lunes, 19 de septiembre de 2022

El Único Rey Eterno

 


L

a muerte de la reina Isabel II[1] fue una noticia triste, y se ha sentido en muchas partes del mundo. Varios la han llamado “reina eterna”, cosa difícil de entender ya que ha fallecido. Obviamente el sentido debe ser figurado – hipérbole – que alude a su largo reinado, desde 1952 hasta 2022. Ayer coronaron a Carlos III, que es un anciano con 73 años de edad, y adúltero – divorciado y vuelto a casar. Debido a su edad no es probable que reine muchos años.

Cuando decimos las palabras del Padrenuestro: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mt. 6.10), ¿qué estamos pidiendo? No otro rey o reina mortal de la raza humana, ni ningún gobierno político y corrupto, sino el reino encabezado por el Señor Jesucristo: “Rey de reyes y Señor de señores” (1 Ti. 6.15).

¡Cuán distinto a los reyes de este mundo es el Señor Jesucristo! El apóstol Pablo le describe así: al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén” (1 Ti. 1.17). En esa misma epístola él encarga a Timoteo de la siguiente manera: “que guardes el mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo, la cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amén” (1 Ti. 6.14-16). Claramente, Jesucristo es el único Rey así, pues Sus atributos y honores no pertenecen a ningún otro.

            En Su reino no hay incertidumbre ni inestabilidad. “Tú eres el mismo, y tus años no acabarán” (Sal. 102.27; He. 1.12). Él es literalmente eterno e inmutable, y de ahí la estabilidad y firmeza del reino de Dios.

El Padre anunció el decreto real en el Salmo 2. Ante la rebelión de los malvados reyes mortales de este mundo. “Pero yo he puesto mi rey sobre Sion, mi santo monte” (Sal. 2.6). Es el Rey que Dios escogió: “mí rey”. No lo deciden los hombres, sino el cielo. No le escogen ni le invitan los hombres, y si esperara esa elección, nunca vendría. Lo que este mundo necesita no es más reyes pecadores y mortales, sino el Rey eterno, y gracias a Dios, ¡Él vendrá! Pero tendrá que venir con juicios y guerra, porque los seres humanos no quieren que reine sobre ellos.

El reino de Dios es eterno, pero todavía no ha sido físicamente establecido en este mundo rebelde. Han reinado el pecado, la muerte, y un montón de mortales pecadores que hoy yacen en sus tumbas. Todavía esperamos la venida del Rey verdadero, el Eterno. Mediante el profeta Daniel viene la profecía y promesa: “Y en los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre(Dn. 2.44).

El Salmo 110 profetiza la venida de este Rey y Su Reino. Cuando venga, veremos que es eternamente joven. No tendrá aspecto de rey viejo como aquel que acaban de coronar en Londres. “En la hermosura de la santidad. Desde el seno de la aurora tienes tú el rocío de tu juventud (Sal. 110.3). Es hermoso en Su intachable santidad. Además, Dios declara con juramento que Su Rey es “sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sal. 110.4). La reina Isabel era la cabeza de la Iglesia Anglicana, según lo establecido por Enrique VIII cuando separó a los ingleses de la Iglesia Católica Romana, e hizo “anglicanos” a los que antes eran “romanos”. Ahora a Carlos III, un hombre viejo y mundano, le tocará ese oficio. Las demás naciones también están gobernadas por reyes y presidentes pecadores a quienes no les importa la voluntad de Dios. Pero gracias a Dios, el reino de Dios es encabezado por el impecable Señor Jesucristo, Rey y Sacerdote para siempre.[2]

A Cristo coronad, divino Salvador;
Sentado en alta majestad es digno de loor;
Al Rey de gloria y paz loores tributad,
Y bendecidle al Inmortal por toda eternidad.

A Cristo coronad, Señor de nuestro amor;
Al triunfante celebrad, glorioso vencedor;
Potente Rey de paz, el triunfo consumó,
Y por su muerte de dolor su grande amor mostró.

A Cristo coronad, Señor de vida y luz;
Con alabanzas proclamad los triunfos de la cruz;
A Él pues adorad, Señor de salvación;
Loor eterno tributad de todo corazón.

