por Lucas Batalla Maraver y Carlos Tomás Knott
Texto: 1 Samuel 15
Muchos piensan que si alguien ocupa un puesto de autoridad, no puede ser amonestado o reprendido, pero eso es un error. El respeto debido a los que están en autoridad no les exime de la reprensión por sus errores, ni de la culpa y el castigo por sus pecados, pues a fin de cuentas solo son seres humanos como los demás. Gracias a Dios, Samuel, siervo de Dios, fue fiel a Dios también en esto. En su juventud tuvo que decir al sumo sacerdote Elí que había ofendido a Dios y sería castigado. En su vejez tuvo que reprender al rey Saúl y decirle que Jehová lo había desechado. Veamos cómo sucedió ese último encuentro.
En el verso 1, Samuel habló con Saúl para recordarle la unción ordenada por Dios, y advertirle así: “Está atento a las palabras de Jehová”. Parece que habló así porque:
(1) Saúl no había seguido las instrucciones de Dios en el capítulo 13, cuando se adelantó y presumió de ofrecer el sacrificio antes de que llegara Samuel.
(2) Era de gran importancia ese mensaje que iba a dar al rey, porque era su última oportunidad de obedecer a Dios. Se había acercado al punto de no retorno. Cuán importante es nuestra atención completa y obediencia implícita a la Palabra de Dios.
En los versos 2-3 leemos la instrucción divina. Recordemos que Samuel hablaba pero era Palabra de Dios. El verso 2 anuncia el castigo divinamente decretado sobre el pueblo de Amalec. Desde tiempos antiguos Amalec había sido antisemita, y por boca de Moisés Dios decretó: “Por cuanto la mano de Amalec se levantó contra el trono de Jehová, Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación” (Éx. 17.16). Debemos entender esto como una aplicación de la promesa hecha a Abraham (Gn. 12.3). En el verso 3 Samuel dio a Saúl las instrucciones – el modo preciso para ejecutar la sentencia divina:
1. “Ve, pues, y hiere a Amalec, y destruye todo lo que tiene”
2. “y no te apiades de él”
3. “mata a hombres, mujeres, niños y aun los de pecho, vacas, ovejas, camellos y asnos”
Estas palabras parecerán severas a muchas personas, pero son buenas y justas palabras de Dios. Hoy hay demasiado consentimiento y tolerancia del pecado, bajo la excusa de ser misericordiosos. Por ejemplo, cuando Dios manda cómo tratar al pecado, no debemos desviarnos ni modificar Sus órdenes. Esto tiene aplicaciones en la educación de los niños, y en la disciplina en la iglesia de los que cometen ciertos pecados (1 Co. 5.11). Pero hoy, los hijos o hijas cometen fornicación o los otros pecados en la lista, y los padres piensan que por misericordia deben seguir recibiéndoles y comiendo con ellos. Como Elí, honran a sus hijos antes que a Dios. Las iglesias no ejecutan la disciplina debidamente, ni sacan a los perversos de entre ellos. No se fijan en los que enseñan falsa doctrina, para separarlos de la comunión, sino permiten que sigan enseñando. Todos esos comportamientos deshonran a Dios y debilitan a los creyentes. Debemos prestar atención a la Palabra de Dios y hacer exactamente como Él manda.
El mundo hoy va rumbo a un juicio terrible – 7 años de tribulación y gran destrucción y mortandad – porque Dios no aprueba lo que hacen los hombres, ni se compadecerá de ellos. Romanos 1.18 advierte que la ira de Dios se manifiesta desde el cielo. Su reacción es santa, justa y buena, aunque a muchos no les gusta. Dios no quiere ser popular.
En los versos 4-7, Saúl salió y convocó al pueblo para ir a la guerra contra Amalec. Llevó consigo a trescientos mil soldados, un ejército impresionante. No sabemos si Saúl comunicó debidamente a los oficiales del ejército las instrucciones de Dios. Por lo que sucedió después, eso queda en duda.
