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miércoles, 17 de febrero de 2021

LA TIRANÍA DE LO URGENTE

Charles E. Hummel



    ¿Alguna vez has deseado un día de treinta horas? Seguramente este tiempo extra aliviaría la tremenda presión bajo la cual vivimos. Nuestras vidas dejan un rastro de tareas no acabadas. Cartas sin contestar, amigos sin visitar, artículos sin escribir y libros sin leer nos acechan en esos momentos de calma cuando nos detenemos a reflexionar. Desesperadamente necesitamos alivio.
    Pero, ¿resolvería realmente el problema un día de treinta horas? ¿No nos sentiríamos igual de frustrados que ahora con las veinticuatro horas de que disponemos?  El trabajo de una madre no termina nunca. Ni el de cualquier estudiante, profesor, ministro u otros que conozcamos. El transcurso  del tiempo tampoco os traerá una solución. Los niños, al crecer en número y edad, requieren más de nuestro tiempo. Una mayor experiencia en la profesión y en la iglesia lleva consigo la asignación de mayores responsabilidades. Encontramos así que estamos trabajando más y gozando menos.

    ¿REVOLTIJO DE PRIORIDADES?

    Al detenernos para reflexionar, nos damos cuenta de que nuestro dilema radica en algo más profundo que la falta de tiempo. Se trata básicamente de un problema de prioridades. Trabajar mucho no hace daño. Todos sabemos lo que es trabajar a toda prisa durante horas y horas, completamente absorbidos por una sensación de éxito y satisfacción. No es el trabajar mucho lo que nos oprime. En cambio sí nos oprime el espíritu de ansiedad que hace presa en nosotros cuando, recelosos, contemplamos un sinfín de tareas sin terminar a lo largo de un mes o de un año. Intranquilos, empezamos a sospechar que quizá hemos dejado de hacer lo importante. Las exigencias de otras personas –cual vientos–  nos han precipitado contra un escollo de frustración. Aun al margen de la cuestión de nuestros pecados, confesamos que hemos dejado sin hacer lo que debíamos haber hecho; y hemos hecho aquello que no debíamos.
    Hace algunos años el experimentado director de una industria algodonera me dijo: "Su peligro más grande está en permitir que las cosas urgentes marginen a las importantes". Aquel hombre no se daba cuenta del tremendo impacto que causó en mí esta máxima suya. A menudo me persigue y me reprocha de nuevo porque suscita el problema crítico de las prioridades.
    Vivimos en permanente tensión entre lo urgente y lo importante. El problema consiste en que las tareas importantes rara vez deben ser hoy mismo, o incluso esta misma semana. El dedicar más tiempo a la oración y estudio de la Biblia, visitar al amigo no creyente, el estudio detallado de un libro importante son proyectos que pueden esperar. Pero las tareas urgentes demandan acción instantánea y sin tregua. Apremian a todas las horas de cada día.
    El hogar del hombre de hoy ya no es el castillo donde refugiarse. Ya no es un lugar a cubierto del ataque de los asuntos urgentes, porque el teléfono atraviesa los muros con imperiosas demandas. El momentáneo atractivo de estas tareas parece irresistible e importante. Y absorben nuestras energías. Pero a la luz que proporciona la perspectiva del tiempo su alto relieve resulta decepcionante y pierde rigor. Con sensación de pérdida recordamos entonces los asuntos importantes marginados. Nos damos cuenta de que hemos sido esclavizados por la tiranía de lo urgente.

    ¿ES POSIBLE EVADIRSE?

    ¿Hay posibilidad de huir de esta clase de vida?  Tenemos la respuesta en la vida de Nuestro Señor. La noche anterior a su muerte, Jesús hizo una declaración extraordinaria. En la gran oración de Juan 17 dijo: "He acabado la obra que me diste que hiciese" (v. 4).