                                                                  - Godfrey Thring

 

El Evangelio según Mateo comienza con el nacimiento de este Rey. Aunque es eterno, mediante la encarnación se hizo hombre. El capítulo 1 demuestra Su linaje procedente de la familia de David, con derecho al trono. Los versos 18-25 relatan Su concepción y nacimiento – María concibió del Espíritu Santo – la concepción inmaculada de Jesús en el vientre de María. Inmaculado es Él, no ella. Y en el capítulo 2, vinieron del oriente unos magos preguntando: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido?” (Mt. 2.2). Sin invitación ni permiso de los hombres, el Rey había venido al mundo.

El Rey vivía aproximadamente treinta y tres años en Israel, enseñando al pueblo, sanando, reprendiendo y refutando a los líderes religiosos que no creían en Él. Cuando al final entró en Jerusalén montado en un pollino, multitudes lo aclamaron, pero en esa misma semana lo condenaron a muerte y lo crucificaron. Pilato le sacó al pueblo diciendo: “¡He aquí vuestro Rey!” (Jn. 19.14). Pero ellos gritaron: ¡Fuera, fuera, crucifícale! Pilato les dijo: ¿A vuestro Rey he de crucificar? Respondieron los principales sacerdotes: No tenemos más rey que César” (Jn. 19.15). Pobres son aquellos cuyos únicos reyes son meros hombres. Pues el Rey del cielo fue crucificado, llevando nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero, y abriéndonos el camino al cielo. ¿Qué político o rey puede hacer esto? ¡Ninguno!

Y porque se humilló así, siendo obediente hasta muerte y muerte de cruz, la Escritura asegura que “Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2.9-11). En el Apocalipsis el apóstol Juan llama a Jesucristo “el testigo fiel, el primogénito de los muertos, y el soberano de los reyes de la tierra. Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Ap. 1.5). El Padre le exaltó, y le hizo sentar a Su diestra, “la diestra de la majestad en las alturas” (He. 1.3). ¿Qué hace el Rey ahí? Espera, porque el Padre le dijo: “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies?” (Sal. 110.1; He. 1.13).

Los que arrepentidos hemos confiado en Él, le tenemos ahora como nuestro Rey. La Escritura declara: el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Col. 1.13-14).

Es Jesús mi Rey divino, solo a Él yo seguiré;

En las pruebas de la vida, solo en Él yo confiaré.

Es mi fe pequeña y débil, mas Jesús me sostendrá;

        Con Su brazo poderoso siempre me protegerá.

        Nada temo, Cristo mío, mi sostén y mi solaz,

        Yo confiado ahora vivo, en mi pecho reina paz.

        En la patria donde moras, yo Tu rostro espero ver;

        Con los fieles en los cielos, coronado quiero ser.

         - desconocido

El mundo todavía no quiere a este Rey, pero no importa, porque no tiene ni voz ni voto en el asunto. Dios ya lo ha decidido, decretado, manifestado y exaltado. Solo esperamos el momento de Su segunda venida para reinar. Apocalipsis describe cómo será esta venida, con grandes juicios, porque los moradores de la tierra le resistirán hasta el final. Adoran a la bestia (Ap. 13), el anticristo – el hombre de pecado – aquel inicuo, y blasfeman al Dios verdadero. Todavía es verdad lo que dijeron antes: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (Lc. 19.14). Por eso los terribles juicios devastadores. Aun así no se doblarán, sino los reyes de la tierra se reunirán en Armagedón para pelear contra Dios (Ap. 16.14-16).

El Rey del cielo se manifestará terriblemente, no manso y humilde, sino con justicia, santidad y gran ira. ¡No hay otro como Él! Apocalipsis 19 relata lo que Juan vio: “…El cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES” (Ap. 19.11-16).

Apocalipsis 11.15 informa: “El séptimo ángel tocó la trompeta, y hubo grandes voces en el cielo, que decían: Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos”. Anhelamos el día cuando ya no habrá que soportar más los reinos del mundo. Dios tiene algo mejor para nosotros. Las palabras de Apocalipsis 11.17 anticipan ese día: Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que has de venir, porque has tomado tu gran poder y has reinado”.

Así se cumplirá la profecía de Daniel 2.44. El Dios del cielo establecerá Su reino eterno en este mundo, y Jesucristo, el Rey de reyes, gobernará. Entonces todo creyente se alegrará, porque éste es el Rey, y éste es el reino que hemos esperado. En aquel día diremos con Su pueblo Israel “He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará; éste es Jehová a quien hemos esperado, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación” (Is. 25.9). ¡Dichosos los que creen y esperan al Rey eterno!

