jueves, 27 de enero de 2022

La Decreciente Autoridad De Cristo En Las Iglesias, A. W. Tozer

 Pocos días antes de su partida con el Señor, Tozer escribió el siguiente artículo que se publicó el 15/5/1963, dos días después de su muerte. Sus palabras son su última reflexión abierta y manifiestan el sentir de un hombre que deja este mundo con dolor por el estado de la iglesia de aquella época. Hoy, más que nunca nos hacen reflexionar profundamente cincuenta y nueve años después.

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Esta es la carga que llevo en el corazón y, aunque no pretendo tener una inspiración especial, siento que es también la carga del Espíritu. Si conozco mi propio corazón, lo que me lleva escribir esto es el amor, nada más. Lo que escribo no es el fermento amargo de una mente agitada por los problemas con mis hermanos en la fe. No existen esos problemas. Nadie me ha ofendido, maltratado ni atacado. Estas observaciones tampoco surgen de ninguna experiencia desagradable que haya tenido en mi relación con otros. Mis relaciones con mi propia iglesia, así como con los cristianos de otras denominaciones, siempre han sido amistosas, corteses y agradables. Mi pena no es más que el fruto de una condición que creo que está extendida por casi todas las iglesias del mundo.

También creo que debo admitir que yo mismo estoy muy involucrado en la situación que lamento en estas líneas. Igual que Esdras, en su poderoso ministerio de intercesión, se incluyó entre los malhechores, yo hago lo mismo: “Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar, oh Dios mío, mi rostro a ti, porque nuestras iniquidades se han multiplicado sobre nuestra cabeza, y nuestros delitos han crecido hasta el cielo” (Esd. 9:6). Toda palabra áspera que diga aquí contra otros debe recaer, sinceramente, sobre mi propia cabeza. También yo he sido culpable. Escribo esto con la esperanza de que todos nos volvamos al Señor nuestro Dios y no pequemos más contra él.

Voy a manifestar la esencia de mi carga, que es la siguiente: hoy día Jesucristo apenas tiene autoridad entre los grupos que dicen llevar su nombre. Al decir esto no me refiero a los católico-romanos ni a los liberales, ni a las diversas sectas pseudocristianas. Estoy hablando de las iglesias protestantes en general, e incluyendo a quienes más sostienen que descienden espiritualmente de nuestro Señor y de los apóstoles, es decir, los evangélicos. Una doctrina básica del Nuevo Testamento dice que después de la resurrección del Hombre Jesús, Dios declaró que era Señor y Cristo, y que Él le había concedido el señorío absoluto sobre la iglesia, que es su cuerpo. Suya es toda autoridad en los cielos y en la tierra. A su debido momento El ejercerá esa autoridad hasta el límite, pero durante este período histórico permite que otros la desafíen o la ignoren. Y ahora mismo el mundo la desafía y la iglesia la ignora.

La posición que ocupa Cristo hoy en las iglesias evangélicas se puede comparar con la de un rey en una monarquía limitada, constitucional. En ese país, el rey (despersonalizado a veces cuando se habla de “la corona”) no es más que un punto focal tradicional, un símbolo agradable de unidad y de lealtad como puede serlo una bandera o un himno nacional. Se le alaba, agasaja y apoya, pero su autoridad real es escasa. Nominalmente es la cabeza de todo, pero cuando llega una crisis son otros quienes toman las decisiones. En las ocasiones formales aparece con su traje para pronunciar un discurso inocuo y sin color, que han puesto en sus labios los verdaderos dirigentes del país. Bien pudiera ser que todo este asunto no sea más que una fantasía bien intencionada, pero hunde sus raíces en la antigüedad; es muy divertida, y nadie quiere renunciar a ella.

Hoy día, en las iglesias evangélicas, Cristo es poco más que un símbolo querido. Algunos piensan que el himno nacional de la iglesia es “Que todos alaban el poder del nombre de Jesús”, y las que que usan la cruz como su bandera "oficial", [1]pero durante los cultos semanales de los grupos de iglesia y la conducta cotidiana de sus miembros, quien toma las decisiones no es Cristo sino otros. En determinadas circunstancias permitimos que Cristo diga “venid a mí, todos los que estáis trabajados y cargados” (Mt. 11:28), o “no se turbe vuestro corazón” (Jn. 14.11), pero cuando acaba el discurso, otro se pone al mando. Los que poseen la autoridad genuina deciden los estándares morales de la iglesia además de todos los objetivos y los métodos empleados para llegar a ellos. Gracias a una organización larga y meticulosa, hoy día es posible que en la iglesia el pastor más joven recién salido del seminario tenga más autoridad que el propio Jesucristo.

