por C. H. MacKintosh
En el momento de extremo peligro o de
angustiosa necesidad en la vida del hombre es el momento oportuno para Dios.
Éste es un dicho muy familiar en el mundo de habla inglesa, que citamos a
menudo y que, sin ninguna duda, creemos plenamente; y, sin embargo, cuando a
nosotros mismos nos toca pasar por un momento crítico, cuando nos vemos
enredados en un gran aprieto, a menudo estamos poco dispuestos a contar
únicamente con la oportunidad de Dios. Una cosa es exponer una verdad o
escucharla, y muy otra realizar el poder de esa verdad. No es lo mismo hablar
de la capacidad de Dios para guardarnos de la tempestad cuando navegamos sobre
un mar en reposo, que poner a prueba esa misma capacidad cuando realmente se
desata la tempestad a nuestro alrededor. Sin embargo, Dios es siempre el mismo.
En la tempestad o en la calma, en la enfermedad o en la salud, en las
necesidades o en las circunstancias favorables, en la pobreza o en la
abundancia, Él es Ael mismo ayer, y hoy, y por los siglos@ (He. 13:8); Él es la misma gran realidad sobre la cual
la fe puede apoyarse y de la cual puede echar mano en cualquier tiempo y
circunstancia.
Lamentablemente, (somos
incrédulos!, y ésta es la causa de nuestras flaquezas y caídas. Nos hallamos
perplejos y agitados cuando deberíamos estar tranquilos y confiados; buscamos
socorro de todos lados cuando deberíamos contar con Dios; hacemos Aseñas
a los compañeros@ en
lugar de Aponer
los ojos en Jesús@. Y de
este modo, sufrimos una gran pérdida al mismo tiempo que deshonramos al Señor
en nuestros caminos. Pocas cosas habrá, sin duda, por las que debamos
humillarnos más profundamente que por nuestra tendencia a no confiar en el
Señor cuando surgen las dificultades y las pruebas; y seguramente afligimos su
corazón al no confiar en Él, pues la desconfianza hiere siempre a un corazón
que ama.
Veamos, por ejemplo, la escena entre José
y sus hermanos en el capítulo 50 del Génesis: AViendo los hermanos de José que
su padre era muerto, dijeron: Quizá nos aborrecerá José, y nos dará el pago de
todo el mal que le hicimos. Y enviaron a decir a José: Tu padre mandó antes de
su muerte, diciendo: Así diréis a José: Te ruego que perdones ahora la maldad
de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron; por tanto, ahora te
rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre. Y José
lloró mientras hablaban@ (vv. 15-17).
Triste respuesta a cambio de todo el amor
y los cuidados que José había prodigado a sus hermanos. )Cómo podían suponer que aquel que
les había perdonado tan libre y completamente, que había salvado sus vidas
cuando estaban enteramente en sus manos, querría desatar contra ellos, después
de tantos años de bondad, su ira y su venganza? Fue ciertamente grave el error
de parte de ellos, y no es de extrañar que José llorara mientras hablaban. (Qué respuesta a todos sus
indignos temores y a sus terribles sospechas! (Un mar de lágrimas! (Así es el amor! AY les respondió José: No temáis; )acaso estoy yo en lugar de Dios?
Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo
que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis
miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos. Así los consoló, y les
habló al corazón@ (vv. 19- 21).
Así ocurrió con los discípulos en
la ocasión que estamos considerando. Meditemos un poco este pasaje. AAquel día, cuando llegó la noche,
les dijo: Pasemos al otro lado. Y despidiendo a la multitud, le tomaron como
estaba, en la barca; y había también con él otras barcas. Pero se levantó una
gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal manera que ya
se anegaba. Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal@ (Mr. 4:35-38).
Tenemos aquí una escena interesante a la
vez que instructiva. A los pobres discípulos les toca vivir un momento de
extremo peligro, una situación límite. No saben qué más hacer. Una recia
tempestad, la barca llena de agua, el Maestro durmiendo. Era realmente un
momento de prueba y, si nos miramos a nosotros mismos, seguramente no nos
extrañará el miedo y la agitación de los discípulos. De haber estado en su
lugar, sin duda habríamos reaccionado de la misma manera. Sin embargo, no
podemos sino ver dónde fallaron. El relato se escribió para nuestra enseñanza,
y debemos estudiarlo y tratar de aprender la lección que nos enseña.
No hay nada más absurdo ni más
irracional que la incredulidad, cuando la consideramos con calma. En la escena
que nos ocupa, la incredulidad de los discípulos es, evidentemente, absurda. En
efecto, )qué podía ser más absurdo que suponer
que la barca podía hundirse con el propio Hijo de Dios a bordo? Y, sin embargo,
eso es lo que temían. Se dirá que precisamente en ese momento no pensaban en el
Hijo de Dios. A la verdad, pensaban en la tempestad, en las olas, en la barca
que se llenaba de agua, y, juzgando a la manera de los hombres, parecía una
situación desesperada. El corazón incrédulo razona siempre así. Mira las
circunstancias y deja a Dios de lado. La fe, en cambio, no considera más que a
Dios, y deja las circunstancias de lado.
(Qué diferencia! La fe se goza en
los momentos de extremo peligro o de angustiosa necesidad, simplemente porque
los tales son una oportunidad para Dios. La fe se complace en concentrarse en
Dios, en encontrarse sobre ese terreno ajeno a la criatura, para que Dios
manifieste su gloria; en ver que las Avasijas vacías@ se multipliquen para que Dios las
llene (2 R. 4:3-6). Podemos afirmar ciertamente que la fe habría permitido a
los discípulos acostarse y dormir junto a su divino Maestro en medio de la
tempestad. La incredulidad, por otro lado, los hizo estar sobresaltados; no
pudieron permanecer tranquilos ellos mismos, y perturbaron el sueño del Señor
con sus incrédulas aprensiones. Él, cansado por un intenso y agobiador
trabajo, había aprovechado la travesía
para reposar durante unos instantes. Sabía lo que era el cansancio. Había
descendido hasta todas nuestras circunstancias, de modo que pudo familiarizarse
con todos nuestros sentimientos y debilidades, habiendo sido tentado en todo
según nuestra semejanza, a excepción del pecado. En todo respecto fue hallado
como hombre y, como tal, dormía sobre un cabezal, balanceado por las olas del
mar. El viento y las olas sacudían la barca, a pesar de que el Creador se
hallaba a bordo en la persona de ese Siervo abrumado y dormido.
(Profundo misterio! El que hizo
el mar y podía sostener los vientos en su mano todopoderosa, dormía allí, en la
popa de la barca, y dejaba que el viento le tratase sin más miramientos que a
un hombre cualquiera. Tal era la realidad de la naturaleza humana de nuestro
bendito Señor. Estaba cansado, dormía, y era sacudido en medio de ese mar que
sus manos habían hecho. Detente, lector, y medita sobre esta maravillosa
escena. Ninguna lengua podría hablar de ella como conviene. No podemos
detenernos más en este punto; sólo podemos meditar y adorar.
continuará, d.v.
de sus Escritos Misceláneos, tomo I, capítulo 3