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lunes, 16 de julio de 2018

La Obediencia a Dios

¿Cuándo no hay que obedecer a Dios?  
Pregúntale al Señor Jesucristo.

Filipenses 2:7-8  "tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz".

Juan 8:29  "yo hago siempre lo que le agrada"
 

C. H. Mackintosh escribe:

"Debemos obedecer la Palabra de Dios simplemente porque es su Palabra. Dudar de ella, pese a saber que es el medio por el cual Dios nos habla, es lo mismo que blasfemar su nombre. Nosotros somos criaturas de su mano y él es el Creador. ¿Quién, mejor que él, tiene derecho a demandar obediencia"? El escéptico puede decir, si quiere, que prestamos una obediencia ciega cuando no dudamos ni preguntamos, pero nosotros llamamos a eso obediencia inteligente, por cuanto se funda en un conocimiento seguro de que es la Palabra de Dios. Si no tuviéramos esa Palabra, andaríamos en medio de la oscuridad más densa, porque no hay ningún rayo de luz en nuestro corazón ni en el mundo que nos rodea que no emane directamente de esa Palabra pura y eterna. Lo más importante es preguntarnos: ¿Ha hablado Dios? Entonces la obediencia sin reservas se convierte en el acto de la más elevada categoría de que sea capaz la inteligencia, pues cuando el alma percibe que está en contacto con Dios no puede reconocer autorídad más elevada".
...
"Como hemos visto, la bendición de Dios acompaña a todo acto de obediencia. Por otra parte, vemos cómo el alma que vacila en su lealtad a Dios le da ventaja a su enemigo, quien la usará seguramente para hacer que el alma se separe cada vez más de Dios".

sábado, 10 de octubre de 2015

Un Corazón Para Cristo

C. H. MackIntosh

Texto: Mateo 26

    En este solemne capítulo tenemos revelados muchos corazones. El corazón de los principales sacerdotes, el de los ancianos, el de los escribas, el de Pedro y el de Judas. Pero hay particularmente un corazón distinto de todos los demás: el de la mujer que trajo el vaso de alabastro con el perfume de gran precio para ungir el cuerpo de Jesús. Esta mujer tenía un corazón para Cristo. Ella podía ser una gran pecadora, una pecadora muy ignorante; pero sus ojos habían sido abiertos para ver en Jesús una belleza que la llevó a juzgar que nada de lo que se gastara en él podría ser demasiado caro. En una palabra, ella tenía un corazón para Cristo.
     Pasemos por alto a los principales sacerdotes, a los ancianos y a los escribas y detengámonos unos instantes para considerar el corazón de esta mujer en contraste con el de Judas y el de Pedro.