    ¿Cómo podía Jesucristo utilizar el término "acabado"?  Sus tres años de ministerio parecían un tiempo demasiado corto. Una prostituta en el banquete de Simón había encontrado perdón y nueva vida,  pero muchas otras todavía recorrían las calles sin perdón y nueva vida. Por cada diez músculos paralizados que habían recibido la flexibilidad de la salud, cien permanecían impotentes. Sin embargo, en esa última noche, con muchas tareas útiles sin terminar y urgentes necesidades humanas insatisfechas, el Señor tenía paz. Sabía que había terminado la obra de Dios.
    Los relatos evangélicos dan a entender que Jesús trabajaba duro. Tras la descripción de un día lleno de actividad, Marcos escribe: "Cuando llegó la noche, luego que el sol se puso, le trajeron todos los que tenían enfermedades, y a los endemoniados; y toda la ciudad se agolpó a la puerta. Y sanó a muchos que estaban enfermos de diversas enfermedades, y echó fuera muchos demonios" (1:32-34).
    En otra ocasión, las demandas de los enfermos e imposibilitados fueron causa de que omitiese la cena y trabajase hasta tan tarde que sus discípulos pensaron que estaba fuera de sí (Mr. 3:21). Un día, después de una extenuante sesión de enseñanza, Jesús y sus discípulos subieron a un barco. Hasta una tormenta fue incapaz de despertarle (Mt. 4:37). ¡Qué cuadro de extenuación!
    Con todo, su vida jamás se caracterizó por un ritmo febril. Él tenía tiempo para atender a la gente. Pasaría horas hablando con una persona, tal como hizo con la mujer samaritana junto al pozo. Su vida mostró un maravilloso equilibrio, un discernimiento exacto de las oportunidades. Cuando sus hermanos le buscaban para ir a Judea, les contestó: "Mi tiempo aún no ha llegado" (Jn. 7:6). Jesús no echó a perder sus dones con el apresuramiento. En su libro, The Discipline and Culture of the Spiritual Life (“La Disciplina y El Cultivo de la Vida Espiritual”), A. E. Whiteham hace la siguiente observación: "En este Hombre hay propósitos adecuados..., una calma íntima que da aspecto de tranquilidad a su vida llena de ocupaciones; sobre todo hay en este Hombre un secreto y una capacidad para relacionarse con los desechos de la vida. tales como el sufrimiento, la decepción, la enemistad, la muerte; transformando para uso divino los abusos del hombre; cambiando en fructíferos los áridos parajes del sufrimiento; triunfando, finalmente, sobre la muerte y viviendo una corta vida de treinta años más o menos, abruptamente cortada, para ser una vida "terminada". Nosotros no hemos de admirar el porte y la belleza de esta vida humana e ignorar luego sus hechos.

    EN ESPERA DE INSTRUCCIONES

    ¿Cuál fue el secreto del trabajo de Jesús?  Encontramos un indicio después del relato de Marcos acerca de aquel día en que Jesús se nos presentaba lleno de ocupaciones. Marcos observa que "muy de mañana, siendo aún oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba" (Mr. 1:35). Aquí está el secreto de la vida y trabajo de Jesús para Dios: Él, en espíritu de oración, esperaba instrucciones de su Padre y fuerzas para ponerlas en práctica. Jesús no tenía un plano de diseño divino; Él discernía la voluntad de su Padre día a día mediante una vida de oración. Estos son los medios por los cuales se mantuvo resguardado de lo urgente y realizó lo importante.
    La muerte de Lázaro ilustra este principio. ¿Qué podía haber sido más importante que el urgente mensaje de María y Marta: "Señor, he aquí el que amas está enfermo" (Jn. 11:3). Juan registra la respuesta del Señor con estas paradójicas palabras: "Y amaba Jesús a Marta, y a su hermana y a Lázaro. Cuando oyó, pues, que estaba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba" (vv. 5-6). ¿Cuál era la necesidad urgente en este caso?  Obviamente, evitar la muerte del hermano querido. Pero lo importante, desde el punto de vista de Dios, era resucitar a Lázaro. Por eso se permitió que Lázaro muriese. Más tarde, Jesús le resucitó como prueba de la veracidad de sus magníficas pretensiones: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá" (v. 25).
    A nosotros puede asombrarnos que el ministerio de nuestro Señor haya sido tan corto, por qué no podría haber durado cinco o diez años más, por qué tantos afectados por el sufrimiento fueron dejados con sus miserias. Las Escrituras no dan respuesta para tales cuestiones, y nosotros las dejamos en el misterio de los propósitos de Dios. Pero, eso sí, sabemos que el espíritu de oración de Jesús le libró de la tiranía de lo urgente. Le impartió la orientación y el ritmo de la vida y le capacitó para llevar a cabo todas las tareas que le habían sido encomendadas por Dios. Y la última noche pudo decir: "He acabado la obra que me diste que hiciese”.