Cristo no solo tiene escasa o ninguna autoridad, sino que su influencia también es menor cada día. No diría que no tiene ninguna, solo que es escasa y que cada día es menor. Podríamos establecer un paralelo con la influencia de Abraham Lincoln sobre el pueblo estadounidense. “EI honesto Abe” sigue siendo el ídolo del país. En todas partes vemos retratos de su rostro amable, arrugado, tan familiar que nos resulta hermoso. Nos resulta fácil emocionamos al mirarlo. Criamos a los niños con relatos sobre su amor, su honestidad y su humildad. Pero después de recuperar el control sobre nuestras emociones, ¿qué nos queda? Nada más que un buen ejemplo que, a medida que se difumina en el pasado, cada vez se vuelve más irreal y tienen una influencia real más y más pequeña. Cualquier sinvergüenza puede envolverse con el abrigo largo y negro de Lincoln. Bajo la fría luz de los actos políticos en Estados Unidos, la referencia constante a Lincoln que hacen los políticos es una broma cínica.

Los cristianos no han olvidado del todo el señorío de Jesucristo, pero ha quedado relegado al himnario, donde podemos deshacernos cómodamente de toda responsabilidad sumidos en el resplandor de una agradable emoción religiosa. O, si se enseña como teoría en el aula, raras veces se aplica a la vida práctica. Hoy día, la idea de que el Hombre Cristo Jesús tenga una autoridad absoluta y definitiva sobre toda la iglesia y sobre todos sus miembros, en todos los detalles de sus vidas, es algo que no acepta la mayoría de cristianos evangélicos.

Lo que hacemos es esto: aceptamos el cristianismo de nuestro grupo como idéntico al de Cristo y sus apóstoles. Damos por sentado que las creencias, las prácticas, la ética, las actividades de nuestro grupo son las del cristianismo del Nuevo Testamento. Por defecto lo que dice y hace el grupo es considerado bíblico, y nadie lo cuestiona. Se da por hecho que todo lo que espera de nosotros nuestro Señor es que nos ocupemos con las actividades del grupo. Al hacerlo, guardamos los mandamientos de Cristo.

Para evitar la ardua necesidad de obedecer o bien rechazar las instrucciones claras de nuestro Señor en el Nuevo Testamento, nos refugiamos en una interpretación liberal de ellas. Los razonamientos engañosos no son cosa solo de los teólogos católico-romanos. Los evangélicos también sabemos cómo evitar el filo agudo de la obediencia mediante explicaciones primorosas y complejas. Son cosas hechas a la medida de la carne. Excusan la desobediencia, consuelan la carnalidad y hacen que las palabras de Cristo no tengan efecto alguno. Y la esencia de todo esto es que, sencillamente, no es posible que Cristo dijera lo que dijo. Se aceptan teóricamente sus enseñanzas solo después de que la interpretación las haya debilitado.

Sin embargo, cada vez son más las personas con “problemas” que consultan a Cristo, y acuden a Él quienes desean paz en sus mentes. Se le recomienda ampliamente como una especie de psiquiatra espiritual con poderes notables para “arreglar” a las personas. Puede librarlas de sus complejos de culpa y ayudarlas a evitar graves traumas psicológicos recurriendo a la adaptación amable y sencilla a la sociedad y a sus costumbres. Por supuesto, este Cristo extraño no tiene ninguna relación con el que aparece en el Nuevo Testamento. El verdadero Cristo también es Señor, pero este Cristo tolerante es poco más que el siervo de las personas.

Pero supongo que tengo que ofrecer alguna prueba concreta que respalde mi conclusión de que hoy Cristo tiene escasa o ninguna autoridad entre las iglesias. Pues bien, déjame que formule algunas preguntas y que las respuestas sean la evidencia: ¿Qué junta de iglesia consulta las palabras de nuestro Señor para decidir los asuntos que tratan? Que todo aquel que lea esto y haya tenido la experiencia de estar en la junta de una iglesia intente acordarse de la última vez que algún miembro de la junta leyó un pasaje bíblico para sustentar una idea, o que un presidente sugirió que los hermanos consultasen las instrucciones del Señor sobre un tema concreto. Normalmente, las reuniones de junta se inician con una oración formal o “un tiempo de oración”; después de esto, la Cabeza de la iglesia guarda un respetuoso silencio mientras los verdaderos dirigentes toman las riendas. Que cualquiera que niegue esto presente evidencias para negarlo. Yo, por mi parte, me alegraré de escucharlas.

¿Qué comité de escuela dominical acude a la Palabra en busca de pautas? ¿Acaso los miembros no asumen invariablemente que ya saben lo que se supone que tienen que hacer y que su único problema es encontrar los medios eficaces para hacerlo? Los planes, las normas, las “operaciones” y las nuevas técnicas metodológicas absorben todo su tiempo y su atención. La oración previa a la
reunión solicita la ayuda divina para llevar a cabo los planes de la junta. Parece ser que ni se les pasa por la cabeza la idea de que el Señor tenga algunas instrucciones para ellos.