 1. Judas era un hombre ambicioso. Amaba el dinero, inclinación muy común en todas las épocas. Había predicado el Evangelio. Había caminado en compañía del Señor Jesús durante los días de Su ministerio público. Había oído Sus palabras, había visto Sus caminos y había experimentado Su bondad; pero, lamentablemente, aunque era apóstol, aunque era compañero de Jesús y predicador del Evangelio, con todo, no tenía un corazón para Cristo. Tenía un corazón para el dinero. El lucro era siempre el motor que animaba su corazón. Cuando se trataba de dinero, la avidez se posesionaba de él. Las pasiones más profundas de su ser se veían despertadas por el dinero. “La bolsa” era su objeto más cercano y más querido. Satanás lo sabía. Conocía el particular deseo de Judas. Tenía pleno conocimiento del precio al que podría comprarle.  Conocía a su hombre, sabía cómo tentarlo y cómo utilizarlo. ¡Solemne pensamiento!
    Pero adviértase también que la misma posición de Judas lo hacía tanto más apto para los designios de Satanás. Su familiaridad con los caminos de Cristo lo hacía una persona ideal para entregarle en manos de Sus enemigos. El mero conocimiento intelectual de las cosas sagradas, sin que el corazón sea tocado, vuelve al hombre más insensible, profano y perverso. Los principales sacerdotes y los escribas de Mateo 2 tenían un conocimiento intelectual de la letra de la Escritura, pero no un corazón para Cristo. Ellos podían desenvolver el rollo profético sin dificultad ni demora hasta dar con el lugar donde se hallaba escrito: “Y tú, Belén, de la tierra de Judá, no eres la más pequeña entre los príncipes de Judá; porque de ti saldrá un guiador, que apacentará a mi pueblo Israel” (v. 6). Todo esto era muy bueno, muy cierto y muy hermoso, pero ellos no tuvieron entonces un corazón para ese “guiador”; no tuvieron ojos para verle; no le quisieron. Sabían al dedillo la Escritura. Seguramente se habrían sentido avergonzados si no hubieran podido contestar la pregunta de Herodes. Habría sido una deshonra para ellos, en la posición que ocupaban, dar muestras de ignorancia. Pero ellos no tenían un corazón para Cristo, y por ello pusieron sus conocimientos bíblicos a los pies de un monarca impío, quien los iba a utilizar, si podía, para sus horrorosos propósitos de asesinar al verdadero heredero del trono. Basta con lo dicho en cuanto al conocimiento intelectual sin el amor del corazón.
     Pero nadie vaya a interpretar que nosotros podríamos subestimar el conocimiento de las Escrituras. Lejos de ello. El verdadero conocimiento de la Palabra debe dirigir el corazón a Jesús. Pero puede suceder que haya un conocimiento de la letra de la Escritura hasta llegarse a citar un capítulo tras otro y un versículo tras otro con mucho tino; sí, y tal conocimiento hasta puede verse acompañado por un andar aparentemente en armonía con él, pero, a la vez, con un corazón frío e indiferente por Cristo. Este conocimiento sólo abrirá más la puerta a Satanás, como ocurrió con los principales sacerdotes y los escribas. Herodes no habría solicitado información a hombres ignorantes. El diablo nunca se vale de hombres ignorantes o ineptos para actuar contra la verdad de Dios. No; él utiliza instrumentos más capaces para llevar a cabo su obra. Los doctos, los intelectuales, los pensadores más profundos, siempre que no tengan un corazón para Cristo, estarán muy dispuestos a servirle en toda ocasión. ¿Por qué no fue así con los magos “que vinieron del oriente”? ¿Por qué Herodes —por qué Satanás— no pudo reclutar a estos sabios para su servicio? ¡Oh, lector, advierta la respuesta!: ellos tenían un corazón para Cristo. ¡Bendita salvaguardia! Sin duda, ellos desconocían las Escrituras. No habrían dado más que pobres muestras de destreza en la búsqueda de un pasaje de las Escrituras proféticas; pero buscaban a Jesús; buscaban a Jesús con vehemencia, honestidad y diligencia. Por eso Herodes, de haberlo podido, los habría utilizado de buena gana; pero no habían de ser utilizados por él. Ellos hallaron su camino hacia Jesús. No sabían mucho acerca del profeta que hablaba del “guiador”, pero hallaron el camino que los conducía hasta el mismo “guiador”. Le hallaron en la Persona del niño que yacía en el pesebre de Belén; y, en lugar de ser instrumentos en las manos de Herodes, fueron adoradores a los pies de Jesús.
    Ahora bien; no vaya a suponerse que ensalzamos la ignorancia acerca de las Escrituras. De ninguna manera. Quienes no conocen las Escrituras errarán gravemente y sin falta. Para alabanza de Timoteo, el apóstol le pudo decir: “Y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación”, pero, al punto, agrega: “por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3:15). El verdadero conocimiento de la Escritura siempre nos conducirá a los pies de Jesús; mientras que el mero conocimiento intelectual de la Biblia, sin ir acompañado de un amor de corazón hacia Cristo, sólo hará de nosotros instrumentos más eficaces en las manos de Satanás.
     Tal fue el caso de Judas, quien tenía un corazón de piedra que suspiraba por el dinero. Él tenía conocimiento sin una jota de afecto por Cristo, y su misma familiaridad con ese Bendito le hizo un instrumento apto para el diablo. Su cercanía a Jesús le permitió ser un traidor. El diablo sabía que treinta piezas de plata podían ponerle al servicio de la horrenda tarea de traicionar a su Maestro.
     Lector, ¡medite en esto! Aquí tenemos a un apóstol, a un predicador del Evangelio, a un profesante de fuste; pero, bajo el manto de la profesión, yacía un “corazón habituado a la codicia” (2 Pedro 2:14), un corazón que tenía amplio espacio para “treinta piezas de plata”, pero ni un solo rincón para Jesús. ¡Qué caso! ¡Qué cuadro! ¡Qué advertencia! ¡Oh, los profesantes sin corazón cuánta necesidad tienen de  mirar a Judas, de considerar su línea de conducta, su carácter, su fin! Predicó el Evangelio, pero nunca lo conoció, nunca lo creyó, nunca lo sintió. Pudo haber pintado los rayos del sol en cuadros, pero nunca sintió su influencia. Tenía abundancia de corazón para el dinero, pero no un corazón para Cristo. Como “el hijo de perdición”, “se ahorcó”, “para irse a su propio lugar” (Juan 17:12; Mateo 27:5; Hechos 1:25). Cristianos profesantes, guárdense del conocimiento intelectual, de la profesión de labios, de la piedad oficial, de la religión mecánica; guárdense de estas cosas y procuren tener un corazón para Cristo.