    LIBERTAD EN LA DEPENDENCIA

    La liberación de la tiranía de lo urgente la encontramos en el ejemplo y promesa de Nuestro Señor. Al final de un vigoroso debate con los fariseos en Jerusalén, Jesús dijo a los que habían creído en Él: "Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres...De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado... Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres" (Jn. 8:31, 32, 34, 36).

    Muchos de nosotros hemos experimentado la liberación del castigo del pecado, que Cristo ha llevado a cabo en nuestras vidas. ¿Le permitimos también que nos libere de la tiranía de lo urgente?  Cristo señala el camino a seguir: "Si vosotros permaneciereis en mi palabra". Aquí está el camino hacia la libertad. A través de la meditación en la Palabra de Dios con espíritu de oración, adquirimos la imagen de su perspectiva.
    P. T. Forysth dijo en cierta ocasión: "El peor pecado es la falta de oración". Generalmente nosotros catalogamos como peores el asesinato, el adulterio o el robo. Pero la raíz de todo pecado es la autosuficiencia, la independencia de Dios. Cuando dejamos de esperar, con espíritu de oración, por la guía y las fuerza de Dios, estamos diciendo con nuestros hechos, si no con nuestros labios, que no le necesitamos. ¿Cuánto de nuestro servicio se caracteriza por una alocada independencia?
    Lo contrario a semejante independencia es la oración, en la cual reconocemos  nuestra necesidad de la enseñanza y provisión divinas. Concerniente a esta relación de dependencia en Dios, Donald Baillie dice: "Jesús desarrolló su vida en completa dependencia de Dios, de la misma manera que nosotros debemos desarrollar la nuestra. Tal dependencia no destruye la personalidad. Jamás un hombre es tan verdadera y completamente personal como cuando vive en total dependencia de Dios. Es así como la personalidad alcanza su máxima expresión. Esto es humanidad en su sentido estricto".
    La espera en Dios en actitud de oración es requisito indispensable para un servicio eficaz. Como pasa durante los descansos en los partidos de fútbol, es en esos momentos cuando nosotros podemos recuperar aliento y fijar nuevas estrategias. Al esperar la dirección del Señor, Él nos libra de la  tiranía de lo urgente. Nos muestra la verdad acerca de Sí mismo, de nosotros y de nuestro cometido. Es Él quien imprime en nuestras mentes las tareas que quiere que emprendamos. La necesidad no constituye un llamamiento en sí misma; el llamamiento tiene que venir del Dios que conoce nuestras limitaciones. "Se compadece Jehová de los que le temen. Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo" (Sal. 103:13-14). No es Dios quien nos carga hasta hacernos encorvar bajo el peso, desplomar con una úlcera, tener los nervios destrozados o sufrir un ataque de corazón, o de apoplejía. Todo esto proviene de nuestros impulsos interiores irritados por la presión de las circunstancias.