¿Quién recuerda que el presidente de una conferencia acudiera al púlpito con su Biblia con intención de usarla? Memorandos, reglamentos, normas de culto, sí. Los mandamientos sagrados del Señor, no. Existe una dicotomía absoluta entre el periodo devocional y la sesión de trabajo. El primero no tiene nada que ver con la segunda.

¿Qué junta de misión en el extranjero busca de verdad seguir la guía de] Señor tal como la ofrece en su Palabra y por su Espíritu? Todos piensan que lo hacen, pero en realidad lo que hacen es dar por hecho que sus fines son bíblicos y luego pedir ayuda a Dios para encontrar maneras de alcanzarlos. Puede que se pasen la noche orando para que Dios conceda el éxito a sus proyectos, pero desean a Cristo como ayudador, no como Señor. Se inventan medios humanos para alcanzar unos fines que dan por hecho que son divinos. Estos se endurecen volviéndose políticas, y a partir de ese momento el Señor ni siquiera tiene voto. Cuando realizamos nuestra adoración pública, ¿dónde encontrar la autoridad de Cristo? La verdad es que hoy el Señor apenas controla un culto, y la influencia que ejerce es muy pequeña. Cantamos y predicamos sobre Él pero no queremos que interfiera: adoramos a nuestra manera. y seguro que es la correcta porque siempre lo hemos hecho así, como las demás iglesias de nuestro grupo.

¿Qué cristiano, cuando se enfrenta a un problema moral, acude directamente al Sermón del Monte o a otro pasaje del Nuevo Testamento para encontrar una respuesta autorizada? ¿Quién permite que las enseñanzas de Cristo sean la última palabra sobre la ofrenda, el control de la natalidad, Ia formación de una familia, los hábitos personales, el diezmo, el ocio, la compra y venta, y otros asuntos igual de importantes?

¿Qué escuela teológica, desde el más humilde instituto bíblico para arriba, podría seguir funcionando si convirtiese a Cristo en el Señor de todas sus políticas? Puede que haya algunas, y espero que las haya, pero creo que tengo razón cuando digo que la mayoría de esas escuelas, para mantenerse en funcionamiento se ven obligadas a adoptar procedimientos que no encuentran justificación en la Biblia que profesan enseñar. Así encontramos una curiosa anomalía: la autoridad de Cristo se ignora para mantener una escuela que enseña, entre otras cosas, la autoridad de Cristo.

Son muchas las causas que han llevado a que la autoridad de nuestro Señor se redujera. Mencionaré solo dos. Una es el poder de la costumbre, el precedente y la tradición dentro de los
grupos religiosos más antiguos. Tales cosas, como la fuerza de la gravedad, afectan a cada partícula de práctica religiosa dentro del grupo, ejerciendo una presión firme y constante en cierta dirección. Por supuesto, esa dirección apunta a la conformidad con el statu quo. En esta circunstancia, Cristo no es el Señor; lo es la costumbre. Y lo mismo ha sucedido (seguramente en menor grado) en otros grupos, como los tabernáculos del evangelio pleno, las iglesias de la santidad, las iglesias pentecostales y fundamentalistas, y las numerosas iglesias independientes y no denominacionales que se encuentran por todas partes en Norteamérica.

La segunda causa es el resurgimiento de la intelectualidad entre los evangélicos. Esto, si percibo bien la situación, no es tanto el deseo de aprender sino el de tener la reputación de ser estudioso. Gracias a esto, aquellos hombres buenos que deberían saber cuál es el peligro se arriesgan a colaborar con el enemigo. Voy a explicarme. En nuestra época, nuestra fe evangélica (que creo que es la fe genuina de Cristo y de sus apóstoles) recibe ataques procedentes de muchas direcciones. En el mundo occidental, el enemigo ha renunciado a la violencia. Ya no viene contra nosotros con espada y palos; viene sonriendo, trayendo regalos. Alza los ojos al cielo y jura que también él cree en la fe de nuestros padres, pero su verdadero propósito es destruir la fe o al menos modificarla hasta el punto de que ya no sea la actividad sobrenatural que fue en otro tiempo. Viene en nombre de la filosofía, la psicología o la antropología, y con un dulce raciocinio nos incita a replantearnos nuestra posición histórica, a que seamos menos rígidos, más tolerantes, que tengamos un entendimiento más amplio.