          ¡Triunfo! ¡Triunfo! Cantemos la gloria

            Del Rey poderoso, por cuya victoria

            Quedó abolido el poder de la muerte,

            El fuerte vencido por uno más fuerte,

            Jesús vencedor, y vencido Satán.

 

            El Crucificado, por Dios coronado,

            Señor victorioso será proclamado;

            Daránle honores, dominio y grandeza,

            Los siglos futuros, eterna realeza,

            De que Él ya es digno y muy pronto tendrá.

           

            Su frente celeste ciñendo corona,

            Los hombres honrando Su santa Persona,

            El cetro terrestre en breve empuñando,

            En paz le veremos cual Rey dominando

  En cielos y tierra el reino de Dios.

                                                                      Anónimo

 

 

                                                                         Carlos Tomás Knott, Septiembre 2022



[1] Realmente no se llama Isabel, aunque este error es muy común, y muchos ignoran la diferencia, sobre todo en España donde piensan en su propia reina Isabel I de Castilla, del siglo XV.  (Elisabet (אֱלִישֶׁבַע  eli – sheva) significa “juramento de Dios” o “plenitud de Dios”. Pero Isabel es diferente, pues significa “Isis-bella”, e “Isis” es el nombre de una diosa egipcia. La piadosa Elisabet en el Evangelio según Lucas, madre de Juan el Bautista, nunca es llamada Isabel.

[2] Y Profeta, ya que habla de parte de Dios, y no solo esto, sino Él mismo es el Verbo de Dios (Jn. 1.1). Durante Su vida terrenal lo reconocieron como profeta (Mt. 21.11; Mr. 6.4; Lc. 7.16), y Él cumple la profecía de Moisés en Deuteronomio 8.15 (Hch. 7.37-38).

sábado, 28 de mayo de 2022

La Familia Pródiga: Rut 1


Los tiempos de los jueces representan una de las épocas más confusas y tristes en la historia de la nación de Israel. No había rey, y cada uno hacía lo que le parecía. El libro de Rut comienza durante esos tiempos, y vemos en el primer capítulo el espíritu de aquel entonces. Elimelec y Noemí, como muchos, hicieron lo que les pareció, y en su caso eso era abandonar a Belén e irse a Moab. Vemos en ellos malas prioridades y decisiones, alejamiento de Dios y del pueblo de Dios, malas amistades y alianzas con los incrédulos, yugos desiguales, esterilidad, muerte y amargura. Pero, aunque comience así, el libro de Rut nos enseña algo sobremanera bueno que sucedió en ese tiempo. El libro enseña también la providencia divina, misericordia, bondad y bendición. Aquí hallamos el enlace entre los tiempos sin rey y la venida del reino de David. El linaje del rey David resulta ser el linaje también de Cristo, como Mateo 1.1-6 enseña. Así que, Rut presenta la providencia de Dios, que obra a veces silenciosa pero siempre poderosamente en las “circunstancias” de la historia, para el bien de Su pueblo.

 La Ida (vv. 1-5)

 v. 1 “Aconteció en los días que gobernaban los jueces, que hubo hambre en la tierra. Y un varón de Belén de Judá fue a morar en los campos de Moab, él y su mujer, y dos hijos suyos”.

            La historia comienza en Belén de Judá, pero en el primer verso se traslada a los campos de Moab. La primera parte tiene que ver con una familia pródiga: Elimelec, Noemí e hijos. En los días de los jueces cada uno hacía lo que bien le parecía (Jue. 17.6; 21.25). Todos los males manifestados en Jueces radican en que olvidaron a Dios, no tuvieron fe, y vivieron de manera egoísta. Los jueces produjeron solo cambios temporales, y parece que con el paso del tiempo tuvieron cada vez menos impacto. Uno de los últimos de ellos fue Sansón, un hombre de pasiones descontroladas, murió ciego y cautivo. Sabemos que Dios castigaba a Israel de varias maneras, incluso con hambre. En una época eso fue por invasión de los madianitas y amalecitas que destruyeron los frutos de la tierra (Jue. 6.3-6). Deuteronomio 28 y 32 contienen advertencias de juicios divinos de sequías y hambre por la desobediencia de la nación. El libro de Rut comienza en uno de esos tiempos.

