L |
a muerte de la reina Isabel II[1] fue una noticia triste, y se ha sentido en muchas partes del mundo. Varios la han llamado “reina eterna”, cosa difícil de entender ya que ha fallecido. Obviamente el sentido debe ser figurado – hipérbole – que alude a su largo reinado, desde 1952 hasta 2022. Ayer coronaron a Carlos III, que es un anciano con 73 años de edad, y adúltero – divorciado y vuelto a casar. Debido a su edad no es probable que reine muchos años.
Cuando decimos las palabras del Padrenuestro: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mt. 6.10), ¿qué estamos pidiendo? No otro rey o reina mortal de la raza humana, ni ningún gobierno político y corrupto, sino el reino encabezado por el Señor Jesucristo: “Rey de reyes y Señor de señores” (1 Ti. 6.15).
¡Cuán distinto a los reyes de este mundo es el Señor Jesucristo! El apóstol Pablo le describe así: “al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén” (1 Ti. 1.17). En esa misma epístola él encarga a Timoteo de la siguiente manera: “que guardes el mandamiento sin mácula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo, la cual a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amén” (1 Ti. 6.14-16). Claramente, Jesucristo es el único Rey así, pues Sus atributos y honores no pertenecen a ningún otro.
En Su reino no hay incertidumbre ni inestabilidad. “Tú eres el mismo, y tus años no acabarán” (Sal. 102.27; He. 1.12). Él es literalmente eterno e inmutable, y de ahí la estabilidad y firmeza del reino de Dios.
El Padre anunció el decreto real en el Salmo 2. Ante la rebelión de los malvados reyes mortales de este mundo. “Pero yo he puesto mi rey sobre Sion, mi santo monte” (Sal. 2.6). Es el Rey que Dios escogió: “mí rey”. No lo deciden los hombres, sino el cielo. No le escogen ni le invitan los hombres, y si esperara esa elección, nunca vendría. Lo que este mundo necesita no es más reyes pecadores y mortales, sino el Rey eterno, y gracias a Dios, ¡Él vendrá! Pero tendrá que venir con juicios y guerra, porque los seres humanos no quieren que reine sobre ellos.
El reino de Dios es eterno, pero todavía no ha sido físicamente establecido en este mundo rebelde. Han reinado el pecado, la muerte, y un montón de mortales pecadores que hoy yacen en sus tumbas. Todavía esperamos la venida del Rey verdadero, el Eterno. Mediante el profeta Daniel viene la profecía y promesa: “Y en los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre” (Dn. 2.44).
El Salmo 110 profetiza la venida de este Rey y Su Reino. Cuando venga, veremos que es eternamente joven. No tendrá aspecto de rey viejo como aquel que acaban de coronar en Londres. “En la hermosura de la santidad. Desde el seno de la aurora tienes tú el rocío de tu juventud” (Sal. 110.3). Es hermoso en Su intachable santidad. Además, Dios declara con juramento que Su Rey es “sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sal. 110.4). La reina Isabel era la cabeza de la Iglesia Anglicana, según lo establecido por Enrique VIII cuando separó a los ingleses de la Iglesia Católica Romana, e hizo “anglicanos” a los que antes eran “romanos”. Ahora a Carlos III, un hombre viejo y mundano, le tocará ese oficio. Las demás naciones también están gobernadas por reyes y presidentes pecadores a quienes no les importa la voluntad de Dios. Pero gracias a Dios, el reino de Dios es encabezado por el impecable Señor Jesucristo, Rey y Sacerdote para siempre.[2]
A Cristo coronad, divino
Salvador;
Sentado en alta majestad es digno de loor;
Al Rey de gloria y paz loores tributad,
Y bendecidle al Inmortal por toda eternidad.
A Cristo coronad, Señor de
nuestro amor;
Al triunfante celebrad, glorioso vencedor;
Potente Rey de paz, el triunfo consumó,
Y por su muerte de dolor su grande amor mostró.
A Cristo coronad, Señor de vida
y luz;
Con alabanzas proclamad los triunfos de la cruz;
A Él pues adorad, Señor de salvación;
Loor eterno tributad de todo corazón.