Los versos 8-9 relatan la desobediencia. No fue por falta de información, pues Dios había mandado claramente lo que debían hacer. Pero Saúl no obedeció, sino improvisó e hizo algo malo. El verso 8 dice que mató al resto del pueblo pero tomó vivo al rey Agag. El verso 9 informa: “Saúl y el pueblo perdonaron a Agag y a lo mejor de las ovejas y del ganado mayor... y no lo quisieron destruir”.
Por eso, en los versos siguientes, veremos el juicio severo de Dios, principalmente contra Saúl porque él tomó las decisiones. Dirían algunos que fue un castigo excesivamente severo, porque Saúl obedeció en casi 99% de lo que Dios había mandado. Solo perdonó al rey Agag y algunos animales para sacrificar a Dios. Pero aquí debemos aprender una lección muy importante. La obediencia es hacer todo lo que Dios manda, y no cambiar nada. Cualquier otra cosa, según Dios, es desobediencia. Este principio debe aplicarse también hoy en las iglesias. En la iglesia hay que obedecer en todo, no solo en unas partes. Como hemos de ver, Saúl, el líder, era culpable de lo que el pueblo hacía. Y en las iglesias, los ancianos son culpables de los cambios que el pueblo quiere efectuar: quitando el velo y silencio de la mujer, admitiendo prácticas contemporáneas del mundo, cambiando las doctrinas de la Palabra. Consentir esas cosas es hacerse cómplice. Dice el verso 9 que “no lo quisieron destruir”, y habla de la voluntad de ese ejército de trescientos mil. Pero hermanos, no importa lo que opinemos o queramos, sino lo que quiere Dios. ¿No oramos así? “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mt. 6.10).
En los versos del 10 al 12, vino nuevamente la Palabra de Dios a Samuel. “Me pesa” (v. 11), dice Dios, y esas son las palabras que usó en Génesis 6.5-7 cuando anunció la destrucción del mundo antiguo. A Dios no le sorprendió lo que Saúl hizo, pues cuando el pueblo pidió rey, ya sabía qué pasaría. Saúl tuvo su oportunidad, pero fracasó, no por predestinación, sino por su propia culpa. De dos cosas le acusó:
(1) “se ha vuelto de en pos de mí” – ya tenía una opinión alta de sí mismo y no buscaba la comunión y aprobación de Dios.
(2) “y no ha cumplido mis palabras”, no por ignorancia sino por altivez y obstinación.
Es el peligro del poder y las riquezas que vemos tantas veces en la Biblia – el pensar uno que puede formular sus propios planes y actuar como le parece. Pierden la humildad, el temor y la sensibilidad a la voluntad de Dios, hacen mal, y luego no quieren reconocerlo ni arrepentirse. Notamos en el verso 11 la reacción de Samuel: “se apesadumbró... y clamó a Jehová toda aquella noche”. Pasó la noche en oración antes de ir a su encuentro con el rey en la mañana siguiente. Pero madrugó y fue en busca de Saúl. No postergó el encuentro aunque iba a ser desagradable, porque había aprendido que la obediencia debe ser inmediata. Muchos todavía no han aprendido esa lección. Le informaron donde estaba Saúl, y que “se levantó un monumento” (v. 12). Los patriarcas edificaron altares a Dios, pero el egoísta Saúl levantó un monumento para sí mismo.
Los versos 13 -15 relatan el comienzo del encuentro entre el profeta y el rey. Saúl, cuando vio a Samuel, habló primero e intentó tomar el terreno alto. Enfatizó lo positivo, para encubrir su error. Bendijo a Samuel y declaró: “yo he cumplido la palabra de Jehová” (v. 13). Pero decirlo no lo hace verdad. Hoy hay personas e iglesias que profesan seguir al Señor, pero no es así solo porque lo dicen. Samuel respondió a Saúl: “¿Qué balido de ovejas y bramido de vacas es éste...?” (v. 14). Las voces del ganado contradijeron la profesión de Saúl. Pero Saúl, para salvaguardar su reputación y justificarse, echó la culpa al pueblo. Ni siquiera mencionó a Agag, pero acusó al pueblo de perdonar al ganado, “para sacrificarlas a Jehová tu Dios”, no “...mi Dios”.