Habla usando la jerga sagrada de las escuelas, y muchos de nuestros evangélicos medio educados corren contentos hacia él. Arroja títulos académicos a los hijos do los profetas, que se apresuran a recogerlos, como Rockefeller solía echar monedas a los hijos de los mendigos. Los evangélicos que, con cierta justificación han sido acusados de carecer de verdadera erudición, ahora se esfuerzan por obtener esos símbolos de estatus con ojos relucientes y, cuando los obtienen, apenas son capaces de creer lo que ven. Caminan sumidos en una especie de incredulidad eufórica, como le pasaría a la solista del coro de la iglesia local si la invitaran a cantar en La Scala.

Para el verdadero cristiano, la prueba suprema para la validez y el valor último de todo lo religioso debe ser el lugar que ocupa nuestro Señor en ello. ¿Es Señor, o es un símbolo? ¿Está a cargo de las actividades de la iglesia, o es solo un miembro con los demás? ¿Decide Él las cosas, o solo contribuye a los planes de otros? Todas las actividades religiosas, desde el acto más sencillo de un cristiano individual hasta el funcionamiento maravilloso de toda una congregación, se pueden evaluar en función de la respuesta a esta pregunta: ¿Jesucristo es Señor en esto? Que nuestras obras resulten ser madera, heno y hojarasca u oro y plata en aquel gran día dependerá en gran medida de la respuesta a esta pregunta.

Entonces, ¿qué debemos hacer? Cada uno de nosotros debe tomar una decisión, y al menos hay tres opciones posibles. Una es levantarse movidos por una indignación escandalizada y acusarme de propagar conclusiones irresponsables. Otra es asentir a lo que he escrito, pero consolarse con el hecho de que hay excepciones, y nosotros somos una de ellas. La otra es postrarse con humildad y
confesar que hemos entristecido al Espíritu y deshonrado a nuestro Señor por no concederle el lugar que su Padre le ha concedido como Cabeza y Señor de la Iglesia. La primera o la segunda acción confirmarán el error. La tercera, llevada a su conclusión, puede eliminar la maldición. Somos nosotros quienes debemos tomar una decisión.


[1] No hay base bíblica para un "himno nacional" ni para una bandera eclesial, ni para usar la cruz como símbolo. El autor menciona esas cosas, no como aprobándolas, sino comentando la situación en algunas iglesias.

 

 Quizás algunos dirán que Tozer no era de "las asambleas", pero no con eso podrán esquivar el problema que existe aun en algunas asambleas, que Cristo no ocupa en la practica el lugar que debe, como Señor y Cabeza de la Iglesia.

miércoles, 26 de enero de 2022

Siete Santos Confinados

En la Biblia aprendemos que Dios permite a veces que los Suyos sean detenidos, confinados de alguna manera, por varios motivos. A veces es por su fe, pero también es posible estar confinado a la casa o la cama como un castigo por un pecado, como en el caso del rey Uzías (2 Cr. 26.20-21). Los que desobedecen las leyes podrían ser encarcelados en castigo de su propia conducta mala. Las Escrituras declaran que Dios ha puesto a los magistrados para castigar al que hace lo malo. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo” (Ro. 13.4). Por eso, Pedro escribe: “así que, ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por entremeterse en lo ajeno” (1 P. 4.15). Pero el siguiente verso da el caso de uno que sufre como cristiano, y cuando esto pasa, debemos glorificar a Dios y buscar cómo aprovechar el tiempo.

            Existen otras clases de confinamientos, por enfermedad o debilidad física, por intemperie, y por restricciones oficiales como por ejemplo las que conocemos ahora durante la pandemia. Pero sea cual sea la razón, es importante no desaprovechar y perder el tiempo del confinamiento. Con este motivo, consideraremos algunos santos confinados en las Escrituras para ver qué podemos aprender de ellos.

1.  El patriarca José (Gn. 39.4)

            Fue traicionado y vendido por sus hermanos. Los madianitas lo llevaron a Egipto, donde Potifar le compró como esclavo. La mujer de Potifar formó un escándalo y le acusó falsamente, y José fue echado en la cárcel. El Salmo 105:18 relata: “Afligieron sus pies con grillos; en cárcel fue puesta su persona”. Pero ¿qué hizo José en aquella cárcel? Se dedicó a hacer el bien que podía. Por la misericordia de Dios, “el jefe de la cárcel entregó en mano de José el cuidado de todos los presos que había en aquella prisión; todo lo que se hacía allí, él lo hacía. No necesitaba atender el jefe de la cárcel cosa alguna de las que estaban al cuidado de José, porque Jehová estaba con José, y lo que él hacía, Jehová lo prosperaba” (Gn. 39.22-23).

