viernes, 1 de febrero de 2008


EL PECADO DE CHISMEAR
por William MacDonald

El siguiente artículo apareció en un periódico llamado Atlanta Journal (“Diario de Atlanta”):


Soy más mortal que la bala de un cañón. Gano sin matar. Derrumbo casas, quebranto corazones y destruyo vidas. Viajo sobra las alas del viento. Ninguna inocencia tiene fuerza para intimidarme, ninguna pureza puede pararme. No tengo en consideración la verdad, ni respecto la justicia, ni tengo misericordia de los indefensos. Mis víctimas son tan numerosas como la arena del mar, y muchas veces son inocentes. Nunca olvido y muy pocas veces perdono. Mi nombre es “Chisme”.

Quizás Santiago pensaba especialmente en el pecado de chismear cuando escribió esto: “Porque todos ofendemos muchas veces. Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo” (Stg. 3:2).
Pero chismear es tan fácil y natural, y dejar de hacerlo es muy difícil. ¿Qué es chismear? William R. Marshall dice que es el arte de decir todo y dejar la impresión de que no ha dicho nada. Bill Gothard dice que es compartir información con alguien que ni es parte del problema ni parte de la solución. Podemos expandir la definición diciendo que es hablar de forma derogatoria acerca de alguien que no está presente. El chisme pone a su víctima en una luz desfavorable; dice cosas que no son benignas, ni edificantes ni necesarias. Es hablar mal de una persona detrás de sus espaldas en lugar de confrontarle cara a cara. Es una forma de asesinar el carácter.
El escritor de Proverbios lo expresó bien: “La muerte y la vida están en poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos” (Pr. 18:21). La Biblia habla duramente de esta práctica: “No andarás chismeando entre tu pueblo” (Lev. 19:16a). “El que anda en chismes descubre el secreto; mas el de espíritu fiel lo guarda todo” (Pr. 11:13). “El que anda en chismes descubre el secreto; no te entremetas, pues, con el suelto de lengua” (Pr. 20:19). “El hombre perverso levanta contienda, y el chismoso aparta a los mejores amigos” (Pr. 16:28). “Las palabras del chismoso son como bocados suaves, y penetran hasta las entrañas” (Pr. 18:8). “Sin leña se apaga el fuego, y donde no hay chismoso, cesa la contienda” (Pr. 26:20).
En Romanos 1:30 Pablo apunta a los chismosos (“murmuradores, detractores”) y los coloca con los homicidas y las personas inmorales.
A veces intentamos camuflar el chismeo bajo pretensión de compartir algo como motivo de oración. “Sólo menciono esto para que puedas orar. ¿Sabías que....?” O pensamos que evitamos la ofensa si lo decimos en confianza (“confidencialmente”). Lo siguiente es a menudo el resultado.
Dos mujeres hablaban en Brooklyn.
- Pili me dijo que le dijiste el secreto que te dije no decirle.
- ¡Qué mala! Le dije a Pili que no te dijera que te lo había dicho.
- Pues, le dije que no te diría que ella me lo dijo, así que no le digas que te lo he dicho.

En su libro: Seasons of Life (“Las Estaciones de la Vida”), Charles Swindoll trata a los que trafican en rumores, que es otra faceta de los chismosos. He aquí su comentario:

“Los que se alimentan de rumores son almas pequeñas y sospechosas. Se satisfacen traficando en callejones oscuros, sueltan bombas sutiles, encienden la mecha de la sugestión y luego explotan en las mentes de otros. Su consuelo la hallan en ser “sólo un canal inocente” de la información incierta...ellos nunca son la fuente. Sus frases favoritas son: “se oye decir”, “¿has oído?” y “alguien me ha dicho que...”, y estas frases sirven de escudo para el repartidor de rumores.
“¿Oíste que la ‘Iglesia de tal calle’ está a punto de dividirse?”
“Alguien me ha dicho que Fernando y Flor se divorcian... se
cuenta que ella le fue infiel”.
“Dicen que sus padres tienen mucho dinero”.
“¿Oíste que el Pastor Elfinstonski fue despedido de su
iglesia de antes?”
“Me dijeron que su hijo es un drogadicto... fue detenido hurtando algo de una tienda”.
“Alguien dijo que ellos tuvieron que casarse”.
“Se oye decir que él bebe demasiado”.
“He escuchado que a ella le gusta provocar a los hombres...ten cuidado con ella”.
“Dicen que él sólo llegó a ser jefe a base de sobornos y malas jugadas”.
“Varias personas están preocupadas, porque dicen que no se pueden fiar de él”.