 2. En Pedro tenemos otra advertencia, aunque de naturaleza diferente. Él amaba realmente a Jesús, pero temió la cruz. Rehuyó confesar Su nombre en medio de las filas del enemigo. Se jactó de lo que haría, cuando tendría que haberse despojado a sí mismo. Se hallaba profundamente dormido cuando debió haber estado de rodillas. En vez de orar, se durmió. Y, más tarde, en vez de estar tranquilo, lo vemos blandiendo la espada. “Siguió (a Jesús) de lejos”, y luego lo hallamos “calentándose al fuego” en el patio del sumo sacerdote (Marcos 14:54). Por último, “comenzó a maldecir y a jurar” que no conocía a este Maestro de gracia. ¡Todo esto era terrible! ¿Quién se imaginaría que el Pedro de Mateo 16:16 es el mismo de Mateo 26? Sin embargo, lo es. El hombre, en su mejor condición, es como una marchitada hoja otoñal, “cual sombra que no dura” (1 Crónicas 29:15). La posición más eminente, la profesión más estentórea, pueden terminar siguiendo a Jesús “de lejos”, y negando vilmente su Nombre.
     Es muy probable —casi seguro diría yo— que Pedro habría rechazado a puntapiés el pensamiento de vender a Jesús por treinta piezas de plata; y, sin embargo, tuvo miedo de confesarle ante una criada. No le habría traicionado y entregado a sus enemigos, pero sí le negó delante de ellos. Puede no haber amado el dinero, pero su falta estuvo en no manifestar un corazón para Cristo.
     Lector cristiano, recuerde la caída de Pedro y guárdese de confiar en sí mismo. Cultive un espíritu de oración. Manténgase cerca de Jesús. Sitúese lejos de las influencias del favor de este mundo. “Consérvese puro” (1 Timoteo 5:22). Guárdese de caer en una condición de alma perezosa y letárgica. Sea vigoroso y vigilante. Ocúpese en Cristo. Ésta es la verdadera salvaguardia. No se conforme meramente con evitar el pecado manifiesto. No se contente meramente con una conducta y un carácter intachables. Fomente afectos vivos y ardientes por Cristo. Uno que “sigue a Jesús de lejos” puede negarle muy pronto. Pensemos en esto. Saquemos provecho del relato acerca de Pedro. Él mismo nos dice más tarde: “Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe” (1 Pedro 5:8, 9). Éstas son palabras de peso, provenientes, por cierto, del Espíritu Santo, a través de la pluma de uno que había sufrido así por falta de VIGILANCIA.
    Bendita sea la gracia que pudo decir a Pedro, antes de su caída: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:32). Nótese que el Señor no dice: “He rogado por ti, que no caigas”, sino: “que tu fe no falte” cuando hayas caído. ¡Gracia preciosa y sin par! Éste era el recurso de Pedro. Era deudor de la gracia, desde el principio hasta el fin. Como pecador perdido, era deudor de “la sangre preciosa de Cristo”, y, como santo que tropieza, era deudor de la prevaleciente intercesión de Cristo. Así ocurrió con Pedro. La abogacía de Cristo constituyó la base de su feliz restauración. De esta abogacía Judas no sabía nada. Sólo aquellos que han sido lavados en la sangre participan de la intercesión. Judas ignoraba todo esto. Por eso “fue y se ahorcó” (Mateo 27:5); mientras que Pedro, como hombre convertido y restaurado, salió a “confirmar a sus hermanos” (Lucas 22:32). Nadie era más idóneo para fortalecer o confirmar a sus hermanos que uno que había experimentado en su propia persona la restauradora gracia de Cristo. Pedro fue capaz de pararse ante la congregación de Israel y decir: “Vosotros negasteis al Santo y al Justo” (Hechos 3:14), tal cual él lo había hecho. Esto nos hace ver cuán enteramente fue purificada su conciencia por la sangre, y su corazón restaurado por la intercesión de Cristo.

