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Esta es la carga que llevo en el corazón y, aunque no pretendo tener una inspiración especial, siento que es también la carga del Espíritu. Si conozco mi propio corazón, lo que me lleva escribir esto es el amor, nada más. Lo que escribo no es el fermento amargo de una mente agitada por los problemas con mis hermanos en la fe. No existen esos problemas. Nadie me ha ofendido, maltratado ni atacado. Estas observaciones tampoco surgen de ninguna experiencia desagradable que haya tenido en mi relación con otros. Mis relaciones con mi propia iglesia, así como con los cristianos de otras denominaciones, siempre han sido amistosas, corteses y agradables. Mi pena no es más que el fruto de una condición que creo que está extendida por casi todas las iglesias del mundo.
También creo que debo admitir que yo mismo estoy muy involucrado en la situación que lamento en estas líneas. Igual que Esdras, en su poderoso ministerio de intercesión, se incluyó entre los malhechores, yo hago lo mismo: “Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar, oh Dios mío, mi rostro a ti, porque nuestras iniquidades se han multiplicado sobre nuestra cabeza, y nuestros delitos han crecido hasta el cielo” (Esd. 9:6). Toda palabra áspera que diga aquí contra otros debe recaer, sinceramente, sobre mi propia cabeza. También yo he sido culpable. Escribo esto con la esperanza de que todos nos volvamos al Señor nuestro Dios y no pequemos más contra él.
Voy a manifestar la esencia de mi carga, que es la siguiente: hoy día Jesucristo apenas tiene autoridad entre los grupos que dicen llevar su nombre. Al decir esto no me refiero a los católico-romanos ni a los liberales, ni a las diversas sectas pseudocristianas. Estoy hablando de las iglesias protestantes en general, e incluyendo a quienes más sostienen que descienden espiritualmente de nuestro Señor y de los apóstoles, es decir, los evangélicos. Una doctrina básica del Nuevo Testamento dice que después de la resurrección del Hombre Jesús, Dios declaró que era Señor y Cristo, y que Él le había concedido el señorío absoluto sobre la iglesia, que es su cuerpo. Suya es toda autoridad en los cielos y en la tierra. A su debido momento El ejercerá esa autoridad hasta el límite, pero durante este período histórico permite que otros la desafíen o la ignoren. Y ahora mismo el mundo la desafía y la iglesia la ignora.
La posición que ocupa Cristo hoy en las iglesias evangélicas se puede comparar con la de un rey en una monarquía limitada, constitucional. En ese país, el rey (despersonalizado a veces cuando se habla de “la corona”) no es más que un punto focal tradicional, un símbolo agradable de unidad y de lealtad como puede serlo una bandera o un himno nacional. Se le alaba, agasaja y apoya, pero su autoridad real es escasa. Nominalmente es la cabeza de todo, pero cuando llega una crisis son otros quienes toman las decisiones. En las ocasiones formales aparece con su traje para pronunciar un discurso inocuo y sin color, que han puesto en sus labios los verdaderos dirigentes del país. Bien pudiera ser que todo este asunto no sea más que una fantasía bien intencionada, pero hunde sus raíces en la antigüedad; es muy divertida, y nadie quiere renunciar a ella.
Hoy día, en las iglesias evangélicas, Cristo es poco más que un símbolo querido. Algunos piensan que el himno nacional de la iglesia es “Que todos alaban el poder del nombre de Jesús”, y las que que usan la cruz como su bandera "oficial", [1]pero durante los cultos semanales de los grupos de iglesia y la conducta cotidiana de sus miembros, quien toma las decisiones no es Cristo sino otros. En determinadas circunstancias permitimos que Cristo diga “venid a mí, todos los que estáis trabajados y cargados” (Mt. 11:28), o “no se turbe vuestro corazón” (Jn. 14.11), pero cuando acaba el discurso, otro se pone al mando. Los que poseen la autoridad genuina deciden los estándares morales de la iglesia además de todos los objetivos y los métodos empleados para llegar a ellos. Gracias a una organización larga y meticulosa, hoy día es posible que en la iglesia el pastor más joven recién salido del seminario tenga más autoridad que el propio Jesucristo.