Charles Swindoll, Growing Strong in the Seasons of Life (“Fortaleciéndose en las Estaciones de la Vida”), Portland, OR: Multnomah Press, 1983, pags. 105-106

Todos sabemos como los chismes y los rumores crecen viajando de una persona a otra. Cada uno añade un toque negativo hasta que la versión final no se parece mucho al original.
Puede que alguien objete diciendo que Pablo habló críticamente acerca de Himeneo y Alejandro (1 Ti. 1:19-20); sobre Figelo y Hermógenes (2 Ti. 1:15), y Alejandro el calderero (2 Ti. 4:14). Y Juan no se cortó al hablar de Diótrefes (3 Jn. 9-10). Este testimonio es verdadero. Pero el propósito era advertir a los creyentes acerca de estos hombres, no atacarlos calumniosamente.
A veces los líderes necesitan hablar entre sí (no a otros ni recibir quejas o críticas) acerca de ciertas personas en su, cuando se trata de disciplina o corrección. Pero esto es con la intención de ayudar a las personas, no difamarlas ni despreciarlas. Esto no es lo mismo que chismear.
Hay ciertos pasos positivos que podemos tomar para tratar a los chismosos. Primero, podemos insistir que identifiquen sus fuentes. Pablo nos puso ejemplo en 1 Corintios 1:11, “Porque he sido informado acerca de vosotros, hermanos míos, por los de Cloé, que hay entre vosotros contiendas”.
Segundo, podemos pedir permiso para citar al chismoso por nombre a la persona sobre la cual él habla. “¿Te importaría si le dijera lo que acabas de decir acerca de él?” — “¡Oh, horrores, no hagas esto! Sería el fin de nuestra amistad”.
O podríamos rehusar escuchar las historias y comentarios del chismoso. Podemos efectuar esto diciéndole cortésmente que preferimos no escucharlo, o quizás podríamos dirigir la conversación a temas más edificantes. “Si nadie escuchara al chismoso, no podría contar nada. Haz sordos a los oyentes y harás mudo al chismoso” (William R. Marshall). Un proverbio turco nos recuerda: “El que te cuenta chismes, chismeará a otros acerca de ti”.
En conclusión permíteme citar a un escritor desconocido que se expresa bien sobre este asunto. Me gustaría haber escrito esto:

“¿Qué debe hacer el cristiano con su lengua? Debe controlarla, nunca buscando dominar una conversación. Debe enseñarla a decir menos de lo que podría. Nunca debe usarla para decir mentiras, media-mentiras, cosas con malicia, indirectas, sarcasmos, palabras sucias o conversación hueca y vana. Siempre debe usarla cuando las circunstancias reclaman un testimonio, una confesión o una palabra de ánimo o consuelo. Si es una de aquellas personas extrañas que tienen dificultad para decir “gracias”, debe enseñar a su lengua a decir esta palabra, y abatir el orgullo vicioso que le impide”.

William MacDonald, de su libro The Disciple’s Manual
- traducido por Carlos Tomás Knott

sábado, 19 de enero de 2008


¿QUIÉN ES EL BUEN SAMARITANO EN LA PARÁBOLA DE CRISTO?