Samuel respondió (vv. 16-19), “déjame declararte lo que Jehová me ha dicho esta noche”, pues no iba a decir su opinión sino la Palabra de Dios. Le recordó sus humildes comienzos: “Aunque eras pequeño en tus propios ojos” (v. 17). Pero ese tiempo pasó, y Saúl se había hecho grande e importante. Había perdido la humildad, el temor de Dios y la obediencia. Eso pasa también hoy con algunos en las iglesias, que con riquezas y poder y autoridad, no son ni humildes ni obedientes a Dios. Samuel le recordó las instrucciones (v. 18) y preguntó: “¿Por qué, pues, no has oído la voz de Jehová, sino que... has hecho lo malo ante los ojos de Jehová?” (v. 19). Será triste el día cuando esa pregunta se haga a los que han cambiado la doctrina y práctica en las iglesias, porque modificar cualquier instrucción divina es hacer lo malo. No hay que ponerse al día. No importa qué opina la multitud. Nuestra responsabilidad es oír y obedecer la voz de Jehová, y la tenemos delante nuestro en Su Palabra.
En los versos 20-21 Saúl intentó justificarse nuevamente. Declaró: “Antes bien he obedecido la voz de Jehová...” (v. 20) pero era mentira. Obedecer es hacer todo – no la mayor parte. En lenguaje de hoy, los que dividen las doctrinas en “principales” o “fundamentales”, y “secundarias” o “no esenciales”, son culpables de fomentar el desprecio y la desobediencia. Saúl nuevamente intentó escabullirse, echando la culpa al pueblo, y no tomando responsabilidad (v. 21) como rey.
Entonces Samuel le interrumpió y declaró el gran precepto de la obediencia a Dios (vv. 22-23). Saúl había desobedecido pero no quiso reconocerlo. Escuchemos y tomemos al corazón las palabras del profeta.
(1) Samuel pregunta: “¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová?” El propósito de su pregunta es causar reflexión e identificar una verdad. ¿Está bien adorar a Dios de cualquier manera? ¿Tiene Dios que aceptar cualquier cosa? Lee detenidamente el libro de Malaquías para ver la respuesta. Los sacrificios y la alabanza sin la obediencia son completamente inútiles, y además, desagradan a Dios. Alguien dijo:
“En los sacrificios el hombre ofrece solo la carne de animales irracionales, mientras que en la obediencia ofrece su propia voluntad, que es nuestro culto racional (Ro. 12.1)”.
Samuel contesta su propia pregunta y declara un gran precepto bíblico, válido en todo tiempo: “Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (v. 22). “Ciertamente” indica que no cabe duda. Aquellos animales debieron ser matados en juicio, no ofrecidos en sacrificio. No es posible glorificar a Dios sin hacer lo que Él manda. El sincero deseo de la mayoría no triunfó entonces, ni hoy toma precedencia sobre la obediencia a las palabras de Dios. Todavía “es mejor” prestar atención a la Palabra de Dios y obedecerla. No importa que otros nos llamen creyentes anticuados, legalistas o intransigentes. No hay que transigir la Palabra de Dios. “Compra la verdad y no la vendas” (Pr. 23.23). El mandato a Israel fue: “Mirad, pues, que hagáis como Jehová vuestro Dios os ha mandado; no os apartéis a diestra ni a siniestra” (Dt. 5.32; véase también 17.11, 20; 28.14; Jos. 1.7; 23.6; ). Y el Nuevo Testamento nos enseña a obedecer a Dios, no a modificar Sus palabras. Nuestro Señor protestó: “¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” (Lc. 6.46). Es Su pregunta más embarazosa. ¿Cómo responderían los que cambian las cosas en las iglesias para no seguir la doctrina y práctica de los apóstoles? (Hch. 2.42). Santiago 1.22 demanda: “Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos”. Hoy muchos autoengañados hay en las iglesias. Piensan que son cristianos, que conocen a Dios, pero son impuros, corrompidos, incrédulos, abominables, rebeldes y reprobados (Tit. 1.15-16). Si en verdad conociesen a Dios, sabrían cuánto Él valora la obediencia. Son como los de Laodicea, y piensan que todo va bien, cuando realmente desagradan a Dios (Ap. 3.17).