            Así que, las circunstancias eran malas y difíciles de soportar. “Hubo hambre en la tierra”. No controlamos las circunstancias, sino nuestra respuesta a ellas. ¿Qué hacemos en tiempos difíciles? Elimelec respondió abandonando lo que Dios le había dado, y llevó a su familia lejos del Señor, a una tierra que no les pertenecía. El texto no menciona nada de oración, ni de buscar consejo o ayuda, ni de familia, ni de los ancianos de su pueblo, ni de los sacerdotes. La tentación era ir a otro lugar donde había pan – fuera donde fuera. Abraham se equivocó en tiempos de hambre y descendió a Egipto (Gn. 12.10). Dios no le dirigió a Egipto – solo fue por la lógica, y de ahí tuvo que volver al lugar donde había hecho altar a Dios. Más tarde su hijo Isaac pensaba hacer lo mismo, pero Dios le paró (Gn. 26.2). Debemos siempre buscar y seguir la voluntad de Dios, como Santiago 4.15 aconseja: “Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello”. ¿Cómo sabemos hoy lo que el Señor quiere? No por sentimientos ni visiones ni voces, sino mediante Su infalible Palabra (Sal. 119.105), y el consejo bíblico de los que Él ha puesto para velar por nuestras almas (He. 13.17).

            Elimelec y su casa ilustran lo que sucede cuando no somos guiados por el Señor. Ilustran las personas que no viven por fe sino por circunstancias. Su vida es una serie de reacciones lógicas o impulsivas a sus circunstancias. Estaban en un buen lugar. “Belén” significa “casa de pan”, y era el pueblo natal de Aquel que es el Pan de vida (Jn. 6.35, 48). “Judá” significa “alabanza”, y es la tribu del Mesías, alabado sea Dios. En Josué 15 Dios había asignado a la tribu de Judá su territorio. Así que, vivían en un lugar donde Dios prometió bendición. Nos recuerda la promesa posterior de Jehová a David – pan y alabanza. Bendeciré abundantemente su provisión; a sus pobres saciaré de pan. Asimismo vestiré de salvación a sus sacerdotes, y sus santos darán voces de júbilo” (Sal. 132.15-16). Pero esta familia, en la prueba de hambre y escasez, cometió el error de marcharse sin la guía de Dios, a otro lugar para buscar una vida mejor. Fallaron por su poca fe y su decisión independiente. No dijeron como Habacuc: “Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales; con todo, yo me alegraré en Jehová, y me gozaré en el Dios de mi salvación” (Hab. 3.17-18). ¡Qué noble y admirable hubiera sido comportarse así, pero si no hay fe, no es posible! En lugar de eso, desearon ir a Moab para aliviar sus dificultades.

            Samuel Ridout comenta que en la Biblia el hambre era el llamado divino al arrepentimiento (Dt. 28.15-17, 23, 38). [1] Todavía es así, y a veces incluso una asamblea tiene de qué arrepentirse (Ap. 2.5). Dios nos castiga y nos prueba para humillarnos y enseñarnos, para que nos volvamos a Él, no para que nos alejemos. Pero tristemente, muchas veces no somos sensibles sino resentidos y obstinados. Por el profeta Amós Dios dijo: Os hice estar a diente limpio en todas vuestras ciudades, y hubo falta de pan en todos vuestros pueblos; mas no os volvisteis a mí, dice Jehová” (Am. 4.6). Así fue el caso de Elimelec y familia. Su motivación fue el pan, no el plan de Dios. Podríamos pensar que solo Elimelec era culpable, pero si seguimos el texto veremos que Noemí tuvo su parte y también fue castigada. Algunas veces eso pasa eso en un matrimonio, que la esposa se hace la víctima ante los demás, pero en casa ella se queja y presiona al marido a salir y buscar una vida mejor para ella y los hijos. Fuese cual fuese el caso, a Noemí esa decisión le costó su familia, pero a Elimelec le costó la vida. Debemos recordar que las decisiones tienen consecuencias. Ante las pruebas, debemos humillarnos, examinarnos, y orar, no solo pidiendo ayuda, sino en palabras del Salmo 26.2, “Escudríñame, oh Jehová, y pruébame; examina mis íntimos pensamientos y mi corazón”. Y como dice el Salmo 139.23-24, “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno”. De haber procedido así, Elimelec nunca habría ido a Moab. Y si nosotros aprendemos a proceder así, tampoco iremos a lugares donde Dios no quiere que estemos.