    VALORANDO ADECUADAMENTE

    El hombre de negocios moderno reconoce como bueno este principio de tomar tiempo para realizar una evaluación. Cuando Greenwalt era presidente de la organización DuPont, dijo: "Un minuto gastado en planear ahorra tres o cuatro minutos en la ejecución del plan". Muchos vendedores han revolucionado sus negocios y multiplicado sus beneficios, reservando la tarde de cada viernes para planear cuidadosamente la mayor parte de las actividades de la semana siguiente. Si un ejecutivo está demasiado ocupado para pararse a planear, puede verse desplazado por otro hombre que destina tiempo para pensar acerca de sus planes. Si el cristiano está demasiado ocupado para detenerse, hacer un inventario espiritual y recibir de Dios las tareas a realizar, se convertirá en esclavo de la tiranía de lo urgente. Puede trabajar día y noche tratando de conseguir tanto que llegue a parecer significativo ante sus propios ojos y los de los otros, pero no terminará la obra que Dios le ha encomendado para que sea hecha por él.
    Un tiempo de quietud, con meditación y oración al principio del día, proporciona mayor nitidez al enfoque de nuestra relación con Dios. Comprométete de nuevo en estos momentos a realizar su voluntad, mientras consideras las próximas horas que siguen. Durante este intervalo, sin prisas, haz una lista, colocando por orden de prioridad las tareas que debes realizar, teniendo en cuenta los compromisos contraídos ya. Un general competente traza siempre su plan de batalla antes de enfrentarse con el enemigo; jamás deja las decisiones básicas para el momento de abrir fuego. Pero también está preparado para cambiar sus planes si una emergencia se lo exige. Del mismo modo intenta tú poner en marcha los planes que has trazado, antes de que dé comienzo la batalla diaria contra el reloj. Pero manténte abierto para cualquier emergencia, interrupción o persona inesperada que pudieran presentarse.
    También puede ser necesario resistir la tentación de aceptar un compromiso cuando la invitación llega primeramente a través del teléfono. Por muy despejada que se encuentre tu agenda en tales momentos, pide un día o dos para orar, buscando la guía del Señor antes de comprometerte. Sorprendentemente, el compromiso a menudo aparecerá menos imperativo en el silencio que sigue a la plegaria suplicante. Si puedes resistir la urgencia del momento inicial, te encontrarás en mejor posición para sopesar el costo y discernir si la tarea en cuestión es la voluntad de Dios para ti.
    Como complemento a tu tiempo diario de quietud, aparta una hora de cada semana para hacer un inventario de tu vida espiritual. Haz, por escrito, una evaluación del pasado, detallando algo de lo que Dios te haya enseñado y planea objetivos para el futuro. Trata también de reservar la mayor parte de un día de cada mes para un inventario similar de mayor envergadura. A menudo tendrás fallos. Irónicamente, cuanto más ocupado se está tanto más se necesita este tiempo para inventariar la propia vida, y tanto más difícil resulta conseguirlo. Se vuelve uno como el fanático que, cuando no está seguro de su dirección, duplica su velocidad. Y un servicio a Dios realizado frenéticamente puede llegar a ser una forma de huir de Dios. Sin embargo, cuando con espíritu de oración haces inventario de tu vida y planeas tus días, esto proporciona nuevas perspectivas a tu trabajo.

    CONTINÚA CON EL ESFUERZO INICIADO

    A través de los años, la más grande y continua lucha en la vida cristiana está en el empeño  de lograr el tiempo adecuado para la diaria espera en Dios, el inventario semanal y el planeamiento mensual. Puesto que estos momentos destinados a recibir órdenes de marcha son tan importantes, Satán hará todo lo posible para echarlos a perder. Sin embargo, sabemos por experiencia que sólo por estos medios podremos huir de la tiranía de lo urgente. Así es como Jesús obtuvo éxito. Él no terminó todas las tareas urgentes de Palestina ni todas las cosas que le hubiera gustado hacer, pero terminó la obra que Dios le había dado que hiciera. La única alternativa contra la frustración consiste en estar seguros de que estamos haciendo lo que Dios quiere. Nada puede sustituirse por el hecho de saber que en este día, a esta hora, en este lugar estamos haciendo la voluntad del Padre. Entonces, y solamente entonces, podemos pensar con ecuanimidad acerca de todas las demás tareas sin terminar y encomendarlas a Dios.
    Hace tiempo las balas de los simba dieron muerte a un hombre joven, el doctor Paul Carlson. En la providencia de Dios terminó así su vida de trabajo. La mayoría de nosotros viviremos más tiempo y moriremos más tranquilos; pero, cuando llegue el final, ¿qué otra cosa podrá proporcionarnos un gozo mayor que la seguridad de haber terminado la obra de que Dios nos encomendó para que la hiciésemos?  La gracia de Nuestro Señor Jesucristo hace que esto sea completamente posible. Él ha prometido liberación del pecado y fuerzas para servir a Dios, realizando las tareas que Él elige para cada uno de nosotros. El camino está claro. Si nos mantenemos en la palabra de Nuestro Señor, somos verdaderamente sus discípulos. Y Él nos librará de la tiranía de lo urgente, nos librará para realizar lo importante, que es la voluntad  de Dios.


Traducción de Roberto González

 