En cambio, Cristo enseñó a Sus discípulos que la obediencia es cómo manifestar amor. “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Jn. 14.15). “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama” (Jn. 14.21). “El que me ama, mi palabra guardará” (Jn. 14.23). “El que no me ama, no guarda mis palabras” (Jn. 14.24). No se trata de cantar que le amamos, sino demostrarlo obedeciendo a Su Palabra. Es así que mostramos fe y amor. Saúl fracasó en esto, porque no amó a Dios, sino a sí mismo y su posición como rey. Pero apliquémoslo a nosotros. Siendo ésa la medida que Cristo da del amor, ¿dónde está el amor a Él en nuestras vidas personales, y en las iglesias? Por ejemplo, muchas iglesias desechan las instrucciones acerca del carácter y la conducta de las mujeres, y las distinciones como el velo, el silencio y la sumisión. Desprecian esos textos y los tildan de cosas culturales. Pero en su primera epístola a los corintios, Pablo insistió que las cosas que escribió “son mandamientos del Señor” (1 Co. 14.37), no cuestiones culturales ni opiniones suyas. De modo que, los que no obedecen a la Palabra de Dios, no lo aman realmente, por mucho que afirmen que sí. Expresó Su aprobación y placer a la iglesia en Filadelfia con estas palabras: “... aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre” (Ap. 3.8). No habló así a ninguna otra iglesia. ¿Qué diría a nosotros?
(2) Samuel explica cómo Dios ve la desobediencia. “Porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación”. Las palabras divinas son: pecado, adivinación, rebelión, ídolos e idolatría, y obstinación. Recuerda que “desobediencia” es como Dios evalúa el comportamiento de Saúl, aunque mató a todos menos Agag, y mató también todo el ganado excepto los mejores que pretendió ofrecer a Jehová. Humanamente alguno diría que obedeció en casi todo, pero Dios no lo felicitó. No dijo: “Hasta ahí hiciste bien en gran parte, solo que fallaste en dos puntos”. Dios no lo vio así. Había una orden: matar y destruir todo (v. 3), y no lo hizo. No es parte obediente y parte desobediente. Conocer a Dios es entender que Sus caminos y pensamientos no son como los nuestros, sino más altos (Is. 55.9). La desobediencia nunca es cosa leve, sino muy grave. Desobedecer es rebelarse contra Dios, queriendo hacer nuestra voluntad en lugar de la Suya. Dios la considera como adivinación – el ocultismo, el consultar a espíritus, a demonios. Desobedecer Su Palabra es la obstinación. En lugar de humillarse, confiar en Dios, ceder y decir: “hágase tu voluntad”, nos empeñamos en hacer otra cosa. Es resistirse y oponerse a Dios, y es una carrera perdida de entrada. Saúl, a perdonar la vida a un solo hombre, y unos animales para sacrificar a Dios, desobedeció, se rebeló, y fue obstinado. Ofendió a Dios como si hubiese practicado adivinación – cosa que luego hizo (1 S. 28). Insultó a Dios y le deshonró como si hubiese sido idólatra. En efecto, Saúl desechó la Palabra de Jehová, pues no la cumplió enteramente sino se permitió el lujo de dos pequeñas modificaciones: el rey Agag y lo mejor del ganado.
