por Donald Norbie
Eran las nueve y veinte de la mañana del domingo y Mari oyó que llamaban con insistencia a su puerta. Abrió y allí estaba Juan, todo sonriente. Mari le dio la bienvenida y él, entrando rápidamente, se sentó en su lugar preferido. Siempre se sentaba en el mismo lugar. Mari se sentó en el sofá y se quedó esperando. No podía evitar fijarse en lo guapo que estaba Juan. Vestía un traje caro, de corte muy elegante; llevaba los zapatos lustrosos, y la corbata y los calcetines eran del mejor gusto. Se había peinado con esmero y, además de ser alto, estaba sentado bien erguido.
Mari esperó. Sabía que en el momento indicado Juan empezaría, porque siempre era puntual. Y así fue; él seguía mirando el reloj hasta las las nueve y media en punto, y entonces se puso de pie y empezó a hablar.
“Mari, no te imaginas cuánto significa esto para mí. Toda la semana he estado esperando este momento, deseándolo con todo mi corazón. Por fin ha llegado la hora y aquí estoy, para decirte cuánto te quiero. Mari, solo vivo para disfrutar de este rato contigo cada semana”.
“Oh, Mari; estaba recordando el día que te conocí. Mi corazón se estremeció y enseguida supe que estabas hecha para mí. Los días de nuestro noviazgo, nuestra boda... ¡Qué recuerdos tan dulces...!”
“Me acuerdo de cuando estuve enfermo y tú me cuidabas, perdiendo sueño mientras me atendías con aquella delicadeza. Y recuerdo cómo tus cariñosos labios rozaban mi frente cuando la fiebre se apoderaba de mí. Era como una fresca brisa del cielo. Cuidaste de mí hasta devolverme la salud y la fuerza. Sin ti habría muerto, Mari”.
En ese momento los ojos de Juan se humedecieron. Cesó de hablar, luchando por controlar sus emociones. Sacando un pañuelo, se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz con fuerza. Tras unos momentos esforzándose por contener la emoción, recobró la compostura y continuó:
“Mari, aquí sentado esta mañana de domingo, te veo más hermosa que nunca. Tus ojos parecen limpios estanques de agua azul. Tu rostro es un espejo de encanto. Tu carácter me maravilla. Jamás he conocido a alguien tan amable, encantador, considerado, justo y recto como tú. Mari, eres sencillamente maravillosa”.
“Y sobre todo, Mari, te amo por lo que has hecho por mí. Has estado a mi lado en lo bueno y en lo malo. Cuando más te necesité te sacrificaste para salvarme la vida. Mari, jamás podré agradecerte bastante lo que has hecho por mí. Significas mucho para mí; más que cualquier otra cosa”.
“Bueno Mari, es casi hora de irme. Son cerca de las diez y media según mi reloj. ¡Cuán agradecido estoy por esta oportunidad de estar contigo cada semana!. Solo vivo para esta hora. Y ahora que me marcho quiero darte algo que expresa mi profundo amor y mi gratitud”.
En ese momento Juan sacó la cartera con cierto ademán de esplendidez. Dejando a un lado varios billetes de más valor, escogió uno inferior, pero muy nuevo, y con una tierna sonrisa se lo dejó sobre la mesa.
“Mari, me tengo que marchar ya. Ha sido maravilloso estar contigo, mirarte a los ojos y decirte cuánto te amo. Adiós. Hasta la semana que viene. Te quiero.”
Los vecinos vieron salir a Juan de la casa, montarse en su lujoso automóvil nuevo y alejarse. Mari se quedó a la puerta, mirando con los ojos empañados en lágrimas. Era un matrimonio realmente extraño. Este breve ritual se repetía cada domingo por la mañana.
Los comentarios corrían por todo el vecindario. Una hora a la semana no parecía suficiente para pasar con su mujer. Juan parecía tener tiempo para sus amigos; siempre estaba yendo a la playa o a la montaña, le encantaban el golf y la futbol. Luego, con sus clubs y sus asociaciones cívicas completaba las tardes. Y algunos fines de semana, ocupado como estaba con tantos viajes, incluso se mostraba impaciente en casa de Mari, esperando la hora en que había quedado con sus amigos para salir a comer al campo.
Durante la semana Juan nunca llamaba a Mari por teléfono, ni le escribía. Se diría que vivían en mundos diferentes, a pesar de tener un buen sistema de comunicación entre ellos.
Se rumoreaba que Juan ni siquiera se sentía orgulloso de su matrimonio. Cuando le preguntaban si estaba casado, procuraba cambiar de tema y se sentía molesto. Es más, le habían visto a veces con otras mujeres, o eso al menos se decía. Lo que sí es cierto, es que parecía querer aparentar no estar casado.
Él vivía bien. Se ufanaba de su indumentaria y su vehículo, claro que en su trabajo uno tiene que causar buena impresión. Uno tiene que poner altas sus miras si quiere ascender en este mundo y lograr mejor posición. Tiene que asociarse con los grandes si quiere llegar a ser uno de ellos. Juan, en realidad, vivía un poco más allá de sus posibilidades en su afán de mantenerse a la altura de los demás.
A veces pensaba un poco en Mari y en sus necesidades, pero, al fin y al cabo, él le pagaba religiosamente cada domingo. Verdad es que llevaba veinte años dándole la misma cantidad, si bien sus ingresos se habían triplicado... ¡Pero también sus gastos se habían multiplicado por tres! Pues así es la vida. Y según él no cabe duda que amaba a Mari, porque cada domingo reservaba una hora para hablarle de su amor por ella. Bien podría dedicar ese tiempo a sí mismo si quisiera. Madrugaba en vez de quedarse en la cama y combatía el tráfico con tal de ir a ver a Mari. Debería sentirse muy agradecida. Ese esfuerzo probaba su inmarcesible amor por ella.