            Por supuesto que José hubiera preferido estar en otro lugar, haciendo otras cosas, pero confiaba en Dios y servía donde estaba, cuidando de los demás presos y siendo consciente en su trabajo para hacerlo bien. En el capítulo 40 atendió a dos presos del rey y las interpretó sus sueños. Tuvo cuidado de poner a Dios en sus conversaciones: “¿No son de Dios las interpretaciones?” (40.8). Esto no produjo en seguida su libertad, pues pasó dos años más en aquella cárcel (41.1). Dios obraba en todo ese tiempo en Su soberanía y providencia, y José salió cuando Dios quiso. Aun en tiempos de confinamiento Dios está obrando, y en lugar de verlo como tiempo perdido, debemos ver de qué modo podemos servir y agradar a Dios, “aprovechando bien el tiempo” (Ef. 5.16).

2.  El profeta Micaías (1 R. 22.8-28)

En los tiempos del malvado rey Acab, Micaías hijo de Imla profetizaba fielmente en el nombre de Jehová. A diferencia de los falsos profetas asalariados del rey, Micaías era impopular porque decía la verdad. En su situación era como la voz de uno que clama en el desierto. Acab le aborrecía porque era fiel a Dios, no al rey: yo le aborrezco, porque nunca me profetiza bien, sino solamente mal” (v. 8).  El rey no consideraba si él mismo hacía bien o mal, sino quería el visto bueno del profeta. Hoy también hay quienes sostienen generosamente a los que predican a su gusto, pero cierran su corazón contra los que no. Josafat tuvo que insistir para que Acab lo consultara.

            Para algunos las palabras: “Trae pronto a Micaías…” (v. 9), admiten la posibilidad de que Micaías ya estuviera detenido. El oficial que le trajo al rey intentó poner palabra en su boca y le animó a predicar como los demás profetas. Esa coerción hubiera sido todavía más intensa si fue sacado de la detención para presentarse ante el rey.

Fuese así o no, lo cierto es que después de comparecer y profetizar ante Acab y Josafat (vv. 10-25), fue castigado: Echad a éste en la cárcel, y mantenedle con pan de angustia y con agua de aflicción, hasta que yo vuelva en paz” (v. 27). Pero Acab no volvió en paz, sino murió en la batalla. El texto no menciona otra vez a Micaías, por lo que no sabemos si salió de la cárcel o no. Pero eso sí, que fue confinado y maltratado por su fidelidad a Dios.

Micaías queda registrado en la Palabra de Dios como siervo y mensajero fiel, que estuvo dispuesto a quedar mal con el rey para ser fiel a Dios. Vive Jehová, que lo que Jehová me hablare, eso diré” (v. 14). Ojalá que hubiera hoy más mensajeros fieles como él, que desdeñen la popularidad y el favor de los hombres, y digan solo lo que la Palabra de Dios dice. 1 Pedro 4.11 encarece a todo predicador y maestro de la Palabra que tenga ese compromiso: “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén”.

3. El profeta Jeremías (Jer. 37-38)

En la recta final del reino de Judá Dios llamó y levantó a Jeremías como portavoz para denunciar el pecado, advertir del juicio venidero y llamar a la nación a arrepentirse. Cuando le llamó a servir, le dijo claramente: “a todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mande” (Jer. 1.7). Y “ciñe tus lomos, levántate, y háblales todo cuanto te mande” (1.17). Por su fidelidad Jeremías sufría repetidas veces, pero lo que nos atiene ahora es su encarcelamiento.

            El capítulo 32 relata que el rey Sedequías lo detuvo primero en el patio de la cárcel por profetizar la toma y destrucción de Jerusalén (vv. 2-3). En el capítulo 37, intentó salir de la ciudad para ir a su pueblo, y le acusaron de pasar a los caldeos. Como su mensaje no era contemporáneo ni popular, tenía muchos enemigos que estaban dispuestos a creer lo peor acerca de él. Entonces los príncipes “le azotaron y le pusieron en prisión en la casa del escriba Jonatán, porque la habían convertido en cárcel. Entró, pues, Jeremías en la casa de la cisterna, y en las bóvedas. Y habiendo estado allá Jeremías por muchos días” (Jer. 37.15-16). En ese largo confinamiento el profeta tuvo tiempo para recordar las palabras que Dios le había dicho, reflexionar y orar. Finalmente, el rey le sacó y le preguntó secretamente si había palabra de Jehová (v. 17). Pero el mensaje no había cambiado ni aflojado: “En mano del rey de Babilonia serás entregado”. Su convicción y fe en la Palabra de Dios no cambió por las circunstancias. Poco después los príncipes renovaron sus ataques contra él (Jer. 38.4). Lo echaron en una cisterna donde no había agua, y se hundió en el cieno (v. 6). Eso sí fue un pozo de desesperación, pero aun de ahí el Señor le sacó mediante un eunuco etíope llamado Ebed-Melec (vv. 7-13). Entonces tuvo una entrevista más con el rey (vv. 14-26) en la que aseguró que la ciudad sería destruida, pero le ofreció una oportunidad final a arrepentirse, la cual Sedequías desaprovecho, para su ruina. Aunque Jeremías había sufrido mucho en esos confinamientos y de otras maneras, no rebajó la Palabra de Dios. Fue un siervo fiel. Su fe había sido puesta a prueba por la aflicción, y salió fuerte y reluciente. Esto no quiere decir que Jeremías disfrutara la cárcel o que no le importaba. Sufrimos en las pruebas, y es incómodo el confinamiento. Pero si uno padece como creyente, “no se avergüence, sino glorifique a Dios por ello” (1 P. 4.16). Jeremías está entre los mencionados en Hebreos 11:36. “Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles”. Recibirá un día su galardón de la mano de su Señor, y nosotros nos gozaremos con él.