(3) Samuel anunció el veredicto divino: “Por cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para que no seas rey”. Cuando Samuel servía como niño al lado de Elí en el tabernáculo, un profeta anónimo reprendió a Elí y declaró estas palabras de Dios: “...yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco” (1 S. 2.30). Luego, cuando Dios le llamó a servir, el primer mensaje revelado fue de juicio contra Elí, el sumo sacerdote. Vio el cumplimiento de ese terrible juicio, en la muerte trágica de Elí y sus hijos en un solo día. Pero en el capítulo 15 fue dirigido a declarar a Saúl que Dios lo había desechado. No era una profecía, sino un hecho cumplido. No “te desechará”, es decir, no en el futuro, sino “te ha desechado”. Pero Saúl seguía obstinado, y rehusó soltar las riendas. No quiso humillarse ni dimitir, probablemente porque no soportaría la gran humillación y vergüenza, pero es lo que Dios mandó. En eso también resistió la voluntad de Dios, pues el resto de 1 Samuel es evidencia de los problemas que causó Saúl porque no aceptó el juicio de Dios, sino perseguía al que Dios había escogido y ungido para tomar su lugar. Eclesiastés 4.13 menciona al “rey viejo y necio que no admite consejos”, y Saúl fue así. Desobedeció a Dios en esto también, pues se agarró del trono cuando había sido desechado, mostrando rebelión y obstinación. Es triste cuando los fieles tienen que esperar la muerte de uno que rehúsa retirarse.
Los versos 24-25 relatan como Saúl finalmente reconoció su pecado: “Entonces Saúl dijo a Samuel: Yo he pecado; pues he quebrantado el mandamiento de Jehová y tus palabras...” (v. 24). Antes decía que había obedecido. Recordemos esto, que hay quienes profesan su inocencia cuando no es así, y hay que insistir con ellos hasta que reconozcan el mal que han hecho. Saúl siguió implicando al pueblo en su pecado: “porque temí al pueblo y consentí a la voz de ellos”. Aun así, el rey era el responsable, pues Dios le había dado instrucciones explícitas. “El temor del hombre pondrá lazo” dice Proverbios 29.25. De haber temido y creído a Dios, no habría cedido a la voz del pueblo. Eso pasa también hoy en las iglesias, cuando los ancianos ceden a la voz del pueblo que desea cambios, y no se mantienen firmes en lo que Dios manda. Las voces de las esposas, los hijos, los jóvenes u otras personas en la iglesia no deben tener peso alguno en las decisiones, sino solo la voz de Dios, en las Escrituras. Cuando Dios ha hablado, ceder a la voz del pueblo es un error. Así que, Saúl tuvo que decir: “Perdona, pues, ahora mi pecado” (v. 24). Podía ser perdonado, pero como veremos, debía sufrir las consecuencias de su mala conducta. Quiso guardar las apariencias, y rogó que Samuel volviera con él para adorar a Jehová. Orgulloso de su posición como rey, quería arreglar lo de su pecado “a puerta cerrada”, y tener la apariencia del apoyo y la aprobación del profeta. Es triste cuando los líderes se preocupan más por su imagen ante los demás, que por su condición espiritual.
Los versos 26-28 relatan como Samuel rehusó apoyarlo: “No volveré contigo; porque desechaste la palabra de Jehová” (v. 26). Repite la sentencia divina que ya fue pronunciada en el verso 23: “Jehová te ha desechado para que no seas rey sobre Israel” (v. 26). Con eso, Samuel se iba, pero Saúl no cedió, sino insistió y usó la fuerza, pues “se asió de la punta de su manto, y éste se rasgó” (v. 27). Esa pequeña violencia de parte del rey manifiesta su falta de humildad y su obsesión con la imagen pública. Por tercera vez Samuel le declara la pérdida de su posición como rey: “Jehová ha rasgado hoy de ti el reino de Israel, y lo ha dado a un prójimo tuyo mejor que tú” (v. 28). No cabe duda que en la mente y el plan de Dios, Saúl ya no era rey a partir de ese momento. ¡Cuánto daño causó cuando rehusó retirarse! Desde ese día, su camino iba hacia abajo, cada vez peor. Buscaba matar al que Dios ungió para reemplazarlo. Presionaba al pueblo y ocupaba su tiempo y recursos con la persecución de David. Al final consultó a una mujer evocadora de espíritus, y el día siguiente se suicidó sobre el monte de Gilboa. Había pasado el punto de no retorno, porque desobedeció a Dios, y no aceptó la sentencia divina. Samuel le advirtió que Dios, “la Gloria de Israel”, no iba a arrepentirse de su decisión (v. 29), pero Saúl no se sometió, y fue su decisión fatal.
