viernes, 10 de julio de 2015

"VINIERON A LOS SUYOS"

“Y puestos en libertad, vinieron a los suyos”. Hechos 4:23

     Mirando el contexto de estas palabras, es evidente que había alivio en los corazones de los apóstoles al ser “puestos en libertad”. Habían sido acusados delante del sumo sacerdote, su familia y los gobernantes, junto con los ancianos y los escribas. Gracias a los eventos dramáticos que envolvían la curación del hombre cojo en la puerta del templo, se había hecho claro que había poder inusual, no sólo en la predicación de los apóstoles, sino en los hechos que la acompañaban. Vieron la audacia de Pedro y de Juan, y se fijaron en que eran personas indoctas y sin instrucción, hombres sencillos sin educación superior. No podían sino reconocer que habían estado con Jesús – ¡maravillosa recomendación! Tenían que admitir que se había realizado un milagro, pero aún así tomaron medidas severas para poner fin a sus actividades (v. 17). Pedro y Juan, sin embargo, eran impulsados por una fuerza que los gobernantes no podían entender: “no podemos dejar de decir”. Así que les amenazaron, y les pusieron en libertad (v. 21). Mientras que los sacerdotes y los gobernantes murmuraban, todo el pueblo glorificaba a Dios por lo que se había hecho. “Y puestos en libertad, vinieron a los suyos”. Tenían a dónde ir. No obraban aisladamente, ni eran personas desconectadas de otras del mismo sentir.
    Nos conviene meditar cuidadosamente estas palabras: “vinieron a los suyos”. Incluso en aquellos primeros días de la historia de la iglesia, había grupos de personas que tenían como prioridad los intereses de su Señor; estaban puestos en ciudades y pueblos como testimonio, proveyendo lugares de refugio y comunión para los santos perseguidos. Imaginamos que aquellos que fueron “puestos en libertad” sabían dónde estaba su hogar espiritual. Consideremos esta situación, y apliquemos su relevancia a la asamblea local de hoy. Es de gran valor conocer el lugar donde nos podemos reunir en armonía con creyentes del mismo sentir, compartiendo su comunión con el Señor.
    Era para ellos un lugar de alabanza. ¡Extraña paradoja, considerando sus sufrimientos! Relataron su historia a los demás, y después alzaron juntos sus voces a Dios en el cielo. Las circunstancias ni les deprimían ni les derrotaban. Así fue en un encuentro más adelante con el concilio; cuando salieron, estaban gozosos de haber sido dignos de padecer afrenta por causa de Su Nombre (Hch. 5:41). Asegurémonos de considerar la asamblea como un lugar donde los corazones y las voces se elevan en alabanza al cielo. No hay ejercicio más estimulante o más fortalecedor para los creyentes.
    Pero era también para ellos un lugar de oración. “Señor, mira sus amenazas” (v. 29). Este clamor revela que acusaban profundamente el dolor que traía la oposición. No eran insensibles al coste de la fidelidad al Señor. Pero las reuniones del pueblo de Dios proveían un lugar donde podían exponer sus necesidades abiertamente ante Dios. Haremos bien en recordar esto, siendo que el abandono de las reuniones de oración parece una práctica tan extendida en nuestro día. Resulta gratificante el ejercicio de observar en el estudio de Hechos los ejemplos documentados de la oración colectiva. Tenemos tal carga de necesidad espiritual hoy día, que hemos de aprovechar cada oportunidad de orar, no solamente por otros, sino con otros.
    Así fue que la asamblea se convirtió en el lugar de poder para estos hombres. “Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló” (v. 31). En la persecución sentían su debilidad, y al ser puestos en libertad fueron a donde sabían que eran amados y podían amar. Aquí había un lugar donde la presencia divina significaba para ellos refrigerio, y la renovación del poder para testificar sin temor. Al salir de nuevo, daban su propio testimonio personal de la resurrección en el poder del Espíritu Santo. ¡Qué vitalidad tan dinámica era la suya! No es de extrañar que impactaran a los de afuera. Entre ellos había también gracia. Habían venido “a los suyos”; unidos, eran fortalecidos.
    ¿Sabemos hoy dónde están los nuestros? ¿La iglesia local es el lugar donde nos regocija estar, donde compartimos con creyentes del mismo sentir las cosas que pertenecen a nuestra fe? Quizás tengamos que desafiarnos en cuanto a nuestra actitud ante la comunión de la iglesia. ¿Será que la comodidad, no la convicción, nos rige en cuanto a dónde decidimos que el Señor quiere que estemos? ¿Cuál es nuestro compromiso con los nuestros? Que siempre tengamos ese instinto en nosotros, plantado por el Espíritu Santo y preservado por nuestra obediencia al Señor, de encontrar el lugar que pueda describirse en verdad como “los nuestros”. Es aquí donde encontraremos una esfera creciente de gozo y utilidad.


        por Arthur T. Shearman, traducido de Milk & Honey (“Leche y Miel”), Vol. XX, April, 2006, No. 4), traducido por Emily Knott de González

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