miércoles, 3 de octubre de 2012


EL DOMINIO PROPIO

C. H. Mackintosh


      La palabra griega traducida "templanza" en 2.ª Pedro 1:6 en la versión inglesa King James tiene un significado mucho más profundo que el que normalmente se le asigna a ese término. Usualmente la palabra "templanza" se aplica a los hábitos de moderación con referencia a comer y beber. No cabe duda de que éste es parte de su significado, pero el sentido en el griego es mucho más amplio. De hecho, la palabra griega empleada por el inspirado apóstol significa propiamente "dominio propio" (como en la versión española Reina-Valera), y transmite la idea de uno que tiene el dominio de sí mismo de forma habitual y que sabe gobernar el yo. 
Ejercer el dominio de uno mismo es, en efecto, una gracia extraordinaria y admirable, la cual comunica su bendita influencia sobre toda la marcha, el carácter y la conducta del individuo. Esta gracia no sólo afecta directamente uno, dos o veinte hábitos egoístas, sino que ejerce su efecto sobre el yo en toda la gama y variedad de ese tan amplio y odioso término. Más de uno que miraría con orgulloso desdén a un glotón o a un borracho, puede él mismo faltar a toda hora de manifestar la gracia del dominio propio. Ciertamente, los excesos en la comida y la bebida deben ser clasificados junto con las formas más viles y degradantes de egoísmo. Deben ser considerados como parte de los frutos más amargos de este árbol tan extendido del yo. El yo, en efecto, es un árbol, y no solamente la rama de un árbol ni el fruto de una rama, y nosotros no sólo debemos juzgar el yo cuando está activo, sino controlarlo para que no actúe.  Puede que alguno pregunte: «¿Cómo puedo controlar el yo?» La bendita respuesta  es simple: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece" (Filipenses 4:13). ¿No hemos obtenido la salvación en Cristo? Sí, bendito sea Dios, la hemos obtenido. ¿Y qué incluye esta palabra maravillosa? ¿Es simplemente la liberación de la ira venidera? ¿Es meramente el perdón de nuestros pecados y la seguridad de estar librados del lago que arde con fuego y azufre? Por más preciosos que fueren estos privilegios, la “salvación” abarca mucho más que ello. En una palabra, "salvación" implica una plena aceptación de Cristo con el corazón, como mi "sabiduría" para guiarme fuera de la oscuridad de la insensatez y de los caminos torcidos, hacia los caminos de luz y de paz celestial; como mi "justicia" para justificarme delante de un Dios santo; como mi "santificación" para hacerme prácticamente santo en todos mis caminos; y como mi "redención" para darme liberación final de todo el poder de la muerte, y entrada en los campos eternos de gloria (1.ª Corintios 1:30).
Por eso, es evidente que el "dominio propio" está incluido en la salvación que tenemos en Cristo. Es el resultado de esa santificación práctica de que nos ha dotado la gracia divina. Debemos guardarnos con cuidado del hábito de tener una visión estrecha de la salvación. Debemos procurar entrar en toda su plenitud. Es una palabra que se extiende desde la eternidad hasta la eternidad y abarca, en su poderoso barrido, todo los detalles prácticos de la vida diaria. No tengo ningún derecho de hablar de salvación de mi alma en el futuro mientras rehúse conocer y manifestar su influencia práctica en mi conducta en el presente. Somos salvos, no sólo de la culpa y la condenación del pecado, sino del poder, la práctica y el amor de él en su plenitud. Estas cosas nunca deben separarse; y ninguno que ha sido divinamente enseñado en cuanto al significado, magnitud y poder de esa palabra preciosa —salvación—, lo hará. 
Al presentar ahora a mi lector unas observaciones prácticas sobre el asunto del dominio propio, voy a considerarlo bajo las tres divisiones siguientes, a saber: a) los pensamientos, b) la lengua y c) el temperamento. Doy por sentado que me estoy dirigiendo a personas salvas. Si mi lector no lo fuere, sólo puedo dirigirlo a la única senda verdadera y viviente: "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú y tu casa" (Hechos 16:31). Pon tu entera confianza en Él y estarás tan seguro como Él mismo lo es. Ahora procederé a tratar el práctico y tan necesario tema del dominio propio.  
En primer lugar, trataremos acerca de nuestros pensamientos y del control que habitualmente debemos ejercer sobre ellos. Supongo que hay pocos cristianos que no han padecido pensamientos perversos: esos intrusos molestos que aparecen en nuestra más profunda intimidad, perturbando continuamente el descanso de nuestra mente, y que tan frecuentemente oscurecen la atmósfera alrededor de nosotros y nos privan de mirar arriba con una vista clara y plena hacia el cielo luminoso. El salmista podía decir, "Los pensamientos vanos aborrezco" (Salmo 119:113). Son verdaderamente aborrecibles y deben ser juzgados, condenados y desechados. Alguien, hablando del asunto de los malos pensamientos, dijo:  «Yo no puedo impedir que los pájaros vuelen sobre mí, pero sí puedo evitar que se posen en mí.» Asimismo, no puedo evitar que los malos pensamientos surjan en mi mente, pero sí puedo impedir que se alojen en ella."  