            En nuestros tiempos hay quienes abandonan su país, familia y asamblea para ir, incluso ilegalmente, a un lugar donde pretenden ganar dinero. Su proceder no es “si el Señor quiere” (Stg. 4.15), sino lo que ellos quieren: dinero y comodidad. Deciden por su cuenta ir a lugares donde no hay asamblea, o sin saber siquiera si hay una. Se atreven a entrar de manera ilegal en otros países. Esto incluye el entrar fingiéndose turistas, cuando su plan es quedarse y trabajar, lo cual es ilegal. La Palabra de Dios habla claramente: Por causa del Señor someteos a toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores” (1 P. 2.13-14). Pero para tales personas, lo principal es el trabajo y el dinero, no la Palabra de Dios ni Su voluntad. Todo lo manipulan a gusto y capricho suyo. Una persona llamó a un misionero preguntando dónde se podía congregar en cierta ciudad. En la conversación se descubrió que hacía dos años que vivía en ese lugar, y solo entonces buscaba donde congregarse. ¿Por qué? Porque francamente, no viajó pensando en su vida espiritual – porque no fue su prioridad. Poderoso caballero es don dinero, y muchos lo permiten dirigir sus vidas. Primero deciden dónde van a ir, vivir y trabajar, y luego, como algo extra, no esencial, tal vez preguntan dónde congregarse. La manera de hacer las cosas indica cuáles son sus valores y su condición espiritual. Todo tiene su explicación, pero no todo tiene bendición.

extracto del capítulo 1 del Comentario sobre Rut por Carlos Tomás Knott, Libros Berea


[1] Samuel Ridout, Judges and Ruth (“Jueces y Rut”), Loizeaux, Neptune, New Jersey, 1980.

martes, 10 de mayo de 2022

¿Cuándo Es Mejor La Muerte?

“Mejor el día de la muerte que el día del nacimiento” (Eclesiastés 7.1).

Entre los que no son creyentes cada vez más personas creen que sería mejor morir que sufrir y ser una carga para los demás, y piensan en suicidarse para salir de todos sus problemas. Pero en realidad, cuando muera alguien que no cree en el Señor Jesucristo, va de mal en peor. Por mucho que sufriera en esta vida, físicamente o de otros problemas, no halla alivio en el más allá. En la ultratumba ya no padece de enfermedades ni de problemas económicos ni emocionales, pero parece que ignoran que en lugar de todo eso hay algo muchísimo peor. Dios declara que “está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9.27). No hay aniquilación, ni reencarnación, sino juicio.

      Para los que no son creyentes en Jesucristo, después de morir no hay reposo. El cuerpo reposa, y se descompone, pero no la persona que moraba en él. Va al lugar que Cristo llamó “el Hades”, que es un lugar de detención y sufrimiento mientras espera el día del juicio. “Murió también el rico, y fue sepultado; y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos” (Lucas 16.22-23). El gemido de ese hombre fue “estoy atormentado en esta llama” (Lucas 16.24). Y ahí está todavía, con todos los demás muertos inconversos, esperando el día del juicio del Gran Trono Blanco de Dios (Apocalipsis 20.11-15). No les va mejor que en la vida, sino peor. Es cierto lo que dijo el profeta Isaías: ¡Ay del impío! Mal le irá, porque según las obras de sus manos le será pagado” (Isaías 3.11). El sistema judicial de los hombres no siempre alcanza a los que hacen mal, porque tiene sus limitaciones, debido a las debilidades y los fallos humanos – la ignorancia, el soborno, la acepción de personas, el trastorno de las leyes, y la corrupción de algunos abogados y jueces. Pero el juicio de Dios es perfecto, y es “según verdad” (Romanos 2.2), y ningún incrédulo escapará.

