto natural? ¡Ni hablar! Y en cuanto a la
oración—los cielos son como bronce—y nuestras oraciones prefabricadas,
llenas de repeticiones, refranes y frases hechas no traen alivio. Casi
hemos vuelto a rezar... siempre las mismas palabras en el mismo orden.
Dios ha perforado nuestra bolsa con agujeros; trabajamos y ahorramos
pero nunca parece que haya suficiente. No ofrendamos con liberalidad al
Señor, ni tan siquiera damos una décima parte, así que al final la
tenemos que dar al médico, al dentista y al mecánico.
Sufrimos
hambre de la Palabra de Dios. Al ministerio le falta unción. Con
demasiada frecuencia lo que oímos es un repaso de lo obvio. Aun los
predicadores más conservadores y fuertes hablan generalidades sobre el
pecado, olvidándose de la trompeta de Isaías 58:1. Ya tiene orín aquella
trompeta. Pocos quieren poner el dedo en la llaga. Sanan la herida de
la hija de mi pueblo con liviandad, prometiendo paz (Jer. 6:14). Rara
vez notamos la presencia del Espíritu de Dios en las
predicaciones—hablándonos con poder y convicción. En otras palabras, nos
alimentamos de papilla. No tienen toda la culpa los predicadores, pues
puede ser un juicio de Dios sobre nosotros porque no queremos sufrir la
sana doctrina (2 Ti. 4:3).
La cena del Señor no se parece un
culto de memoria y de adoración. Los silencios largos son fruto de
nuestra larga ocupación con el deporte y el televisor. Pedimos himnos
que nada tienen que ver con el Señor y Su muerte que supuestamente
estamos anunciando.
Quitamos la reunión del evangelio diciendo
que es difícil venir o que la gente no vendrá. Pasan años sin la
conversión de una sola persona. Y quitamos la reunión de oración porque
es difícil venir entresemana. Solo hacemos lo que es fácil o cómodo.
Si no podemos ver que Dios nos habla y nos amonesta por medio de todo
esto, ¿qué más puede El hacer para despertarnos? Somos como los de
Isaías 1, heridos desde la planta del pie hasta la cabeza, pero duros y
lentos para reconocer que Dios nos habla. “¡Oh gente pecadora, pueblo
cargado de maldad, generación de malignos, hijos depravados! Dejaron a
Jehová, provocaron a ira al Santo de Israel, se volvieron atrás. ¿Por
qué querréis ser castigados aún? ¿Todavía os rebelaréis? Toda cabeza
está enferma, y todo corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la
cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga;
no están curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite. Vuestra tierra
está destruida, vuestras ciudades puestas a fuego, vuestra tierra
delante de vosotros comida por extranjeros, y asolada como asolamiento
de extraños. Y queda la hija de Sión como enramada en viña, y como
cabaña en melonar, como ciudad asolada” (Is. 1:4-8).
¡Necesitamos
que algún profeta, algún hombre de Dios nos llame la atención y nos
guíe al arrepentimiento! Esta es la necesidad actual —EL
ARREPENTIMIENTO—el quebrarnos al pie de la cruz del Señor Jesucristo y
hacer salir de nuestras bocas la confesión que tarda tanto en salir:
“Hemos pecado” y “Yo he pecado”.
Necesitamos arrepentirnos en
nuestras vidas personales—confesando y apartándonos de todos los pecados
que hemos cometido y que nos han llevado a este desierto espiritual.
Necesitamos corregir y "remendar" los daños que nos han hecho las
querellas y los pleitos, pidiendo humildemente (no exigiendo) el perdón a
quienes hemos hecho mal. No digamos “si te he ofendido en algo”—eso no
es reconocer y confesar el mal.
También necesitamos arrepentirnos
como asambleas – congregaciones enteras. Nunca en la memoria nuestra ha
sido convocada una reunión con el propósito de arrepentirnos y
expresarlo públicamente. Porque somos duros y orgullosos. Apenas se oye
una confesión pública, como asamblea, de pecado, pero necesitamos
hacerlo. Nos urge.
Ha llegado la hora para moverse un verdadero
liderazgo espiritual—hombres de Dios que nos llaman a arrodillamos y
arrepentirnos antes de que caiga la ira de Dios sobre nosotros en
castigo. ¿No crees que es posible sentir la ira de Dios como cristiano?
Te equivocas. Romanos 11:21 dice: “Porque si Dios no perdonó a las ramas
naturales, a ti tampoco te perdonará”.
Debemos comer la ofrenda
por el pecado como Daniel hizo (Dn. 9:5), haciendo nuestros los pecados
de nuestros hermanos y la asamblea. Debemos asirnos de la promesa de
Dios en 2 Crónicas 7:14,
“Si se humillare mi pueblo, sobre el
cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaran mi rostro, y se
convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y
perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra”.
Ya es hora de buscar al Señor. El nos llama a través de la voz del profeta Oseas:
“Vuelve, oh Israel, a Jehová tu Dios; porque por tu pecado has caído.
Llevad con vosotros palabras de súplica, y volved a Jehová, y decidle:
Quita toda iniquidad, y acepta el bien, y te ofreceremos la ofrenda de
nuestros labios” (Os. 14:1-2).
Hemos sido un pueblo orgulloso,
jactándonos de nuestros evangelistas, de nuestros maestros de renombre,
de nuestros locales y por poco caemos en el error de pensar que como
celebramos la Cena del Señor cada domingo, ningún mal nos puede venir.
En Jeremías 7-10 el Señor tuvo que desengañar a su pueblo de aquel
entonces de esta idea. Léelo y verás – El Sermón del Templo.
Nuestra humildad ha sido fingida, de fachada. Casi diría que ha sido
para que los demás digan qué humildes que somos, porque nos hemos creído
superiores a ellos. Si tenemos más luz y sabemos una mejor doctrina,
¿de qué nos ha aprovechado? No andamos en ella. Solo aumentamos el
juicio que comenzará por la casa de Dios (1 P. 4:17). Pero el Señor ha
arruinado nuestro orgullo. Ojalá nos diéramos cuenta—nuestra aureola
está rota.
¡Sólo hay una esperanza! Hay que volver al Señor (Is.
20:15). “Reconoce, pues, tu maldad” (Jer. 3:13). “Convertíos, hijos
rebeldes, dice Jehová, porque yo soy tu esposo” (Jer. 3:14). “Vuélvete a
mí, dice Jehová” (Jer. 3:1). La otra opción es la de la iglesia de Laodicea: ser vomitado de la boca del Señor.
El camino que lleva al avivamiento y a la
bendición divina es el de confesar la verdad reveladora de nuestra
condición, corregir y restituir lo que hemos hecho mal, apartamos de
nuestros pecados, e ir a la presencia de nuestro Dios para que nos sane y
nos bendiga. Debemos tomar en serio nuestro problema grave: la
condición perdida del mundo y la impotencia de la iglesia.
traducido y adaptado por Carlos Tomás Knott