“Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor, y a nosotros como vuestros siervos por amor de Jesús” (2 Co. 4:5).
Si preguntara a cualquier congregación un domingo por la mañana: “¿Creéis en el señorío de Jesucristo?”, seguramente la respuesta sería afirmativa. Pero si preguntara a cada uno individualmente: “¿Es Jesucristo el Señor de todo lo que eres y todo lo que tienes?”, ¡probablemente pasaríamos una mañana incómoda y reveladora! Cualquier congregación puede cantar: “¡A Cristo coronad!”, pero no todos los que le coronan así con sus labios le harían Señor de su vida.
Un predicador habló de “verdades que nombramos tanto que pierden el poder de la verdad y yacen en el dormitorio del alma”. El señorío de Cristo es una de estas verdades. Un escritor dice que la palabra “Señor” es una de las palabras más interés en todo el vocabulario cristiano. Sin embargo, A.T. Robertson dijo que el señorío de Cristo es la piedra de toque de nuestra fe, y G. Campbell Morgan lo llamó: “la verdad central de la iglesia”.
El señorío de Cristo fue la confesión inicial de la iglesia. “...Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Ro. 10:9). Cuando un judío convertido en la iglesia primitiva decía: “Jesús es el Señor”, esto significaba que Jesús es Dios, y cuando un creyente gentil decía: “Jesús es el Señor”, quería decir que César ya no era su dios. Policarpo fue a su muerte afirmando el señorío de Cristo por encima de lo que César reclamaba. El Nuevo Testamento nunca dice: “Cristo y . . .”, porque nunca se necesita añadir nada a Jesucristo. Él es el Alfa y la Omega, y todas las letras del alfabeto entre ellas. La forma correcta de hablar es “Cristo o . . . el mundo, Cristo o Belial, Cristo o Egipto, Cristo o César”. El cristianismo primitivo demandaba una rotura limpia y completa con el mundo, la carne y el diablo. Esta postura duró hasta que Constantino hizo que el cristianismo fuese popular y de moda. Entonces multitudes de paganos entraron livianamente, trayendo consigo sus ídolos y sus pecados, y la iglesia bajó el listón para acomodarlos. Nunca nos hemos recuperado de ese error. Hoy en día, aunque César está muerto, demasiados miembros de iglesias intentan servir a dos señores, a César y a Cristo, a Dios y a las riquezas. Las iglesias están llenas de paganos bautizados que viven vidas dobles, que juegan con dos barajas, que temen al Señor y sirven a sus propios dioses, acercándose a Dios con la boca y honrándole con sus labios. Le llaman “Señor, Señor”, pero no hacen lo que Él les dice. No sólo debemos adorar al Señor el domingo, sino que también debemos servirle toda la semana.
El señorío de Cristo es la confesión auténtica del cristiano. “Por tanto, os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Co. 12:3). Llamar a Jesús Señor es la obra auténtica del Espíritu Santo, porque el viejo Adán nunca se dobla ante el señorío de Cristo. Hoy en día hemos creado una distinción artificial entre confiar en Cristo como Salvador y confesarle como Señor. Hemos hecho dos experiencias de algo que es una sola. Así que, hay mucha gente que ha “aceptado a Cristo” para no tener que ir al infierno y para poder ir al cielo, pero que no se preocupan en absoluto por reconocerle como Señor de sus vidas. La salvación no es como un restaurante de auto-servicio donde cada uno toma una bandeja, escoge lo que quiere y deja lo demás. No podemos tomar a Cristo como Salvador y dejar Su señorío. No podemos ser salvos poco a poco, como una letra que se paga cada mes, o con los dedos cruzados y reservas internas, como si pudiéramos tomar a Cristo “condicionalmente” o “en consigna”. Cierto es que uno a lo mejor no entiende todo lo que viene incluido en una conversión, pero nadie puede ser salvo tomando conscientemente a Cristo como Salvador y rechazándole como Señor. Pablo dijo al carcelero en Filipos: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”. Le presentó todos los tres nombres de nuestro Señor, como Maestro, Mediador y Mesías. Al carcelero no le dio la opción de recibir a Cristo como Salvador y pensarse lo de Su señorío o dejarlo para el futuro.
Sólo tenemos una opción: podemos recibir al Señor o rechazarlo. Pero una vez que le recibamos, ya no nos queda opción. Entonces no somos nuestros, pues hemos sido comprados por precio. Somos Suyos. Él tiene la primera palabra y la última. Él demanda absoluta lealtad más allá de todo dictador terrenal, pero tiene derecho a hacerlo. “Amor tan grande y divino demanda mi alma, mi vida, todo mi ser”. ¡Qué necio decir, como algunos evangélicos: “Nadie me va a decir cuánto tengo que dar, y qué tengo que hacer!” ¡Ya se nos ha dicho! Somos Suyos y Su Palabra es final.
Vine a Cristo como un joven campesino. No entendía todo acerca del plan de la salvación. No tenemos que entenderlo todo, pero sí, tenemos que confiar en el Señor. No entiendo todo acerca de la electricidad, ¡pero no pienso vivir en la oscuridad hasta que la entienda del todo! Una cosa sí entendí como joven: entendí que estaba bajo dirección nueva. Pertenecía a Cristo y Él era mi Señor.
He aquí la razón por la triste condición de muchos cristianos e iglesias. Hay una versión barata y fácil de “fe” que no cree, y una forma de “recibir” que no recibe al Señor, en la que no se confiesa a Jesucristo como el Señor. Es significativo que la palabra “Salvador” aparece sólo 24 veces en el Nuevo Testamento, pero la palabra “Señor” se halla 433 veces.