            Así que, si uno no es creyente en el Señor Jesucristo, si no ha recibido por la gracia de Dios el perdón y la vida eterna en Cristo, sea religioso o ateo, ciertamente no le es mejor morir. Cualquier día en esta vida, aunque sea con dolores, es mejor que los tormentos eternos del juicio de Dios. Según Jesucristo, no hay aniquilación, sino “castigo eterno” (Mateo 25.46). Así que, lo que la gente llama “eutanasia”[1] no le ayuda. Después de todos los razonamientos, justificaciones y filosofías, es simplemente un eufemismos para el suicidio asistido – una clase de homicidio – porque es matarle o ayudarle a matarse. Aunque no sufra más dolor de cáncer u otras enfermedades debilitadoras, ni es carga para los demás, ha entrado en gran dolor y tormento eterno. Eso no es un alivio, no es una condición mejor, y los que le ayudan son culpables de mandarle al lugar de tormento.

            A veces en medio de gran sufrimiento y desánimo una persona puede desear la muerte, creyendo que le sería mejor, como un alivio. El piadoso Job, cuando padecía, dijo: mi alma tuvo por mejor la estrangulación, y quiso la muerte más que mis huesos. Abomino de mi vida; no he de vivir para siempre; Déjame, pues, porque mis días son vanidad” (Job 7.15-16). Pero no se suicidó, porque dar y quitar vida es la prerrogativa de Dios, y menos mal que no lo hiciera, porque el final de su vida fue más bendecido que el principio. Seamos pacientes y esperemos en Dios. Rebeca, la esposa de Isaac, tuvo dificultades en su embarazo. Y los hijos luchaban dentro de ella; y dijo: Si es así, ¿para qué vivo yo?” (Génesis 25.22). El profeta Elías también se desalentó y quiso morir. “Se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres (1 Reyes 19.4). El profeta Jonás se desanimó cuando Nínive no fue destruida, y deseó la muerte. Dijo en oración: “Te ruego que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida” (Jonás 4.3). Desearon la muerte porque no querían sufrir más, pero Dios no se lo concedió. No les hubiera sido mejor la muerte, porque Dios tenía otro plan para ellos. No sabemos cuándo es mejor morir que vivir, pues esa decisión está en manos de Dios.

Entonces, ya que Eclesiastés 7.1 dice “mejor el día de la muerte” ¿en qué sentido es mejor la muerte? Veamos.

Es Mejor Para El Creyente Fallecido

            Cuando muera un cristiano, en ese momento pasa directamente a la presencia del Señor. El apóstol Pablo lo expresó así: “teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1.23). No solo para el apóstol, sino es la esperanza de todo creyente: “…más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Corintios 5.8). Así que, el creyente no busca la muerte como escapatoria, pero tampoco rehúye de ella con temor. Reconoce como dijo el salmista: “En tu mano están mis tiempos”, y procura vivir de manera agradable al Señor.Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos” (Romanos 14.8). Pero cuando fallezca un creyente, al instante está con el Señor, en Su presencia. Habrá dejado atrás todos los problemas, dolores, debilidades, conflictos y preocupaciones de la vida. En ese momento verá que el Señor es fiel a Su promesa: “Yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás” (Juan 10.28). No por mérito propio, sino por la gracia de Dios estará siempre con Él en la gloria. Entonces dirá como el rey David: “Has cambiado mi lamento en baile; desataste mi cilicio, y me ceñiste de alegría. Por tanto, a ti cantaré, gloria mía, y no estaré callado. Jehová Dios mío, te alabaré para siempre” (Salmo 30.11-12).

            Por eso, cuando muera uno de nuestros amigos o seres queridos que era creyente, la tristeza que sentimos es real, pero no es como la tristeza de los demás. Pablo dijo a los creyentes en Tesalónica: para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza” (1 Tesalonicenses 4.13). En los versos 14-18 él explica la esperanza que tenemos. Los creyentes que murieron están con el Señor Jesús, y Él los traerá consigo cuando venga a buscarnos (v. 14). Estaremos reunidos con ellos eternamente, porque todos los creyentes estarán siempre con el Señor (v. 17). Los del mundo no tienen esta esperanza, pero nosotros sí, y eso debe alentarnos.

Es Mejor Para Dios

            La muerte del creyente es mejor para Dios, porque Él quiere que todos los Suyos estén en Su morada eterna con Él. “Juntadme mis santos” (Salmo 50.5), dijo en otro contexto en el Antiguo Testamento, pero es aplicable a nosotros, como expresión del deseo de Dios. El amor del pastor a su novia sulamita, expresado en Cantares 2.14, ilustra bien lo que el Señor siente acerca de nosotros: “Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz; porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto”. ¿No es asombrosamente maravilloso, que nuestro Creador, el Dios altísimo, santo y perfecto quisiera tener comunión con nosotros? No tiene explicación, pero es así. El Señor dijo a Sus discípulos: “El Padre mismo os ama” (Juan 16.27). El Señor Jesús prometió: “voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14.2-3). Quiere que estemos a Su lado, y así será.