  3. Y ahora, restan por decir unas palabras sobre la mujer que vino a Jesús con el vaso de alabastro. Ella se halla en un excelente y bello contraste con todos los demás. Mientras los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos se hallaban reunidos conspirando contra Cristo “en el patio del sumo sacerdote llamado Caifás” (Mateo 26:3), ella se hallaba ungiendo el cuerpo de Jesús “en casa de Simón el leproso” (Mateo 26:1). En el momento en que Judas estaba acordando con los principales sacerdotes cómo vender a Jesús por treinta piezas de plata, ella estaba derramando el precioso contenido de su frasco de alabastro sobre la Persona de Jesús. ¡Patético contraste! Ella estaba totalmente absorbida con su objeto, y su objeto era Cristo. Aquellos que no conocían Su excelencia y hermosura podían tildar de derroche su sacrificio. Aquellos que eran capaces de vender a Jesús por treinta piezas de plata podían hablar de “dar a los pobres”; pero ella no les prestó atención. Sus razonamientos y murmuraciones no significaron nada para esta mujer, pues había hallado su todo en Cristo. Jesús era más para ella que todos los pobres del mundo. Ella sintió que nada de lo que se gastara en él sería “desperdicio”. Él no podía valer más que treinta piezas de plata para uno que tenía un corazón para el dinero. Para ella, él valía más que diez mil palabras, por cuanto tenía un corazón para Cristo. ¡Mujer bienaventurada! ¡Ojalá que te imitemos! ¡Ojalá que nuestro lugar esté siempre a los pies de Jesús, amando, adorando, admirando y venerando su bendita Persona! ¡Ojalá que consumamos y gastemos todas nuestras energías en su servicio, aun cuando los profesantes sin corazón consideren nuestro servicio como un “desperdicio” insensato! Se acerca rápidamente el tiempo en que no nos arrepentiremos de nada de lo que hayamos hecho por amor a su Nombre; si hubiera lugar allá arriba para lamentarnos tan sólo de una cosa, sería de cuán débilmente y con cuánta flojedad servimos a su causa en el mundo. Si en la “mañana sin nubes” hubiera tan sólo un rubor que cubriera toda nuestra mejilla, se debería a que nosotros, cuando estuvimos aquí abajo, no nos dedicamos más íntegramente a su servicio.
    Lector, meditemos estas cosas. Y quiera Dios concedernos ¡UN CORAZON PARA CRISTO!