Hace mucho Cristo dijo: “Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí” (Mt. 15:8). ¿Puede decirse esto de alguno de nosotros?
Mari esperó. Sabía que en el momento indicado Juan empezaría, porque siempre era puntual. Y así fue; él seguía mirando el reloj hasta las las nueve y media en punto, y entonces se puso de pie y empezó a hablar.
“Mari, no te imaginas cuánto significa esto para mí. Toda la semana he estado esperando este momento, deseándolo con todo mi corazón. Por fin ha llegado la hora y aquí estoy, para decirte cuánto te quiero. Mari, solo vivo para disfrutar de este rato contigo cada semana”.
“Oh, Mari; estaba recordando el día que te conocí. Mi corazón se estremeció y enseguida supe que estabas hecha para mí. Los días de nuestro noviazgo, nuestra boda... ¡Qué recuerdos tan dulces...!”
“Me acuerdo de cuando estuve enfermo y tú me cuidabas, perdiendo sueño mientras me atendías con aquella delicadeza. Y recuerdo cómo tus cariñosos labios rozaban mi frente cuando la fiebre se apoderaba de mí. Era como una fresca brisa del cielo. Cuidaste de mí hasta devolverme la salud y la fuerza. Sin ti habría muerto, Mari”.
En ese momento los ojos de Juan se humedecieron. Cesó de hablar, luchando por controlar sus emociones. Sacando un pañuelo, se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz con fuerza. Tras unos momentos esforzándose por contener la emoción, recobró la compostura y continuó:
“Mari, aquí sentado esta mañana de domingo, te veo más hermosa que nunca. Tus ojos parecen limpios estanques de agua azul. Tu rostro es un espejo de encanto. Tu carácter me maravilla. Jamás he conocido a alguien tan amable, encantador, considerado, justo y recto como tú. Mari, eres sencillamente maravillosa”.
“Y sobre todo, Mari, te amo por lo que has hecho por mí. Has estado a mi lado en lo bueno y en lo malo. Cuando más te necesité te sacrificaste para salvarme la vida. Mari, jamás podré agradecerte bastante lo que has hecho por mí. Significas mucho para mí; más que cualquier otra cosa”.
“Bueno Mari, es casi hora de irme. Son cerca de las diez y media según mi reloj. ¡Cuán agradecido estoy por esta oportunidad de estar contigo cada semana!. Solo vivo para esta hora. Y ahora que me marcho quiero darte algo que expresa mi profundo amor y mi gratitud”.
En ese momento Juan sacó la cartera con cierto ademán de esplendidez. Dejando a un lado varios billetes de más valor, escogió uno inferior, pero muy nuevo, y con una tierna sonrisa se lo dejó sobre la mesa.
“Mari, me tengo que marchar ya. Ha sido maravilloso estar contigo, mirarte a los ojos y decirte cuánto te amo. Adiós. Hasta la semana que viene. Te quiero.”
Los vecinos vieron salir a Juan de la casa, montarse en su lujoso automóvil nuevo y alejarse. Mari se quedó a la puerta, mirando con los ojos empañados en lágrimas. Era un matrimonio realmente extraño. Este breve ritual se repetía cada domingo por la mañana.
Los comentarios corrían por todo el vecindario. Una hora a la semana no parecía suficiente para pasar con su mujer. Juan parecía tener tiempo para sus amigos; siempre estaba yendo a la playa o a la montaña, le encantaban el golf y la futbol. Luego, con sus clubs y sus asociaciones cívicas completaba las tardes. Y algunos fines de semana, ocupado como estaba con tantos viajes, incluso se mostraba impaciente en casa de Mari, esperando la hora en que había quedado con sus amigos para salir a comer al campo.
Durante la semana Juan nunca llamaba a Mari por teléfono, ni le escribía. Se diría que vivían en mundos diferentes, a pesar de tener un buen sistema de comunicación entre ellos.
Se rumoreaba que Juan ni siquiera se sentía orgulloso de su matrimonio. Cuando le preguntaban si estaba casado, procuraba cambiar de tema y se sentía molesto. Es más, le habían visto a veces con otras mujeres, o eso al menos se decía. Lo que sí es cierto, es que parecía querer aparentar no estar casado.
Él vivía bien. Se ufanaba de su indumentaria y su vehículo, claro que en su trabajo uno tiene que causar buena impresión. Uno tiene que poner altas sus miras si quiere ascender en este mundo y lograr mejor posición. Tiene que asociarse con los grandes si quiere llegar a ser uno de ellos. Juan, en realidad, vivía un poco más allá de sus posibilidades en su afán de mantenerse a la altura de los demás.
A veces pensaba un poco en Mari y en sus necesidades, pero, al fin y al cabo, él le pagaba religiosamente cada domingo. Verdad es que llevaba veinte años dándole la misma cantidad, si bien sus ingresos se habían triplicado... ¡Pero también sus gastos se habían multiplicado por tres! Pues así es la vida. Y según él no cabe duda que amaba a Mari, porque cada domingo reservaba una hora para hablarle de su amor por ella. Bien podría dedicar ese tiempo a sí mismo si quisiera. Madrugaba en vez de quedarse en la cama y combatía el tráfico con tal de ir a ver a Mari. Debería sentirse muy agradecida. Ese esfuerzo probaba su inmarcesible amor por ella.
Hace mucho Cristo dijo: “Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí” (Mt. 15:8). ¿Puede decirse esto de alguno de nosotros?
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