En Génesis 18.19 Dios dice acerca de Abraham: “Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él”. Esto indica Su aprobación de la forma que Abraham cumplía sus responsabilidades con sus hijos y todos los demás de su casa. Es la responsabilidad de los padres guiar, aconsejar, enseñar, amonestar y aun mandar a sus hijos respecto al camino del Señor, y lo bueno y lo malo en la vida.
En Éxodo 20.12 Dios manda a todo Su pueblo: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da”. El Nuevo Testamento repite este mandamiento, y por eso sabemos que no se caduca. Dice además que es “el primer mandamiento con promesa” (Ef. 6.2). Honrar es un término que incluye la actitud, la forma de hablar y los hechos. Dios enfatiza repetidas veces en Su Palabra la importancia de honrar a los padres. Los hijos sabios lo hacen, porque el temor de Jehová es el principio de la sabiduría, y han aprendido a seguir Sus instrucciones. Pero los hijos necios siguen el perfil del necio en el libro de Proverbios, y andan independientemente, y contradiciendo y despreciando el consejo de sus padres. “El camino del necio es derecho en su propia opinión, mas el que obedece el consejo es sabio” (Pr. 12.15). ¡Cuánto más pronunciado es ese error cuando los padres son creyentes que andan en el temor de Dios, y los hijos no siguen ni su ejemplo ni sus consejos! El escarnio no solo se hace con la cara o la palabras, sino también con hechos desaprobados por los padres. Proverbios 30.17 dice: “El ojo que escarnece a su padre y menosprecia la enseñanza de la madre, los cuervos de la cañada lo saquen, y lo devoren los hijos del águila”.
Josué 24.15 es un texto conocido por muchos. “Yo y mi casa serviremos a Jehová”. Lo dijo Josué, líder en Israel y cabeza de su propia familia. Él declaró la posición de la familia, y su esposo, hijos e siervos le siguieron.
Y a los hijos la Palabra de Dios habla nuevamente diciendo: “Oye la instrucción de tu padre, y no desprecies la dirección de tu madre” (Pr. 1.8). Este consejo inspirado se da repetidas veces a lo largo del libro de Proverbios. “Oye, hijo mío, y recibe mis razones” (4.10). Está claro que “oír” es más que estar escuchando, porque con paralelismo típico de la poesía hebrea, dice: “oye... y recibe”. Esto es, escuchar y hacer caso, no como los que oyen pero no reciben, sino dicen: “eso es tu opinión”.
Proverbios 4.13 dice: “retén el consejo, no lo dejes”. Vemos ejemplo de esto en los recabitas (Jer. 35) que retuvieron el consejo y la instrucción de Jonadab, durante casi trescientos años. Proverbios 4.20 dice: “Hijo mío, está atento a mis palabras, inclina tu oído a mis razones”. Inclinar el oído es una decisión y disposición que cada hijo debe tomar delante del Señor. Cada uno decide a quién escucha, a quién se inclinas a oír (hacer caso) y a quién no. Mediante la Biblia, Dios nos guía en esta responsabilidad humana.
Porque Dios inspiró y preservó los consejos paternos del libro de Proverbios, podemos estar seguros que en ellos hay patrón para creyentes de toda época, antigua y moderna. La obsesión moderna de “independizarse” de los padres simplemente porque uno es “mayor de edad” o “adulto”, proviene del mundo, no de la Palabra de Dios. En la Biblia, hombres como Isaac todavía vivieron bajo la autoridad y dirección de sus padres hasta casarse, aunque en el caso de Isaac, él no se casó hasta los cuarenta años, en la voluntad de Dios. Isaac no dijo: “Otros de mi edad ya no viven con sus padres”. No dijo: “He encontrado a alguien especial y me voy a casar”. (Hoy no dicen ni eso, sino que se juntan como pareja sin casarse). No dijo: “No soy un niño, y viviré mi propia vida”, ni nada parecido. Esperó en casa de su padre, seguramente ocupado en trabajos, y cuando Dios quiso, a su tiempo, le proveyó una esposa (Gn. 25).
Génesis 2.24 enseña cuándo se independiza uno de los padres: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne”. Se repite en el Nuevo Testamento: Mateo 19.5, Marcos 10.7 y Efesios 5.31. Pero esto no le da derecho a deshonrarlos. “¿Dónde dice la Biblia que cuando uno es adulto, no tiene que honrar más a sus padres, ni retener sus consejos? Siempre serán los padres, y no debemos perder nunca el respeto, ni en la forma de hablar, ni en la conducta. Una lectura atenta de Proverbios demostrará que las instrucciones paternas y los consejos dados son para más que infantes y niños o muchachos jóvenes. Claramente, son para mayores también – capaces de ser tentados por cosas como la violencia del robo, la deshonestidad en el negocio, la fornicación y el adulterio. Cierto es que no habla sólo para niños.
Proverbios 5.20 lo lleva un paso más adelante: “Guarda, hijo mío, el mandamiento de tu padre, y no dejes la enseñanza de tu madre”. Guardar es atesorar, proteger, cuidar como algo importante. Por eso Proverbios 7.1 dice: “Hijo mío, guarda mis razones, y atesora contigo mis mandamientos”. Otra vez señalamos a los recabitas, que durante siglos guardaban fielmente los mandamientos de Jonadab, aun acerca de cosas que les hubiesen sido lícitas: edificar casas, plantar viñas, beber vino. Dios dejó saber en Jeremías 35.12-19 que Él bendecía para siempre a los recabitas por su obediencia a las palabras de su padre, y que era ejemplo que Israel tenía que haber seguido con Dios.
¿Somos sabios? “El hijo sabio recibe el consejo del padre, mas el burlador no escucha las reprensiones” (Pr. 13.1).
Nuestro Señor es, por supuesto, el mejor Hijo. “Yo hago siempre lo que le agrada”, declaró (Jn. 8.29). “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Sal. 40.8). Miramos con admiración la comunión entre el Padre y el Hijo: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente. Porque el Padre ama al Hijo, y le muestra todas las cosas que él hace” (Jn. 5.19-20). Con razón el Padre declaró desde los cielos: “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3.17; Mr. 1.11).