por Donald Norbie
En los días justo después del diluvio,
miles de años antes de nacer Cristo, tomaron lugar los eventos
interesantes de Génesis 11:1-9. Es la historia conocida de la torre de
Babel. Estos eran los pensamientos del corazón natural en aquel
entonces:
“Y dijeron: vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo, y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra” (Gn. 11:4).
Sus aspiraciones son muy interesantes e instructivas, porque han caracterizado el corazón humano en cada generación. Primero, deseaban la seguridad y unidad que la organización externa de una ciudad les daría. Segundo, deseaban erigir para su honra y gloria un monumento, magnífico y alto, posiblemente para uso religioso. Seguridad y gloria para sí, son el anhelo del corazón natural.
El Comentario de Keil y Delitzsch lo expresa bien (pág. 173):
“Por lo tanto, la motivación real era el deseo de renombre, y el objetivo era establecer un punto central reconocido, que serviría para mantener su unidad. La motivación era tan impía como el objetivo”.
El orgullo es un mal temible, pero el deseo que tenía hacia la centralización también era malo. Manifestó un corazón desobediente, porque Dios les había mandado a llenar la tierra. Descubrió en ellos un corazón que deseaba seguridad y unidad basadas en los esfuerzos del hombre. La verdadera seguridad está en confiar en el Dios vivo; la verdadera unidad se mantiene gracias a una relación interna y espiritual que sólo Dios puede producir.
Dios determinó confundir las ideas grandiosas del hombre en ese momento, y lo ha hecho repetidas veces desde entonces. Considera el auge y la decadencia de grandes imperios y naciones.
Desafortunadamente, este mismo corazón natural sigue en el seno del creyente, y se hace oír. Es trágico que con tanta frecuencia hagamos caso a esta voz seductora.
Había sido la voluntad de Dios que Su pueblo Israel viviera bajo una organización tribal no muy estrecha, y que su verdadera unidad surgiera de su adoración común a Jehová. Él les gobernaría, enseñando y exhortando al pueblo a través de Sus siervos, los jueces y profetas. Su ministerio sería más o menos itinerante, y sería reconocido porque era un don de Dios (1 S. 7:15-17).
Sin embargo, para la mente natural esta situación resultaba muy débil e ineficaz. No tenían un gobierno muy organizado y bien formado; no tenían rey que les encabezara. En verdad, Jehová era su Rey (Sof. 3:15), pero querían una cabeza de estado visible. Las realidades invisibles espirituales nunca satisfacen el corazón natural. “Constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones” (1 S. 8:5). Su patrón era el mundo y no la Palabra.
El pueblo de Dios siempre ha estado aquejado de un deseo de unidad externa y seguridad, como también un deseo de pertenecer a algo grande. La historia de la cristiandad revela repetidas veces este problema. Como resultado de la obra del Espíritu de Dios hay personas convertidas y reunidas en fervor y sencillez. No hay organización externa, maquinaria denominacional, misiones, escuelas para formar a predicadores, ni agencias financieras. Todo se hace con sencilla fe en el Dios vivo. En lugar de pertenecer a algo grande, pertenecen a Alguien. En lugar de hacerse un nombre, magnifican Su Nombre incomparable. Detrás de una aparente debilidad, hay gran vida y poder espiritual. Detrás de una aparente desunión externa, hay verdadera unidad interna, basada en una vida común.
Sin embargo, una y otra vez esta deliciosa sencillez neotestamentaria ha sido estropeada. Las iglesias son organizadas en asociaciones, denominaciones y federaciones. Se establecen misiones para escoger candidatos, organizar su apoyo económico y conseguir reconocimiento del gobierno. Las iglesias se hacen grandes y ostentosas. No se puede permitir a los del laico (sin ordenación o licenciatura) oficiar en tales congregaciones. El clero se encarga del púlpito y del liderazgo. Se establecen institutos que con el tiempo se llegan a considerar como los únicos cualificados para producir personas aptas para “pastores” o “misioneros”. Todo esto tiende a otorgar unidad externa, seguridad, y renombre. ¿Quién quiere pertenecer a algo pequeño?
La historia de la Iglesia proyecta esta imagen sobre la pantalla del tiempo una y otra vez, y es una advertencia para nosotros. La asamblea sencilla y autónoma del Nuevo Testamento parece débil, pero tiene la seguridad de Jehová Dios. Las asambleas que se reúnen con esa sencillez parecen externamente desorganizadas, pero bajo la superficie está la verdadera unidad viva del Espíritu, que une a todos los verdaderos creyentes en un sólo hombre. No cabe allí ningún nombre puesto por los hombres. Sólo el gran Nombre del Señor es exaltado. Los caminos de Dios son los mejores.