miércoles, 3 de octubre de 2012


EL DOMINIO PROPIO

C. H. Mackintosh


      La palabra griega traducida "templanza" en 2.ª Pedro 1:6 en la versión inglesa King James tiene un significado mucho más profundo que el que normalmente se le asigna a ese término. Usualmente la palabra "templanza" se aplica a los hábitos de moderación con referencia a comer y beber. No cabe duda de que éste es parte de su significado, pero el sentido en el griego es mucho más amplio. De hecho, la palabra griega empleada por el inspirado apóstol significa propiamente "dominio propio" (como en la versión española Reina-Valera), y transmite la idea de uno que tiene el dominio de sí mismo de forma habitual y que sabe gobernar el yo. 
Ejercer el dominio de uno mismo es, en efecto, una gracia extraordinaria y admirable, la cual comunica su bendita influencia sobre toda la marcha, el carácter y la conducta del individuo. Esta gracia no sólo afecta directamente uno, dos o veinte hábitos egoístas, sino que ejerce su efecto sobre el yo en toda la gama y variedad de ese tan amplio y odioso término. Más de uno que miraría con orgulloso desdén a un glotón o a un borracho, puede él mismo faltar a toda hora de manifestar la gracia del dominio propio. Ciertamente, los excesos en la comida y la bebida deben ser clasificados junto con las formas más viles y degradantes de egoísmo. Deben ser considerados como parte de los frutos más amargos de este árbol tan extendido del yo. El yo, en efecto, es un árbol, y no solamente la rama de un árbol ni el fruto de una rama, y nosotros no sólo debemos juzgar el yo cuando está activo, sino controlarlo para que no actúe.  Puede que alguno pregunte: «¿Cómo puedo controlar el yo?» La bendita respuesta  es simple: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece" (Filipenses 4:13). ¿No hemos obtenido la salvación en Cristo? Sí, bendito sea Dios, la hemos obtenido. ¿Y qué incluye esta palabra maravillosa? ¿Es simplemente la liberación de la ira venidera? ¿Es meramente el perdón de nuestros pecados y la seguridad de estar librados del lago que arde con fuego y azufre? Por más preciosos que fueren estos privilegios, la “salvación” abarca mucho más que ello. En una palabra, "salvación" implica una plena aceptación de Cristo con el corazón, como mi "sabiduría" para guiarme fuera de la oscuridad de la insensatez y de los caminos torcidos, hacia los caminos de luz y de paz celestial; como mi "justicia" para justificarme delante de un Dios santo; como mi "santificación" para hacerme prácticamente santo en todos mis caminos; y como mi "redención" para darme liberación final de todo el poder de la muerte, y entrada en los campos eternos de gloria (1.ª Corintios 1:30).
Por eso, es evidente que el "dominio propio" está incluido en la salvación que tenemos en Cristo. Es el resultado de esa santificación práctica de que nos ha dotado la gracia divina. Debemos guardarnos con cuidado del hábito de tener una visión estrecha de la salvación. Debemos procurar entrar en toda su plenitud. Es una palabra que se extiende desde la eternidad hasta la eternidad y abarca, en su poderoso barrido, todo los detalles prácticos de la vida diaria. No tengo ningún derecho de hablar de salvación de mi alma en el futuro mientras rehúse conocer y manifestar su influencia práctica en mi conducta en el presente. Somos salvos, no sólo de la culpa y la condenación del pecado, sino del poder, la práctica y el amor de él en su plenitud. Estas cosas nunca deben separarse; y ninguno que ha sido divinamente enseñado en cuanto al significado, magnitud y poder de esa palabra preciosa —salvación—, lo hará. 
Al presentar ahora a mi lector unas observaciones prácticas sobre el asunto del dominio propio, voy a considerarlo bajo las tres divisiones siguientes, a saber: a) los pensamientos, b) la lengua y c) el temperamento. Doy por sentado que me estoy dirigiendo a personas salvas. Si mi lector no lo fuere, sólo puedo dirigirlo a la única senda verdadera y viviente: "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú y tu casa" (Hechos 16:31). Pon tu entera confianza en Él y estarás tan seguro como Él mismo lo es. Ahora procederé a tratar el práctico y tan necesario tema del dominio propio.  
En primer lugar, trataremos acerca de nuestros pensamientos y del control que habitualmente debemos ejercer sobre ellos. Supongo que hay pocos cristianos que no han padecido pensamientos perversos: esos intrusos molestos que aparecen en nuestra más profunda intimidad, perturbando continuamente el descanso de nuestra mente, y que tan frecuentemente oscurecen la atmósfera alrededor de nosotros y nos privan de mirar arriba con una vista clara y plena hacia el cielo luminoso. El salmista podía decir, "Los pensamientos vanos aborrezco" (Salmo 119:113). Son verdaderamente aborrecibles y deben ser juzgados, condenados y desechados. Alguien, hablando del asunto de los malos pensamientos, dijo:  «Yo no puedo impedir que los pájaros vuelen sobre mí, pero sí puedo evitar que se posen en mí.» Asimismo, no puedo evitar que los malos pensamientos surjan en mi mente, pero sí puedo impedir que se alojen en ella."  