Pero ¿cómo podemos controlar nuestros pensamientos? No más de lo que podríamos borrar nuestros pecados o crear un mundo. ¿Qué deberíamos hacer? Mirar a Cristo. Éste es el verdadero secreto del dominio propio. Él puede guardarnos, no sólo de que se alojen malos pensamientos, sino también de que los tales surjan en nuestra mente. No podríamos prevenir lo uno ni lo otro. Él puede prevenir ambas cosas. Él puede evitar no sólo que los viles intrusos entren, sino  que también golpeen a la puerta. Cuando la vida divina está en su actividad, cuando la corriente de pensamiento y sentimiento espiritual es profunda y rápida, cuando los afectos del corazón están intensamente ocupados con la Persona de Cristo, los vanos pensamientos no vienen a atormentarnos. Sólo cuando nos dejamos invadir por la indolencia espiritual, los malos pensamientos vienen sobre nosotros. Entonces nuestro único recurso es fijar nuestros ojos en Jesús. Podríamos también intentar combatir contra las organizadas huestes del infierno, así como contra una horda de malos pensamientos. Mas nuestro refugio es Cristo. Él ha sido hecho para nosotros “santificación”. Podemos hacer todas las cosas por medio de Él. Sólo tenemos que llevar el nombre de Jesús contra el diluvio de malos de pensamientos, y Él dará con toda seguridad una plena e inmediata liberación.  
Sin embargo, el medio más excelente para ser preservado de las sugerencias del mal consiste en estar ocupados con el bien. Cuando la corriente del pensamiento fluye invariablemente hacia arriba, cuando es profundo y perfectamente estable, sin ningún desvío ni lagunas, entonces la imaginación y los sentimientos, que brotan de las profundas fuentes del alma, fluirán naturalmente hacia adelante en el lecho de dicho canal. Éste es indiscutiblemente el camino más excelente. ¡Ojalá que lo probemos en nuestra propia experiencia! "Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si alguna alabanza, en esto pensad. Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz será con vosotros" (Filipenses 4:8-9). Cuando el corazón está lleno de Cristo, habiendo incorporado de forma viva todas las cosas enumeradas en el versículo 8, disfrutamos de una paz profunda e imperturbable frente a los malos pensamientos. Éste es el verdadero dominio propio.  
En segundo lugar, podemos pensar en la lengua, ese miembro influyente tan fructífero para el bien como para el mal, el instrumento con el que podemos proferir acentos de dulce y tierna simpatía, o palabras de amargo sarcasmo y de ardiente indignación. ¡Qué importancia enorme tiene la gracia del dominio propio en su aplicación a tal miembro! Graves daños, irreparables con el tiempo, puede causar la lengua en un instante. Palabras por las cuales daríamos el mundo para que fuesen borradas, puede proferir la lengua en un momento de descuido. Oigamos lo que el inspirado apóstol dice sobre este asunto:
"Porque todos ofendemos en muchas cosas. Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, que también puede con freno gobernar todo el cuerpo. He aquí nosotros ponemos frenos en las bocas de los caballos para que nos obedezcan, y gobernamos todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde quisiere el que las gobierna. Así también, la lengua es un miembro pequeño, y se gloría de grandes cosas. ¡He aquí, un pequeño fuego -cuán grande bosque enciende! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. Así la lengua está puesta entre nuestros miembros, la cual contamina todo el cuerpo, é inflama la rueda de la creación, y es inflamada del infierno. Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres de la mar, se doma y es domada de la naturaleza humana: Pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado; llena de veneno mortal." (Santiago 3:2-8).