En los versos 30-31 Saúl confesó nuevamente su pecado, pero insistió en ser honrado “delante de los ancianos de mi pueblo y delante de Israel” (v. 30). Samuel lo acompañó (v. 31), que puede parecernos extraño, pero al leer el siguiente verso entendemos.
Delante de ese mismo altar, Samuel hizo traer a Agag rey de Amalec (v. 32). Vino alegremente porque pensaba que no lo matarían porque Saúl lo había perdonado la vida. Pero Samuel denunció sus crueles pecados, y lo mató de forma severa: “cortó en pedazos a Agag delante de Jehová en Gilgal” (v. 33). Ejecutó la sentencia decretada por Dios en los versos 2 y 3, obedeciendo así la Palabra de Dios que Saúl había desobedecido. De esa manera enfática y gráfica prevaleció la voluntad de Dios, y Su ira contra Amalec. Saúl y el pueblo lo había perdonado, pero debemos aprender esto, que no intentemos ser más misericordiosos que Dios. Cuando Dios manda disciplina o castigo, ¿quiénes somos nosotros para quitarlo? Así la iglesia en Corinto tuvo que aprender, pues había tolerado el mal en su medio, con una misericordia falsa y carnal. Dios mandó: “Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (1 Co. 5.13). A las iglesias de Asia que toleraban el mal en su medio (Ap. 2-3), Cristo dijo que vendría y pelearía contra ellas. Y como en el caso de Elí, los padres flojos que fallan en la disciplina de sus hijos, con su sentimentalismo e ideas de amor y misericordia, desobedecen y desagradan a Dios, e invitan Su ira. Samuel dejó los pedazos sangrientos de Agag al pie del altar de Jehová en Gilgal, como una lección gráfica y una advertencia seria a toda la nación. No hablemos de misericordia cuando Dios ordena el juicio. No podemos ser más misericordiosos que Dios, y pecan quienes lo pretenden.
Los versos 34-35 relatan la salida de Samuel. “Se fue luego Samuel a Ramá” (v. 34), y Saúl fue a su casa. Fue la separación definitiva entre el profeta Samuel y el rey desobediente y desechado. “Y nunca después vio Samuel a Saúl en toda su vida”. Había llegado el momento solemne, y el punto de no retorno para Saúl. Para que no nos equivoquemos pensando que Samuel fue duro, el texto sagrado informa: “Y Samuel lloraba a Saúl” (v. 35 y 16.1). Lloraba a Saúl porque había fracasado y causado gran daño, porque había perdido la bendición y el favor de Dios, y porque iba al infierno. Samuel en su juventud había visto el juicio de la casa de Elí, y sabía lo que venía sobre la casa del rey Saúl. Nadie, por alta posición que ocupe, queda impune ante Dios. Nadie puede desobedecer a Dios y evadir Su juicio. Aunque tenga autoridad, riquezas y poder, y sujete al pueblo, no podrá sujetar a Dios, ni salirse con la suya, ni eludir su terrible encuentro ante el Juez de toda carne (Jer. 25.31). No solo en esta vida, sino después de muerto, vendrán a juicio (He. 9.27). “Vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos... y fueron juzgados los muertos...” (Ap. 20.12).
Recordemos: “Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros”. Aprendamos la lección: La fe y el amor se manifiestan en la obediencia.
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