Pero ¿cómo podemos controlar nuestros pensamientos? No más de lo que podríamos borrar nuestros pecados o crear un mundo. ¿Qué deberíamos hacer? Mirar a Cristo. Éste es el verdadero secreto del dominio propio. Él puede guardarnos, no sólo de que se alojen malos pensamientos, sino también de que los tales surjan en nuestra mente. No podríamos prevenir lo uno ni lo otro. Él puede prevenir ambas cosas. Él puede evitar no sólo que los viles intrusos entren, sino  que también golpeen a la puerta. Cuando la vida divina está en su actividad, cuando la corriente de pensamiento y sentimiento espiritual es profunda y rápida, cuando los afectos del corazón están intensamente ocupados con la Persona de Cristo, los vanos pensamientos no vienen a atormentarnos. Sólo cuando nos dejamos invadir por la indolencia espiritual, los malos pensamientos vienen sobre nosotros. Entonces nuestro único recurso es fijar nuestros ojos en Jesús. Podríamos también intentar combatir contra las organizadas huestes del infierno, así como contra una horda de malos pensamientos. Mas nuestro refugio es Cristo. Él ha sido hecho para nosotros “santificación”. Podemos hacer todas las cosas por medio de Él. Sólo tenemos que llevar el nombre de Jesús contra el diluvio de malos de pensamientos, y Él dará con toda seguridad una plena e inmediata liberación.  
Sin embargo, el medio más excelente para ser preservado de las sugerencias del mal consiste en estar ocupados con el bien. Cuando la corriente del pensamiento fluye invariablemente hacia arriba, cuando es profundo y perfectamente estable, sin ningún desvío ni lagunas, entonces la imaginación y los sentimientos, que brotan de las profundas fuentes del alma, fluirán naturalmente hacia adelante en el lecho de dicho canal. Éste es indiscutiblemente el camino más excelente. ¡Ojalá que lo probemos en nuestra propia experiencia! "Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si alguna alabanza, en esto pensad. Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz será con vosotros" (Filipenses 4:8-9). Cuando el corazón está lleno de Cristo, habiendo incorporado de forma viva todas las cosas enumeradas en el versículo 8, disfrutamos de una paz profunda e imperturbable frente a los malos pensamientos. Éste es el verdadero dominio propio.  
En segundo lugar, podemos pensar en la lengua, ese miembro influyente tan fructífero para el bien como para el mal, el instrumento con el que podemos proferir acentos de dulce y tierna simpatía, o palabras de amargo sarcasmo y de ardiente indignación. ¡Qué importancia enorme tiene la gracia del dominio propio en su aplicación a tal miembro! Graves daños, irreparables con el tiempo, puede causar la lengua en un instante. Palabras por las cuales daríamos el mundo para que fuesen borradas, puede proferir la lengua en un momento de descuido. Oigamos lo que el inspirado apóstol dice sobre este asunto:
"Porque todos ofendemos en muchas cosas. Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, que también puede con freno gobernar todo el cuerpo. He aquí nosotros ponemos frenos en las bocas de los caballos para que nos obedezcan, y gobernamos todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde quisiere el que las gobierna. Así también, la lengua es un miembro pequeño, y se gloría de grandes cosas. ¡He aquí, un pequeño fuego -cuán grande bosque enciende! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. Así la lengua está puesta entre nuestros miembros, la cual contamina todo el cuerpo, é inflama la rueda de la creación, y es inflamada del infierno. Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres de la mar, se doma y es domada de la naturaleza humana: Pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado; llena de veneno mortal." (Santiago 3:2-8).
