Romanos 12.1 “Así que, hermanos, os ruego por las
misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo,
santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional”
La expresión “así qué, hermanos”,
indica una continuación y aplicación. No habla a los inconversos, sino a los
hermanos. Son aplicaciones para los que han sido justificados. Pablo podía
haber mandado, con autoridad apostólica, pero escoge otra expresión: “os
ruego”. Nos recuerda lo que escribió a Filemón: “Por lo cual, aunque
tengo mucha libertad en Cristo para mandarte lo que conviene, más bien te ruego
por amor” (vv. 8-9).
“por las misericordias de Dios”.
Su misericordia es el gran tema de los Salmos 107 y 136. “Alabad a Jehová,
porque él es bueno; porque para siempre es su misericordia” (Sal. 107.1).
En su carta a Filemón, Pablo apeló al amor. Cuando escribió a los romanos,
apeló a la misericordia de Dios. Si repasamos los primeros once capítulos, la
veremos muchas veces. Ella debe motivarnos, como dijo Isaac Watts:
“¿Y qué podré yo darte a Ti, a
cambio de tan grande don?
Todo es pobre, todo ruin. Toma, ¡oh
Dios!, mi corazón”.
El
capítulo 1 describe la condición necia y rebelde de la raza humana, que rechazó
la luz de la revelación se hundió en el pecado. No solo eso, sino que también
despreció y rechazó la misericordia divina, descrita así: “su
benignidad, paciencia y longanimidad” (Ro. 2.4). Dios tuvo
misericordia de la raza humana, desviada e inútil (3.12), y para manifestar Su
justicia, sacrificó a Su Hijo “como propiciación”, para que “por
medio de la fe en su sangre” podamos ser salvos (3.25). En Su misericordia
nos salva por gracia (c. 4), nos da paz, y nos libra de la asociación con Adán
(c. 5), nos libra del domino del pecado (c. 6), nos libra de las demandas de la
ley (c. 7), provee el Espíritu Santo para guiarnos, y garantiza que nada puede
separarnos de Su amor (c. 8). Con Israel también tiene gran misericordia, y
pese a su dureza e incredulidad, cumplirá todas Sus promesas a ella (cc. 9-11).
Judíos y gentiles han alcanzado la misericordia de Dios (11.30-31). El verso 32
declara: “Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia
de todos”. Los que conocemos esta gran misericordia debemos vivir para
Dios.
“que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo,
agradable a Dios”
Respondemos a la misericordia de
Dios con gratitud y alabanza, pero también con el sacrificio de nuestros
cuerpos. Ningún animal sacrificado bajo la ley se presentaba a sí mismo, sino
otro lo sacrificó. Nuestro privilegio y deber es presentar a Dios, no un animal
para morir, sino nuestro propio cuerpo para vivir para Él. Es una entrega
voluntaria y completa. Números 6 habla del voto de los nazareos (vv. 1-21), que
era voluntario y por un tiempo. El sacrificio vivo del creyente es para siempre,
en respuesta a las misericordias de Dios. En este verso y el siguiente debemos
tomar nota de cinco verbos: “presentar”, “no conformar”, “transformaros”,
“renovar” y “comprobar”.
El primero de los cinco es: “que presentéis
vuestros cuerpos”. Eso ya fue enseñado en Romanos 6.13, “presentaos
vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a
Dios como instrumentos de justicia”. “Presentar” (gr. paristemi)
significa
ponerse al lado, o delante; a la disposición de otro, ofrecerse. Se
trata de nuestro cuerpo físico (gr. soma), “nuestra carne”
(2 Co. 4.11). “Cuerpo” puede ser una sinécdoque, una figura de hablar por el
que una parte representa toda la entidad, es decir, todo nuestro ser, cuerpo,
mente, corazón, espíritu, fuerzas, en fin, todo. Pero el significado literal
también es válido: nuestro cuerpo físico debe ser un instrumento para servir a
Dios. Lo presentamos no para salvación, sino para servicio. Algunos piensan que
a Dios no le importan las cosas externas como el cuerpo, sino solo lo interno,
el corazón, pero se equivocan. ¡Dios quiere todo nuestro ser, y todo le es
importante! El corazón y el cuerpo están conectados.
Cristo presentó Su cuerpo y
reconoció que preparado para hacer la voluntad del Padre (He. 10.5). Llevó
nuestros pecados “en su cuerpo sobre el madero” (1 P. 2.24). Nos ha
reconciliado “en su cuerpo de carne” (Col. 1.21-22). Somos santificados “mediante
la ofrenda de su cuerpo” (He. 10.10). Pero Dios también tiene interés en
nuestro cuerpo físico, pues está incluido en la redención. 1 Corintios 6.15-20
enseña la importancia del cuerpo físico del creyente, y pregunta: “¿O
ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en
vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido
comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro
espíritu, los cuales son de Dios” (vv. 19-20). Muchos hoy ignoran esta gran
verdad, y hacen con su cuerpo lo que les parece, según las modas corrientes, y
dicen que Dios mira al corazón.
Es cierto que lo mira, y ve que en su corazón falta santidad y devoción, y
abunda el egoísmo. Pablo conocía bien la importancia del cuerpo, y debemos
seguir su ejemplo.
· “… golpeo mi cuerpo, y
lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo
venga a ser eliminado” (1 Co. 9.27).
· “antes bien con toda confianza,
como siempre, ahora también será magnificado Cristo en mi cuerpo, o por
vida o por muerte” (Fil. 1.20).
· “Porque es necesario que todos
nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba
según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea
malo” (2 Co. 5.10).
Los creyentes macedonios, aunque pobres y afligidos,
respondieron así cuando presentaron su ofrenda para los pobres en Jerusalén.
Pablo comenta: “Y no como lo esperábamos, sino que a sí mismos se dieron
primeramente al Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios” (2 Co. 8.5).
No ofrendaron solo dinero, sino en primer lugar se presentaron, se dieron, al
Señor, es decir: su cuerpo, su persona, todo su ser. Ellos ilustran la enseñanza
de Romanos 12.1.