4. Juan el Bautista (Lc. 3.19-20).

            La vida de Juan, hijo de Zacarías y Elisabet, destaca dos clases de confinamiento. La primera es más bien aislamiento o separación. “Y el niño crecía, y se fortalecía en espíritu, y estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel” (Lc. 1:80). Para preparar a este gran profeta, el precursor del Mesías, Dios lo separó de la bulla y el vaivén de la vida cotidiana. Como todo niño judío Juan fue enseñado las Escrituras. Pero luego, en el desierto no hay diversiones, ni vida social, ni ruido. Uno tiene tiempo para meditar la Palabra de Dios, orar, y aprender paciencia, esperando en Dios. Una cosa muy importante que cada siervo de Dios tiene que aprender es discernir y atender la voz de Dios. Si no sabemos claramente lo que Dios ha dicho, no podemos ser mensajeros eficaces. Los lugares desiertos son muy adecuadas salas en la escuela de Dios, porque en ellos no caeremos en la liviandad. Hoy, en los posteros días, muchos que profesan ser cristianos son “amadores de los deleites más que de Dios” (2 Ti. 3:4). Dios todavía utiliza la soledad para preparar a Sus siervos. Estar confinado de modo que no podemos seguir el ritmo de la vida social puede ser una bendición, si usamos el tiempo para leer y meditar la Palabra de Dios, y permitimos que Dios nos hable y moldee por ella.

            La segunda clase de confinamiento para Juan fue la cárcel. Reprendió al rey Herodes porque era adúltero, tenía a Herodías, la mujer de su hermano, y sin pelos en la lengua Juan le dijo: “no te es lícito tenerla” (Mt. 14.4). Lucas 3.19-20 describe esa persecución: Entonces Herodes el tetrarca, siendo reprendido por Juan a causa de Herodías, mujer de Felipe su hermano, y de todas las maldades que Herodes había hecho, sobre todas ellas, añadió además esta: encerró a Juan en la cárcel”. Se enojó y al principio quiso matarlo, aunque luego se calmó, pero no le soltó. Marcos 6.20 informa: “Herodes temía a Juan, sabiendo que era varón justo y santo, y le guardaba a salvo; y oyéndole, se quedaba muy perplejo, pero le escuchaba de buena gana”. Pero la malvada Herodías, ofendida por la reprensión del profeta, le acechaba durante su tiempo en la cárcel, esperando la oportunidad para vengarse. La cárcel fue un tiempo difícil para Juan, pero por lo que dice Marcos 6.20 sabemos que lo aprovechaba como podía. También durante ese tiempo Juan luchó con dudas acerca de la identidad de Jesús, quizás porque no le sacó de la cárcel ni estableció el reino como Juan esperaba. Sabemos que tenía contacto – visitas de sus propios discípulos. Mateo 11.2-3 dice: Y al oír Juan, en la cárcel, los hechos de Cristo, le envió dos de sus discípulos, para preguntarle: ¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?” El Señor le envió una respuesta clara (vv. 4-6), y en los versos 8-15 alabó a Juan ante la multitud. No habló de Juan como un hombre que se había equivocado – sino como profeta.

            Aunque Juan no salió de la cárcel, sino fue decapitado ahí, sabemos que él terminó su carrera testificando a Herodes, y que ese testimonio será para la gloria de Dios, y para juicio de Herodes y su casa en aquel día cuando la Palabra de Dios juzgará a los hombres (Jn. 12.48). No siempre es posible escoger nuestras circunstancias, pero podemos escoger cómo comportarnos en ellas, y eso hizo Juan.

5. El apóstol Pedro (Hch. 12.3-5).

Después de detener y matar a Jacobo (Hch. 12.1-3), Herodes apresó a Pedro con el propósito de matarle. De ese modo pretendía agradar a los judíos y frenar el crecimiento de la iglesia. Pedro había predicado públicamente en el templo en varias ocasiones desde el día de Pentecostés, y era conocido en toda la ciudad. Sus enemigos se alegrarían de oír de su encarcelamiento y próxima muerte, pero Dios tenía otro plan.