Una de las parábolas mejores conocidas del Señor Jesús es la del buen samaritano en Lucas 10:29-37. Parece ser una historia sencilla que alaba las virtudes de desviarse para ayudar a los necesitados y afligidos, y la responsabilidad que tiene toda persona piadosa de hacer así. Ninguna persona moral o religiosa tendría argumento con esto. Sin embargo, teológicamente nosotros los evangélicos se separaran de los de posición más liberal, porque vemos más que esto en esta parábola.
Una parábola es una historia terrenal con un significado celestial, y el significado que uno saca de ella depende de la identificación que hace con los personajes de la historia. El que es de teología liberal no tarda en identificarse con el samaritano que atendió al pobre hombre que los ladrones habían atacado y dejado por muerto, mientras que el sacerdote y el levita pasaron de largo. “El significado de esta parábola está justo en la superficie, fácil de ver”, diría él – “debemos ayudar a los necesitados”.
Hasta allí los evangélicos estaríamos de acuerdo, pero vemos también un significado más profundo en esta historia – otra identificación que debe hacerse. Recuerda cuán despreciados los samaritanos eran a los ojos de los judíos a los cuales Cristo refirió la parábola. A ellos les gustaba humillar al Señor Jesús llamándole “samaritano” (Jn. 8:48). Entonces, respondiendo a la pregunta de un abogado judío acerca de quién era su prójimo, Cristo puso delante suyo en parábola a un samaritano como ejemplo. Hacía más que meramente ilustrar lo que es ser buen vecino. Estaba humildemente aceptando su derogación de Él como samaritano. Y les declaraba Su propósito en venir: salvar a pecadores arruinados en el camino de la vida por Satanás y sus emisarios, tal como el pobre hombre en la parábola había sido atacado por ladrones.
Pero si queremos ver al Señor Jesús como el buen samaritano, es necesario identificarnos a nosotros mismos, no con el héroe de la parábola sino con la víctima desgraciada. Estábamos perdidos. Como el hombre en la parábola, teníamos nuestras espaldas a Jerusalén – la ciudad cuyo nombre significa “fundamento de paz” – y estábamos de camino a Jericó – la ciudad de maldición (Jos. 6:26). Al llegar al fin predecible de semejante viaje y descenso, este hermoso “Vecino” nuestro, mediante Su muerte por nosotros en la cruz del Calvario, vino a nosotros en nuestra condición desesperada. Ungiéndonos con aceite, lo cual frecuentemente en las Escrituras es figura del Espíritu Santo, y avivando nuestro espíritu que perecía con el vino de Su gozo, Él nos llevó al mesón – una figura de Su iglesia – donde recibiríamos el cuidado necesario.
“Sabemos que no somos perfectos”, diría el teólogo liberal en respuesta a esta interpretación de la parábola, “pero no es un poco extremo pedir que nos identifiquemos con un hombre que fue dejado para morir? ¿No debe la religión ser una fuerza elevadora en la vida de la gente? No debemos apelar a la dignidad humana y animar al lado bueno de la naturaleza humana en lugar de descender a una preocupación malsana con el pecado y fracaso?”
No es la preocupación con el pecado, sino una preocupación con la santidad de Dios que nos conduce a ver el pecado como la primera cosa que hay que tratar antes de considerar los aspectos “más positivos” del cristianismo. A nosotros no nos parece coherente con el carácter de Dios el pensar que Él pase por alto ni el más pequeño pecado, ni pensar que Él esté satisfecho con lo mejor que Sus criaturas caídas pueden hacer. Por esto enfatizamos la cruz de Cristo en nuestras predicaciones. En la cruz no vemos a un mártir sufriendo porque no le entendieron, sino a un Salvador enviado al mundo por un Dios de amor para verter Su sangre preciosa en expiación de los pecados de los que depositan su confianza en Él.
No cabe duda, por supuesto, que Cristo esperaba que el abogado y nosotros también nos identificáramos con el samaritano. Él dio la parábola en respuesta a la pregunta que el abogado le había hecho cuando intentaba justificarse a sí mismo: “¿Y quién es mi prójimo?” Obviamente, su vecino no era el sacerdote ni el levita que pasaron de largo sin ayudar, sino el samaritano que le mostró misericordia. El Señor dijo al hombre: “Ve y haz tú lo mismo” (v. 37), y lo dice también a nosotros. Pero el individuo no está preparado para responder a este encargo hasta que la cuestión de su pecado haya sido tratada decisiva e inequivocablemente. Una vez que hayamos experimentado los tratos misericordiosos de este Vecino celestial, estamos preparados para ser también buenos vecinos. Una vez que hayamos conocido la misericordia, estamos preparados para mostrar misericordia. El evangelio tiene que ver con misericordia y gracia, las cuales la raza humana, moribunda, necesita urgentemente. La religión y la ley, representadas en la parábola por el sacerdote y el levita, pueden decir a los hombres lo que deben y no deben hacer. Pero cuando encuentran a un moribundo, por mucho que sientan compasión, no pueden hacer nada más sino pasar de largo.
¿Quién fue el buen samaritano en la parábola del Señor Jesús? ¡Él mismo! Y si somos imitadores de Él, nosotros también podemos serlo.