El cristiano es un creyente, un discípulo y un testigo. Debería venir a ser todos los tres a la vez y serlos todo el tiempo. Los creyentes fueron llamados “discípulos” antes que “cristianos”. La gran comisión nos llama a hacer “discípulos”. Dios no está obrando sólo para salvar a los pecadores, sino también para hacer santos de ellos. La crisis de conversión es seguida por una continuación de vida. “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos” (Jn.8:31). Pedro todavía era creyente pero no discípulo después de negar a su Señor, hasta que fue restaurado con las palabras “sígueme”, dichas en Tiberias. El ángel en el sepulcro dijo: “Id, decid a sus discípulos, y a Pedro” (Mr. 16:7). El creyente viene a Cristo; luego como discípulo viene en pos de Él. Algunos salen a favor de Cristo, pero después se quedan parados. Dan un paso, pero no siguen caminando. Escuché a un misionero decir que muchos de nosotros cantamos: “Todas las promesas del Señor Jesús...”, pero no hacemos nada con ellas excepto sentarnos encima.
El nacimiento de un niño es un evento importante, pero después de esto cuesta veinte años hacer un hombre o una mujer de aquel bebé. La evangelización es una tarea emocionante, pero sólo es el principio. El creyente tiene que ser desarrollado como discípulo y testigo. En el camino a Damasco Saulo comenzó bien: “¿Quién eres, Señor?” “Señor, ¿qué quieres que haga?” Comenzó confesando que Jesucristo es el Señor. Tomás exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!” Juan Wesley dijo que después de las reuniones en Aldersgate, una mañana despertó con “Jesús, Señor” en su corazón y boca. El Espíritu Santo había hecho Su trabajo. El Dr. E. Y. Mullins dijo que al presentarse para ser recibido en comunión como miembro de una iglesia, “...la fe en Cristo y la aceptación de Su señorío son condiciones imprescindibles”.
La salvación es gratuita. El don de Dios es vida eterna. No es barato porque a Dios le costó Su Hijo, y al Hijo le costó la vida, pero es gratuita. No obstante, cuando creemos, de ahí en adelante somos discípulos, y esto nos costará todo lo que tenemos. Nuestro Señor perdió algunos de los mejores discípulos prospectivos en este punto. Aparentemente perdió a tres en los últimos seis versículos del capítulo 9 de Lucas. Perdió al joven rico. ¡Qué logro hubiera sido éste! Tenía modales, porque vino arrodillándose. Tenía moral porque guardaba los mandamientos. Tenía dinero, porque no quería deshacerse de él. Hubiera sido una “pesca” buena, pero el Señor no le pescó. Cuando los enfermos y pecadores venían a Jesús, Él les trataba con ternura. Pero a los seguidores prospectivos les dio un reto serio: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios” (Lc. 9:60). “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios” (Lc. 9:62). A la multitud Él dijo tres veces: “no puede”, respecto al discipulado (Lc. 14:25-33). Pero nuestro Señor buscaba discípulos, no a meros “miembros”. A muchos les gusta hacerse socios y miembros. Si les das un pin en la solapa y un certificado, se harán socios de cualquier cosa. Nosotros hubiéramos recibido al joven rico en la iglesia inmediatamente y le hubiéramos hecho el tesorero, pero el Señor exigía que el joven le tomara en serio.
El Nuevo Testamento enseña no sólo la fe en Cristo sino el seguir a Cristo. “Venid a mí” es una invitación al creyente prospectivo. Pero “aprended de mí” es cómo se hacen discípulos. La Palabra de Dios no conoce esta variedad extraña de “cristianos” que están dispuestos a tomar a Cristo como Salvador pero no quieren confesarle como Señor. Él no es sólo el Salvador del alma, sino también el Señor de la vida.
El señorío de Cristo será la última confesión de la creación. Se nos dice que un día toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor para la gloria de Dios Padre (Fil. 2:9-11). Yo no pregunto al pecador: “¿Confesarás a Jesús como el Señor?”, porque tiene que hacerlo, tarde o temprano. Yo le pregunto: “¿Cuándo le confesarás como Señor, ahora cuando puedes vivir para Él, o más allá de la tumba cuando será demasiado tarde?” Una empresa tenía como lema en su publicidad: “Finalmente, sí, entonces, ¿por qué no ahora?” Finalmente toda lengua confesará a Jesucristo como el Señor, en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra. Pero, ¿por qué no ahora?
¿Es Él tu Señor? ¿Es Señor de tu cuerpo, tus pensamientos, tu lengua, tu temperamento, tu tiempo libre, tus planes para tu vida, tu cartera, tu vida eclesial, tu recreo, de lo que escuchas en la radio y ves en la tele? Su señorío cubre todo desde comer y beber hasta los problemas a nivel mundial. Pero no es una servidumbre, sino una libertad, porque “...donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Co. 3:17). Somos libres para hacer todo lo que es bueno y justo, en nuestra relación con Dios, con nosotros mismos y con todos los demás.
El corazón del avivamiento, de la vida cristiana más profunda, del cristianismo verdadero, es reconocer que Jesús es el Señor, tu Señor, y someterte a Él en fe y amor. ¿Lo has hecho?
Vance Havner, de su libro Repent or Else (“Arrepiéntete, y si no...”), 1958, Fleming H. Revell Company. Traducido y adaptado