No había nada que Pedro podía hacer – no iba a haber un juicio donde se le permitiría a él hablar, sino un procedimiento sumarísimo que terminaría en su muerte, después de la pascua (v. 4). Así que Pedro estaba custodiado en la cárcel; pero la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él” (v. 5). La iglesia no buscó un buen abogado, ni planificó una manifestación pública, ni denunció el abuso de derechos humanos, sino hizo algo mucho más potente: “hacía sin cesar oración a Dios por él”. Alguien ha observado que la razón por la que no oramos hoy como los primeros cristianos es porque no creemos que funciona, y confiamos en otros métodos y procederes de sabiduría humana. Los versos 6-11 no hablan de las oraciones, sino del efecto de ellas – cómo Dios mandó a un ángel a librar a Pedro aquella noche. Pocas son las iglesias hoy que dedicarían todo un día y una noche para orar por un hermano.

Debemos notar algo acerca de Pedro en la cárcel. Estaba condenado a muerte, y era la noche antes de ser sacado al pueblo para morir. Sin embargo, aquella misma noche estaba Pedro durmiendo entre dos soldados” (v. 6), tan profundamente que el ángel tuvo que tocarlo en el costado para que se despertara. Seguramente Pedro había orado y se había encomendado en manos del Señor, y no pudiendo hacer nada más, se durmió. Probablemente su actitud era similar a la de Pablo que determinó que Cristo sería magnificado en su cuerpo o por vida o por muerte (Fil. 1.20). Pero en respuesta a las oraciones de los hermanos, y por la gracia de Dios, fue librado milagrosamente de la cárcel para seguir sirviendo.

6. El apóstol Pablo (2 Co. 6.5; 11.23).

            Cuando el Señor llamó y apartó a Saulo para servirle, dijo a Ananías: yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre” (Hch. 9.16). Los padecimientos de Pablo incluían las veces que fue encarcelado. A los corintios escribió: “nos recomendamos en todo como ministros de Dios, en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias; en azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos” (2 Co. 6.4-5). Dice “cárceles” en plural porque muchas veces padeció así.  Todas las cosas que padeció en esa lista le vinieron estando él en la voluntad de Dios, cuando vivía por fe y agradaba al Señor. Luego añadió: “en trabajos más abundante; en azotes sin número; en cárceles más; en peligros de muerte muchas veces” (2 Co. 11.23). Estaba bien familiarizado con las cárceles. Seguramente está incluido en Hebreos 11.36 que menciona las “prisiones y cárceles” de los que vivían por fe. No debemos pensar, como algunos enseñan, que si tenemos fe todo nos irá bien y tendremos salud, riquezas y otras bendiciones. El Señor prometió que en el mundo tendremos aflicción (Jn. 16.33), y Pablo luego escribió: “y… todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Ti. 3.12).  

            Consideramos el comportamiento de Pablo en sus confinamientos. Hechos 16.23-40 relata los sucesos de una noche que pasó en la cárcel en Filipos, después de ser azotado con varas y echado en el calabozo de más adentro. Aunque sufrían de sus heridas, Pablo y Silas oraban y cantaban himnos a medianoche, y los demás los oyeron. Cuando Dios mandó el terremoto que abrió las celdas, y el carcelero pensaba matarse, Pablo le imploró a no hacerse ningún mal – pues suicidarse es hacer mal. Aquella noche, debido a la clara predicación del evangelio (Hch. 16.31-32), ese hombre y los de su casa creyeron en el Señor y fueron bautizados. La mañana siguiente Pablo y Silas salieron de aquella cárcel, pero sacaron el máximo provecho de su breve estancia.

Luego Pablo estuvo dos años preso en Cesarea (Hch. 21-26), esperando la resolución de su juicio, cuando los judíos falsamente le acusaban de causar alboroto en el templo. Al leer esos capítulos nos impresiona cómo Pablo aprovechaba el tiempo para testificar claramente del Señor. Cuando le obligaron a hablar de sí mismo para su defensa – lo utilizaba para dar su testimonio y girar la conversación al tema del Señor y la Palabra de Dios.

Cuando salió de Cesarea (Hch. 27), rumbo a Roma, estaba preso en el barco y custodiado por un centurión y otros soldados romanos. A ellos también testificó durante el viaje, y al parecer era el único que no perdió la esperanza en medio de la tormenta (vv. 22-25, 35). Cuando por causa del naufragio se hallaron en la isla de Malta, Pablo seguía testificando y haciendo bienes en el Nombre de Cristo (Hch. 28.9-10).