Norman Roberts, dic. 2007, traducido por Carlos Tomás Knott

martes, 1 de enero de 2008

SER ENTERAMENTE DEL SEÑOR

Ser enteramente del SEÑOR. ––> Carta Nº 66 del 22 de enero de 1736 de Gerhard Tersteegen

Perderse en el SEÑOR con fe y amor es el beneficio más grande que se puede obtener, y la llave a esta intimidad nos está ofrecida en Cristo Jesús. Si las almas tan sólo fuesen aptas para soltar las amarras y entregarse a Dios sin reservas, no quedaría ya nada por añadir de nuestra parte. Pero por lo general, en esta gracia no se llega a entrar; pocas son las ocasiones en las que se encuentra a alguien que se disponga a alcanzar este bendito estado.

Toda gracia proviene de la intervención benevolente de Dios. Con su guía misteriosa "obliga" al alma que ama, pero que aún le resiste, ocasionándole privaciones desde dentro y desde fuera. Es parecido a alguien que está en peligro de ahogarse en aguas profundas que trata de aferrarse a cualquier objeto que encuentra a su alcance aunque fuese sólo un pedazo de madera, esperando de él que le mantenga con vida. Pero los que buscan así salvarse se perderán. Ahora, perder el alma en las aguas profundas que Dios envía es precisamente la perdición que trae la salvación que buscamos, la que trae reposo y espacio abierto para nuestro espíritu. Es el peso del amor de Dios la que trae angustia al corazón que le resiste. Pero rendido una vez, el mismo peso nos hace andar en su camino y nos lleva al lugar donde debemos estar.

No le privemos, pues, lo que le pertenece al SEÑOR, sino que le entreguemos todo. Solamente Dios nos es suficiente. Él nos ha de poseer como propiedad suya, integramente suya, y nos guía únicamente según su voluntad. Debe ocurrir que cada vez menos nuestras acciones e ideas se mezclen con su bendita obra. ¡Aprendamos más bien a esperar en silencio, consintiendo con ojos cerrados, y seguirle con sencillez adonde Él nos quiere guiar!

Desde el fondo corrompido de nuestro ser "sube" lo puramente propio que trata de condicionar todos nuestros movimientos, los asuntos interiores como los exteriores. Pero sólo Dios es capaz de localizar este mal, para purificarnos de ello. Lo suele hacer con privaciones, despojándonos de esto y de aquello con el fin de hacernos pobres en espíritu, y pobres en cuanto nos rodea para que, no teniendo ya nada en el corazón, encontremos el deleite sólo en Él. A su tiempo nos será devuelto todo, aunque de modo diferente si permanecemos en Él, disfrutando de la libertad del Espíritu, siendo Dios en nosotros el verdadero y único tesoro. Las almas se ocasionan en vano miles de tormentos por no unirse a la voluntad divina. Se teme demasiado el despojo del alma, cosa que más nos beneficiaría en el crecimiento y la santificación. Demasiado tiempo hemos vivido para nosotros mismos. Que el SEÑOR nos conceda que a partir de ahora sólo estemos delante de Él en la pureza que demanda su divino llamado. Él es muy fiel, y Él lo hará en nosotros –pobres gusanos– para la gloria eterna de su Nombre sublime. - Amén, Jesús. – Α-Ω

Del libro "Geistliche Briefe, 5. Teil" (Cartas espirituales, Tomo 5); traducc. P. Neuhaus; editorial: Rolf Wolters Christlicher Schriftenversand, Walzbachtal, Alemania.