Cristo no solo tiene escasa o ninguna autoridad, sino que su influencia también es menor cada día. No diría que no tiene ninguna, solo que es escasa y que cada día es menor. Podríamos establecer un paralelo con la influencia de Abraham Lincoln sobre el pueblo estadounidense. “EI honesto Abe” sigue siendo el ídolo del país. En todas partes vemos retratos de su rostro amable, arrugado, tan familiar que nos resulta hermoso. Nos resulta fácil emocionamos al mirarlo. Criamos a los niños con relatos sobre su amor, su honestidad y su humildad. Pero después de recuperar el control sobre nuestras emociones, ¿qué nos queda? Nada más que un buen ejemplo que, a medida que se difumina en el pasado, cada vez se vuelve más irreal y tienen una influencia real más y más pequeña. Cualquier sinvergüenza puede envolverse con el abrigo largo y negro de Lincoln. Bajo la fría luz de los actos políticos en Estados Unidos, la referencia constante a Lincoln que hacen los políticos es una broma cínica.
Los cristianos no han olvidado del todo el señorío de Jesucristo, pero ha quedado relegado al himnario, donde podemos deshacernos cómodamente de toda responsabilidad sumidos en el resplandor de una agradable emoción religiosa. O, si se enseña como teoría en el aula, raras veces se aplica a la vida práctica. Hoy día, la idea de que el Hombre Cristo Jesús tenga una autoridad absoluta y definitiva sobre toda la iglesia y sobre todos sus miembros, en todos los detalles de sus vidas, es algo que no acepta la mayoría de cristianos evangélicos.
Lo que hacemos es esto: aceptamos el cristianismo de nuestro grupo como idéntico al de Cristo y sus apóstoles. Damos por sentado que las creencias, las prácticas, la ética, las actividades de nuestro grupo son las del cristianismo del Nuevo Testamento. Por defecto lo que dice y hace el grupo es considerado bíblico, y nadie lo cuestiona. Se da por hecho que todo lo que espera de nosotros nuestro Señor es que nos ocupemos con las actividades del grupo. Al hacerlo, guardamos los mandamientos de Cristo.
Para evitar la ardua necesidad de obedecer o bien rechazar las instrucciones claras de nuestro Señor en el Nuevo Testamento, nos refugiamos en una interpretación liberal de ellas. Los razonamientos engañosos no son cosa solo de los teólogos católico-romanos. Los evangélicos también sabemos cómo evitar el filo agudo de la obediencia mediante explicaciones primorosas y complejas. Son cosas hechas a la medida de la carne. Excusan la desobediencia, consuelan la carnalidad y hacen que las palabras de Cristo no tengan efecto alguno. Y la esencia de todo esto es que, sencillamente, no es posible que Cristo dijera lo que dijo. Se aceptan teóricamente sus enseñanzas solo después de que la interpretación las haya debilitado.
Sin embargo, cada vez son más las personas con “problemas” que consultan a Cristo, y acuden a Él quienes desean paz en sus mentes. Se le recomienda ampliamente como una especie de psiquiatra espiritual con poderes notables para “arreglar” a las personas. Puede librarlas de sus complejos de culpa y ayudarlas a evitar graves traumas psicológicos recurriendo a la adaptación amable y sencilla a la sociedad y a sus costumbres. Por supuesto, este Cristo extraño no tiene ninguna relación con el que aparece en el Nuevo Testamento. El verdadero Cristo también es Señor, pero este Cristo tolerante es poco más que el siervo de las personas.