            Por eso dijo el salmista: “Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos” (Salmo 116.15). O por muerte o por arrebatamiento Él nos tomará a Su lado. Entonces Cristo “verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53.11). Él dio Su vida por nosotros, no solo para darnos perdón, sino para que estemos siempre con Él. No quiere que suframos más, ni que seamos debilitados por el cuerpo físico, ni que seamos ignorantes de Su gloria. Tendrá contentamiento, gozo, satisfacción y gran gloria cuando todos los redimidos estén en el cielo, Su morada eterna. Entonces se cumplirá el deseo que Cristo expresó en Su oración antes de sufrir: Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17.24).

Es Mejor Para Todos Los Que Queden Vivos

A todos los vivos hay beneficio, si quieren recibirlo, en la muerte de otro. Eclesiastés 7.2 declara que Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete”. Es mejor la muerte porque nos enseña una lección de gran valor. Nos recuerda que somos mortales, que nuestra vida tiene límite, fin, y nos invita a reflexionar y enmendar nuestros caminos para sacar provecho del tiempo que nos queda. “…porque aquello es el fin de todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón. Mejor es el pesar que la risa; porque con la tristeza del rostro se enmendará el corazón” (Eclesiastés 7.2-3). A todo ser humano le conviene recordar que no vivirá para siempre. No se suele pensar mucho en esto, pero las casas funerarias y los cementerios dan testimonio silencioso de la realidad y certeza de la muerte. Para los que no son creyentes, es una oportunidad para arrepentirse y convertirse antes de que llegue su cita con la muerte. “Pues verá que aun los sabios mueren; Que perecen del mismo modo que el insensato y el necio, y dejan a otros sus riquezas.  Su íntimo pensamiento es que sus casas serán eternas, y sus habitaciones para generación y generación; dan sus nombres a sus tierras. Mas el hombre no permanecerá en honra; es semejante a las bestias que perecen. Este su camino es locura…” (Salmo 49.10-13).

Y a los creyentes les recuerda que la vida no es un derecho, sino un regalo del Señor, Deben aprovechar cada día de la vida para agradar al Señor. Cuando en la casa de luto miramos al difunto, debemos pensar que un día estaremos en su lugar. No es complaciente, pero es saludable pensar en nuestra fragilidad y mortalidad.

En el desfile de triunfo de un general romano, pusieron un auriga (esclavo) con él, que continuamente susurraba a su oído en latín: Respice post te. Hominem te esse memento. Memento mori! – que significa: “Mira detrás de ti, recuerda que solo eres un hombre, recuerda que morirás”. Es bueno recordarlo, andar humilde y obedientemente, y de este modo prepararnos para morir bien.

Todos debemos recordar lo que Dios mandó decir al rey Ezequías: “Ordena tu casa, porque morirás, y no vivirás” (2 Reyes 20.1). El rey lloró y oró, y Dios le concedió quince años más, pero las Escrituras testifican de que Ezequías no utilizó bien esos años, sino desagradó a Dios. Es fácil criticar a ese rey, pero antes debemos preguntarnos qué hacemos con el tiempo que Dios nos da. Alguien preguntó que si supieras que morirías el año que viene, o la semana que viene, ¿qué harías con los últimos días de tu vida? La idea es ocuparnos ahora de esas cosas. Como dijo el misionero inglés, C. T. Studd: “Solo una vida, pronto pasará; solo lo hecho para Cristo durará”.

Carlos Tomás Knott

[1] Eutanasia viene del griego y significa “buena muerte”. Es intervenir deliberadamente para terminar una vida para aliviar el dolor y el sufrimiento. Es ilegal en todo el mundo excepto siete países: Bélgica, Luxemburgo, Canadá, Nueva Zelanda, España, Países Bajos y Colombia. Pero aun en estos países el problema, que no quieren reconocer, es que Dios no la aprueba.

Conviene recordar que no intervenir para prolongar la vida no es lo mismo que eutanasia.