“No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad” (Sal. 115:1).
“Y dijeron: vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo, y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra” (Gn. 11:4).
Sus aspiraciones son muy interesantes e instructivas, porque han caracterizado el corazón humano en cada generación. Primero, deseaban la seguridad y unidad que la organización externa de una ciudad les daría. Segundo, deseaban erigir para su honra y gloria un monumento, magnífico y alto, posiblemente para uso religioso. Seguridad y gloria para sí, son el anhelo del corazón natural.
El Comentario de Keil y Delitzsch lo expresa bien (pág. 173):
“Por lo tanto, la motivación real era el deseo de renombre, y el objetivo era establecer un punto central reconocido, que serviría para mantener su unidad. La motivación era tan impía como el objetivo”.
El orgullo es un mal temible, pero el deseo que tenía hacia la centralización también era malo. Manifestó un corazón desobediente, porque Dios les había mandado a llenar la tierra. Descubrió en ellos un corazón que deseaba seguridad y unidad basadas en los esfuerzos del hombre. La verdadera seguridad está en confiar en el Dios vivo; la verdadera unidad se mantiene gracias a una relación interna y espiritual que sólo Dios puede producir.
Dios determinó confundir las ideas grandiosas del hombre en ese momento, y lo ha hecho repetidas veces desde entonces. Considera el auge y la decadencia de grandes imperios y naciones.
Desafortunadamente, este mismo corazón natural sigue en el seno del creyente, y se hace oír. Es trágico que con tanta frecuencia hagamos caso a esta voz seductora.
Había sido la voluntad de Dios que Su pueblo Israel viviera bajo una organización tribal no muy estrecha, y que su verdadera unidad surgiera de su adoración común a Jehová. Él les gobernaría, enseñando y exhortando al pueblo a través de Sus siervos, los jueces y profetas. Su ministerio sería más o menos itinerante, y sería reconocido porque era un don de Dios (1 S. 7:15-17).
Sin embargo, para la mente natural esta situación resultaba muy débil e ineficaz. No tenían un gobierno muy organizado y bien formado; no tenían rey que les encabezara. En verdad, Jehová era su Rey (Sof. 3:15), pero querían una cabeza de estado visible. Las realidades invisibles espirituales nunca satisfacen el corazón natural. “Constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones” (1 S. 8:5). Su patrón era el mundo y no la Palabra.
El pueblo de Dios siempre ha estado aquejado de un deseo de unidad externa y seguridad, como también un deseo de pertenecer a algo grande. La historia de la cristiandad revela repetidas veces este problema. Como resultado de la obra del Espíritu de Dios hay personas convertidas y reunidas en fervor y sencillez. No hay organización externa, maquinaria denominacional, misiones, escuelas para formar a predicadores, ni agencias financieras. Todo se hace con sencilla fe en el Dios vivo. En lugar de pertenecer a algo grande, pertenecen a Alguien. En lugar de hacerse un nombre, magnifican Su Nombre incomparable. Detrás de una aparente debilidad, hay gran vida y poder espiritual. Detrás de una aparente desunión externa, hay verdadera unidad interna, basada en una vida común.
Sin embargo, una y otra vez esta deliciosa sencillez neotestamentaria ha sido estropeada. Las iglesias son organizadas en asociaciones, denominaciones y federaciones. Se establecen misiones para escoger candidatos, organizar su apoyo económico y conseguir reconocimiento del gobierno. Las iglesias se hacen grandes y ostentosas. No se puede permitir a los del laico (sin ordenación o licenciatura) oficiar en tales congregaciones. El clero se encarga del púlpito y del liderazgo. Se establecen institutos que con el tiempo se llegan a considerar como los únicos cualificados para producir personas aptas para “pastores” o “misioneros”. Todo esto tiende a otorgar unidad externa, seguridad, y renombre. ¿Quién quiere pertenecer a algo pequeño?
La historia de la Iglesia proyecta esta imagen sobre la pantalla del tiempo una y otra vez, y es una advertencia para nosotros. La asamblea sencilla y autónoma del Nuevo Testamento parece débil, pero tiene la seguridad de Jehová Dios. Las asambleas que se reúnen con esa sencillez parecen externamente desorganizadas, pero bajo la superficie está la verdadera unidad viva del Espíritu, que une a todos los verdaderos creyentes en un sólo hombre. No cabe allí ningún nombre puesto por los hombres. Sólo el gran Nombre del Señor es exaltado. Los caminos de Dios son los mejores.
“No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad” (Sal. 115:1).
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