Pero supongo que tengo que ofrecer alguna prueba concreta que respalde mi conclusión de que hoy Cristo tiene escasa o ninguna autoridad entre las iglesias. Pues bien, déjame que formule algunas preguntas y que las respuestas sean la evidencia: ¿Qué junta de iglesia consulta las palabras de nuestro Señor para decidir los asuntos que tratan? Que todo aquel que lea esto y haya tenido la experiencia de estar en la junta de una iglesia intente acordarse de la última vez que algún miembro de la junta leyó un pasaje bíblico para sustentar una idea, o que un presidente sugirió que los hermanos consultasen las instrucciones del Señor sobre un tema concreto. Normalmente, las reuniones de junta se inician con una oración formal o “un tiempo de oración”; después de esto, la Cabeza de la iglesia guarda un respetuoso silencio mientras los verdaderos dirigentes toman las riendas. Que cualquiera que niegue esto presente evidencias para negarlo. Yo, por mi parte, me alegraré de escucharlas.
¿Qué
comité de escuela dominical acude a la Palabra en busca de pautas? ¿Acaso los
miembros no asumen invariablemente que ya saben lo que se supone que tienen que
hacer y que su único problema es encontrar los medios eficaces para hacerlo?
Los planes, las normas, las “operaciones” y las nuevas técnicas metodológicas
absorben todo su tiempo y su atención. La oración previa a la
reunión solicita la ayuda divina para llevar a cabo los planes de la junta.
Parece ser que ni se les pasa por la cabeza la idea de que el Señor tenga
algunas instrucciones para ellos.
¿Quién recuerda que el presidente de una conferencia acudiera al púlpito con su Biblia con intención de usarla? Memorandos, reglamentos, normas de culto, sí. Los mandamientos sagrados del Señor, no. Existe una dicotomía absoluta entre el periodo devocional y la sesión de trabajo. El primero no tiene nada que ver con la segunda.
¿Qué junta de misión en el extranjero busca de verdad seguir la guía de] Señor tal como la ofrece en su Palabra y por su Espíritu? Todos piensan que lo hacen, pero en realidad lo que hacen es dar por hecho que sus fines son bíblicos y luego pedir ayuda a Dios para encontrar maneras de alcanzarlos. Puede que se pasen la noche orando para que Dios conceda el éxito a sus proyectos, pero desean a Cristo como ayudador, no como Señor. Se inventan medios humanos para alcanzar unos fines que dan por hecho que son divinos. Estos se endurecen volviéndose políticas, y a partir de ese momento el Señor ni siquiera tiene voto. Cuando realizamos nuestra adoración pública, ¿dónde encontrar la autoridad de Cristo? La verdad es que hoy el Señor apenas controla un culto, y la influencia que ejerce es muy pequeña. Cantamos y predicamos sobre Él pero no queremos que interfiera: adoramos a nuestra manera. y seguro que es la correcta porque siempre lo hemos hecho así, como las demás iglesias de nuestro grupo.
¿Qué cristiano, cuando se enfrenta a un problema moral, acude directamente al Sermón del Monte o a otro pasaje del Nuevo Testamento para encontrar una respuesta autorizada? ¿Quién permite que las enseñanzas de Cristo sean la última palabra sobre la ofrenda, el control de la natalidad, Ia formación de una familia, los hábitos personales, el diezmo, el ocio, la compra y venta, y otros asuntos igual de importantes?
¿Qué escuela teológica, desde el más humilde instituto bíblico para arriba, podría seguir funcionando si convirtiese a Cristo en el Señor de todas sus políticas? Puede que haya algunas, y espero que las haya, pero creo que tengo razón cuando digo que la mayoría de esas escuelas, para mantenerse en funcionamiento se ven obligadas a adoptar procedimientos que no encuentran justificación en la Biblia que profesan enseñar. Así encontramos una curiosa anomalía: la autoridad de Cristo se ignora para mantener una escuela que enseña, entre otras cosas, la autoridad de Cristo.
Son muchas
las causas que han llevado a que la autoridad de nuestro Señor se redujera.
Mencionaré solo dos. Una es el poder de la costumbre, el precedente y la
tradición dentro de los
grupos religiosos más antiguos. Tales cosas, como la fuerza de la gravedad,
afectan a cada partícula de práctica religiosa dentro del grupo, ejerciendo una
presión firme y constante en cierta dirección. Por supuesto, esa dirección
apunta a la conformidad con el statu quo. En esta circunstancia, Cristo no es
el Señor; lo es la costumbre. Y lo mismo ha sucedido (seguramente en menor
grado) en otros grupos, como los tabernáculos del evangelio pleno, las iglesias
de la santidad, las iglesias pentecostales y fundamentalistas, y las numerosas
iglesias independientes y no denominacionales que se encuentran por todas
partes en Norteamérica.