Llegado a Roma, pasó dos años detenido, en una casa alquilada, mientras esperaba comparecer ante César (Hch. 28.11-31). En ese tiempo se reunía con los principales judíos en Roma (v. 17), recibía a todos los que a él venían (v. 30), predicaba el reino de Dios y enseñaba acerca del Señor Jesucristo (v. 31). Testificaba incluso a los soldados que le custodiaban (Fil. 4.22), y escribió cuatro epístolas: Efesios, Filipenses, Colosenses y Filemón. En Filemón aprendemos que Pablo testificó a Onésimo de modo que éste se arrepintió y se convirtió (Flm. 10). En todas las epístolas escritas en prisión menciona sus oraciones por los demás (Ef. 1.15-16; Fil. 1.3-4, 9; Col. 1.3, 9; Flm. 4). No cabe duda que Pablo sacaba provecho de su tiempo de confinamiento. Puso ejemplo de lo que escribió a los efesios: Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios, sino como sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos” (Ef. 5.15-16). Nosotros también podemos y debemos utilizar los tiempos de confinamiento para servir a Dios. Podríamos hacer una lista de hermanos y dedicar tiempo a orar e interceder por ellos.  Podríamos buscar la manera de testificar y entregar tratados – si no podemos salir, podríamos hablar con los que vienen a nuestra puerta. Podríamos aprender el arte perdido de escribir cartas. Y cuando sea posible podríamos recibir visitas y aprovecharlas para hablar de las cosas del Señor.

El último encarcelamiento de Pablo en Roma terminó en su muerte. Pero en ese tiempo escribió una última epístola a Timoteo (2 Ti. 1.8, 12; 2.9; 4.6). Pidió que cuando le visitara, trajera los libros y pergaminos (2 Ti. 4.13). En la recta final de su vida, en las condiciones incómodas de la cárcel Marmetina, todavía quería aprovechar el tiempo leyendo. ¿Cuántos de nosotros aprovechamos el confinamiento para leer? Podríamos leer gran cantidad de libros y ser edificados y alentados espiritualmente, pero algunos pierden el tiempo delante de un televisor que les roba las horas y contamina la mente.

7. El apóstol Juan (Ap. 1.9).

Por último, el apóstol Juan fue confinado en un centro penitenciario, no en una celda sino en exilio en la isla de Patmos, que era una colonia penal del imperio romano. “Yo Juan, vuestro hermano, y copartícipe vuestro en la tribulación, en el reino y en la paciencia de Jesucristo, estaba en la isla llamada Patmos, por causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo” (Ap. 1.9). Juan no explica qué hacía con su tiempo en Patmos, pero podemos estar seguros de que lo aprovechaba de manera similar a Pablo, orando, leyendo, escribiendo y testificando en la medida que le era posible.

La gran obra de Juan en Patmos no fue nada planificada por él, sino por Dios. Ahí recibió las visiones e inspiración para escribir el libro de Apocalipsis. Doce veces en ese libro aparece el mandato: “Escribe”. Juan fue el instrumento escogido por Dios para darnos la revelación final y presentar la venida y el reino del Señor Jesucristo. Es imposible calcular el número de vidas e incluso reinos que han sido afectados por ese libro.

            Obviamente nosotros no vamos a recibir visiones como Juan, porque hoy no hay apóstoles ni profetas, y el tiempo de las revelaciones y la inspiración de la Biblia ya pasó. Gracias a Dios, tenemos toda la Palabra de Dios, la Santa Biblia. Pero la cuestión es, ¿qué hacemos con ella?   Apocalipsis 1.3 indica lo que debemos hacer: “Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas; porque el tiempo está cerca”.

Conclusión:

            Son varias las razones y circunstancias en las que un creyente puede estar confinado, y en los tiempos que nos han tocado vivir todos hemos experimentado alguna clase de restricción. Sean cuales sean nuestras circunstancias, debemos aprovechar el tiempo para el Señor. Dios mandó a los judíos a tener presente Su Palabra en casa y hablar de ella a sus hijos (Dt. 6.6-9). Pablo dijo a Timoteo: “Que prediques la Palabra, que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Ti. 4.2). Entonces, “a tiempo y fuera de tiempo” debemos sacar provecho de la Palabra de Dios.

            Además, podemos dedicar tiempo para la lectura de libros edificantes, estudiar parte de la Palabra de Dios, memorizar versos, y hoy tenemos el recurso que no existía antes – el de mensajes grabados que podemos escuchar para nuestra edificación.

            Podemos comunicarnos de varias maneras con otros creyentes para animarlos y edificarles (Ro. 14.19). Podemos dedicar más tiempo a la oración y la intercesión por otros hermanos.

            Estemos dónde estemos, esta exhortación es para nosotros: “Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén” (2 P. 3.18).

 

Carlos Tomás Knott