¿Quién entonces puede controlar la lengua? "Ningún hombre" es capaz de hacerlo, pero Cristo sí puede, y nosotros sólo tenemos que contemplarlo a Él, con simple fe. Esto implica la conciencia tanto de nuestra absoluta impotencia como de Su plena suficiencia. Es absolutamente imposible que seamos capaces de controlar la lengua. Es lo mismo que si intentáramos detener la marea del océano, los ríos de deshielo o el alud de la montaña. ¡Cuántas veces, al sufrir las consecuencias de alguna equivocación de la lengua, hemos resuelto ordenar a ese miembro desobediente algo mejor la próxima vez, pero nuestras resoluciones resultaron ser como el rocío de la mañana que se desvanece, y no tuvimos más remedio que retirarnos y llorar por nuestro deplorable fracaso en el asunto del dominio propio! ¿A qué se debió esto? Simplemente a que nosotros emprendimos esta obra sobre la base de nuestras propias fuerzas o por lo menos sin tener una conciencia suficientemente profunda de nuestra propia debilidad. Ésta es la causa de constantes fracasos. Debemos aferrarnos a Cristo como un niño se aferra a su madre. Esto no significa que el hecho de aferrarnos tenga algún mérito en sí mismo; sin embargo, debemos aferrarnos a Cristo, pues ésta es la única manera en que podemos refrenar la lengua con éxito. Recordemos siempre estas palabras  solemnes y escudriñadoras del mismo apóstol Santiago: " Si alguno piensa ser religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino engañando su corazón, la religión del tal es vana." (Santiago 1:26).  Son éstas palabras saludables para un tiempo como el presente cuando tantas lenguas desobedientes y vanas palabras pululan por doquier. ¡Ojalá que tengamos gracia para prestar oídos a estas palabras! ¡Que su santa influencia cale hondo en nuestros caminos!  
El tercer punto que vamos a considerar es el temperamento o el carácter, el cual se halla íntimamente relacionado con la lengua y con los pensamientos. Cuando la fuente del pensamiento es espiritual, y la corriente celestial, la lengua es sólo el agente activo para el bien, y el temperamento será calmo y apacible. Si Cristo mora en el corazón por la fe, todo se halla bajo control. Sin Él, nada tiene valor. Yo puedo poseer y manifestar la calma de un Sócrates, y al mismo tiempo ignorar por completo el "dominio propio" de que habla el apóstol Pedro en 2.ª Pedro 1:6. Este último se funda en la "fe"; mientras que la calma estoica de los sabios de este mundo se funda sobre el principio de la filosofía: dos cosas totalmente diferentes. No debemos olvidar que se nos dice: "Agregad a vuestra fe, virtud..." Esto pone a la fe primero como el único eslabón que vincula el corazón con Cristo, la fuente viviente de todo poder. Teniendo a Cristo y permaneciendo en Él, somos hechos capaces de agregar a la fe "virtud, conocimiento, dominio propio, paciencia, piedad, afecto fraternal, amor". Tales son los preciosos frutos que brotan como resultado de permanecer en Cristo. Pero yo no puedo controlar mi temperamento más que mi lengua o mis pensamientos, y si me propusiera hacerlo, con toda seguridad fracasaré a cada instante. Un filósofo sin Cristo puede que manifieste un mayor dominio sobre sí mismo, su carácter y su lengua que un cristiano, si éste no permanece en Cristo. Esto no tendría que ocurrir y no ocurriría si tan sólo el cristiano considerara a Jesús. Sólo cuando falla en este punto, el enemigo gana ventaja. El filósofo sin Cristo tiene un éxito aparente en la obra tan importante del dominio propio, sólo que así puede estar más efectivamente cegado acerca de la realidad de su condición delante de Dios, y ser arrastrado precipitadamente a la perdición eterna. Satanás se deleita cuando hace tropezar y caer a un cristiano, haciendo así que éste halle así una ocasión para blasfemar el nombre precioso de Cristo. 
Lector cristiano, tengamos en cuenta estas cosas. Consideremos a Cristo a fin de que controle nuestros pensamientos, nuestra lengua y nuestro temperamento. Prestemos "toda diligencia". Sopesemos todo lo que esto involucra. "Porque si en vosotros hay estas cosas, y abundan, no os dejarán estar ociosos, ni estériles en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Mas el que no tiene estas cosas, es ciego, y tiene la vista muy corta, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados" (2.ª Pedro 1:8-9).  Estas palabras son profundamente solemnes. ¡Con qué facilidad caemos en un estado de ceguedad y negligencia espiritual! Ninguna medida de conocimiento, ya de doctrina, ya de la letra de la Escritura, preservará al alma de esta horrible condición. Únicamente "el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo" será de provecho. Y este conocimiento crecerá en el alma "dando toda la diligencia para agregar a nuestra fe" los diversos dones de gracia a los que el apóstol se refiere en el pasaje tan eminentemente práctico que cala hondo en nuestra alma. “Por lo cual, hermanos, procurad tanto más de hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será abundantemente administrada la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (v. 10-11).

 Traducido del original en inglés «Things New and Old»
Flavio H. Arrué