La segunda causa es el resurgimiento de la intelectualidad entre los evangélicos. Esto, si percibo bien la situación, no es tanto el deseo de aprender sino el de tener la reputación de ser estudioso. Gracias a esto, aquellos hombres buenos que deberían saber cuál es el peligro se arriesgan a colaborar con el enemigo. Voy a explicarme. En nuestra época, nuestra fe evangélica (que creo que es la fe genuina de Cristo y de sus apóstoles) recibe ataques procedentes de muchas direcciones. En el mundo occidental, el enemigo ha renunciado a la violencia. Ya no viene contra nosotros con espada y palos; viene sonriendo, trayendo regalos. Alza los ojos al cielo y jura que también él cree en la fe de nuestros padres, pero su verdadero propósito es destruir la fe o al menos modificarla hasta el punto de que ya no sea la actividad sobrenatural que fue en otro tiempo. Viene en nombre de la filosofía, la psicología o la antropología, y con un dulce raciocinio nos incita a replantearnos nuestra posición histórica, a que seamos menos rígidos, más tolerantes, que tengamos un entendimiento más amplio.
Habla usando la jerga sagrada de las escuelas, y muchos de nuestros evangélicos medio educados corren contentos hacia él. Arroja títulos académicos a los hijos do los profetas, que se apresuran a recogerlos, como Rockefeller solía echar monedas a los hijos de los mendigos. Los evangélicos que, con cierta justificación han sido acusados de carecer de verdadera erudición, ahora se esfuerzan por obtener esos símbolos de estatus con ojos relucientes y, cuando los obtienen, apenas son capaces de creer lo que ven. Caminan sumidos en una especie de incredulidad eufórica, como le pasaría a la solista del coro de la iglesia local si la invitaran a cantar en La Scala.
Para el verdadero cristiano, la prueba suprema para la validez y el valor último de todo lo religioso debe ser el lugar que ocupa nuestro Señor en ello. ¿Es Señor, o es un símbolo? ¿Está a cargo de las actividades de la iglesia, o es solo un miembro con los demás? ¿Decide Él las cosas, o solo contribuye a los planes de otros? Todas las actividades religiosas, desde el acto más sencillo de un cristiano individual hasta el funcionamiento maravilloso de toda una congregación, se pueden evaluar en función de la respuesta a esta pregunta: ¿Jesucristo es Señor en esto? Que nuestras obras resulten ser madera, heno y hojarasca u oro y plata en aquel gran día dependerá en gran medida de la respuesta a esta pregunta.
Entonces,
¿qué debemos hacer? Cada uno de nosotros debe tomar una decisión, y al menos
hay tres opciones posibles. Una es levantarse movidos por una indignación
escandalizada y acusarme de propagar conclusiones irresponsables. Otra es
asentir a lo que he escrito, pero consolarse con el hecho de que hay
excepciones, y nosotros somos una de ellas. La otra es postrarse con humildad y
confesar que hemos entristecido al Espíritu y deshonrado a nuestro Señor por no
concederle el lugar que su Padre le ha concedido como Cabeza y Señor de la
Iglesia. La primera o la segunda acción confirmarán el error. La tercera,
llevada a su conclusión, puede eliminar la maldición. Somos nosotros quienes
debemos tomar una decisión.
[1] No hay base bíblica para un "himno nacional" ni para una bandera eclesial, ni para usar la cruz como símbolo. El autor menciona esas cosas, no como aprobándolas, sino comentando la situación en algunas iglesias.
Quizás algunos dirán que Tozer no era de "las asambleas", pero no con eso podrán esquivar el problema que existe aun en algunas asambleas, que Cristo no ocupa en la practica el lugar que debe, como Señor y Cabeza de la Iglesia.
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