¿Quién entonces puede controlar la lengua? "Ningún hombre" es capaz de hacerlo, pero Cristo sí puede, y nosotros sólo tenemos que contemplarlo a Él, con simple fe. Esto implica la conciencia tanto de nuestra absoluta impotencia como de Su plena suficiencia. Es absolutamente imposible que seamos capaces de controlar la lengua. Es lo mismo que si intentáramos detener la marea del océano, los ríos de deshielo o el alud de la montaña. ¡Cuántas veces, al sufrir las consecuencias de alguna equivocación de la lengua, hemos resuelto ordenar a ese miembro desobediente algo mejor la próxima vez, pero nuestras resoluciones resultaron ser como el rocío de la mañana que se desvanece, y no tuvimos más remedio que retirarnos y llorar por nuestro deplorable fracaso en el asunto del dominio propio! ¿A qué se debió esto? Simplemente a que nosotros emprendimos esta obra sobre la base de nuestras propias fuerzas o por lo menos sin tener una conciencia suficientemente profunda de nuestra propia debilidad. Ésta es la causa de constantes fracasos. Debemos aferrarnos a Cristo como un niño se aferra a su madre. Esto no significa que el hecho de aferrarnos tenga algún mérito en sí mismo; sin embargo, debemos aferrarnos a Cristo, pues ésta es la única manera en que podemos refrenar la lengua con éxito. Recordemos siempre estas palabras  solemnes y escudriñadoras del mismo apóstol Santiago: " Si alguno piensa ser religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino engañando su corazón, la religión del tal es vana." (Santiago 1:26).  Son éstas palabras saludables para un tiempo como el presente cuando tantas lenguas desobedientes y vanas palabras pululan por doquier. ¡Ojalá que tengamos gracia para prestar oídos a estas palabras! ¡Que su santa influencia cale hondo en nuestros caminos!  
El tercer punto que vamos a considerar es el temperamento o el carácter, el cual se halla íntimamente relacionado con la lengua y con los pensamientos. Cuando la fuente del pensamiento es espiritual, y la corriente celestial, la lengua es sólo el agente activo para el bien, y el temperamento será calmo y apacible. Si Cristo mora en el corazón por la fe, todo se halla bajo control. Sin Él, nada tiene valor. Yo puedo poseer y manifestar la calma de un Sócrates, y al mismo tiempo ignorar por completo el "dominio propio" de que habla el apóstol Pedro en 2.ª Pedro 1:6. Este último se funda en la "fe"; mientras que la calma estoica de los sabios de este mundo se funda sobre el principio de la filosofía: dos cosas totalmente diferentes. No debemos olvidar que se nos dice: "Agregad a vuestra fe, virtud..." Esto pone a la fe primero como el único eslabón que vincula el corazón con Cristo, la fuente viviente de todo poder. Teniendo a Cristo y permaneciendo en Él, somos hechos capaces de agregar a la fe "virtud, conocimiento, dominio propio, paciencia, piedad, afecto fraternal, amor". Tales son los preciosos frutos que brotan como resultado de permanecer en Cristo. Pero yo no puedo controlar mi temperamento más que mi lengua o mis pensamientos, y si me propusiera hacerlo, con toda seguridad fracasaré a cada instante. Un filósofo sin Cristo puede que manifieste un mayor dominio sobre sí mismo, su carácter y su lengua que un cristiano, si éste no permanece en Cristo. Esto no tendría que ocurrir y no ocurriría si tan sólo el cristiano considerara a Jesús. Sólo cuando falla en este punto, el enemigo gana ventaja. El filósofo sin Cristo tiene un éxito aparente en la obra tan importante del dominio propio, sólo que así puede estar más efectivamente cegado acerca de la realidad de su condición delante de Dios, y ser arrastrado precipitadamente a la perdición eterna. Satanás se deleita cuando hace tropezar y caer a un cristiano, haciendo así que éste halle así una ocasión para blasfemar el nombre precioso de Cristo. 
Lector cristiano, tengamos en cuenta estas cosas. Consideremos a Cristo a fin de que controle nuestros pensamientos, nuestra lengua y nuestro temperamento. Prestemos "toda diligencia". Sopesemos todo lo que esto involucra. "Porque si en vosotros hay estas cosas, y abundan, no os dejarán estar ociosos, ni estériles en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Mas el que no tiene estas cosas, es ciego, y tiene la vista muy corta, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados" (2.ª Pedro 1:8-9).  Estas palabras son profundamente solemnes. ¡Con qué facilidad caemos en un estado de ceguedad y negligencia espiritual! Ninguna medida de conocimiento, ya de doctrina, ya de la letra de la Escritura, preservará al alma de esta horrible condición. Únicamente "el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo" será de provecho. Y este conocimiento crecerá en el alma "dando toda la diligencia para agregar a nuestra fe" los diversos dones de gracia a los que el apóstol se refiere en el pasaje tan eminentemente práctico que cala hondo en nuestra alma. “Por lo cual, hermanos, procurad tanto más de hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será abundantemente administrada la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (v. 10-11).

 Traducido del original en inglés «Things New and Old»
Flavio H. Arrué