- Godfrey Thring
El Evangelio según Mateo comienza con el nacimiento de este Rey. Aunque es eterno, mediante la encarnación se hizo hombre. El capítulo 1 demuestra Su linaje procedente de la familia de David, con derecho al trono. Los versos 18-25 relatan Su concepción y nacimiento – María concibió del Espíritu Santo – la concepción inmaculada de Jesús en el vientre de María. Inmaculado es Él, no ella. Y en el capítulo 2, vinieron del oriente unos magos preguntando: “¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido?” (Mt. 2.2). Sin invitación ni permiso de los hombres, el Rey había venido al mundo.
El Rey vivía aproximadamente treinta y tres años en Israel, enseñando al pueblo, sanando, reprendiendo y refutando a los líderes religiosos que no creían en Él. Cuando al final entró en Jerusalén montado en un pollino, multitudes lo aclamaron, pero en esa misma semana lo condenaron a muerte y lo crucificaron. Pilato le sacó al pueblo diciendo: “¡He aquí vuestro Rey!” (Jn. 19.14). “Pero ellos gritaron: ¡Fuera, fuera, crucifícale! Pilato les dijo: ¿A vuestro Rey he de crucificar? Respondieron los principales sacerdotes: No tenemos más rey que César” (Jn. 19.15). Pobres son aquellos cuyos únicos reyes son meros hombres. Pues el Rey del cielo fue crucificado, llevando nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero, y abriéndonos el camino al cielo. ¿Qué político o rey puede hacer esto? ¡Ninguno!
Y porque se humilló así, siendo obediente hasta muerte y muerte de cruz, la Escritura asegura que “Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2.9-11). En el Apocalipsis el apóstol Juan llama a Jesucristo “el testigo fiel, el primogénito de los muertos, y el soberano de los reyes de la tierra. Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Ap. 1.5). El Padre le exaltó, y le hizo sentar a Su diestra, “la diestra de la majestad en las alturas” (He. 1.3). ¿Qué hace el Rey ahí? Espera, porque el Padre le dijo: “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies?” (Sal. 110.1; He. 1.13).
Los que arrepentidos hemos confiado en Él, le tenemos ahora como nuestro Rey. La Escritura declara: “el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Col. 1.13-14).
Es Jesús mi Rey divino, solo a Él yo seguiré;
En las pruebas de la vida, solo en Él yo confiaré.
Es mi fe pequeña y débil, mas Jesús me sostendrá;
Con Su brazo poderoso siempre me protegerá.
Nada temo, Cristo mío, mi sostén y mi solaz,
Yo confiado ahora vivo, en mi pecho reina paz.
En la patria donde moras, yo Tu rostro espero ver;
Con los fieles en los cielos, coronado quiero ser.
- desconocido
El mundo todavía no quiere a este Rey, pero no importa, porque no tiene ni voz ni voto en el asunto. Dios ya lo ha decidido, decretado, manifestado y exaltado. Solo esperamos el momento de Su segunda venida para reinar. Apocalipsis describe cómo será esta venida, con grandes juicios, porque los moradores de la tierra le resistirán hasta el final. Adoran a la bestia (Ap. 13), el anticristo – el hombre de pecado – aquel inicuo, y blasfeman al Dios verdadero. Todavía es verdad lo que dijeron antes: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (Lc. 19.14). Por eso los terribles juicios devastadores. Aun así no se doblarán, sino los reyes de la tierra se reunirán en Armagedón para pelear contra Dios (Ap. 16.14-16).
El Rey del cielo se manifestará terriblemente, no manso y humilde, sino con justicia, santidad y gran ira. ¡No hay otro como Él! Apocalipsis 19 relata lo que Juan vio: “…El cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES” (Ap. 19.11-16).
Apocalipsis 11.15 informa: “El séptimo ángel tocó la trompeta, y hubo grandes voces en el cielo, que decían: Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos”. Anhelamos el día cuando ya no habrá que soportar más los reinos del mundo. Dios tiene algo mejor para nosotros. Las palabras de Apocalipsis 11.17 anticipan ese día: “Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que has de venir, porque has tomado tu gran poder y has reinado”.
Así se cumplirá la profecía de Daniel 2.44. El Dios del cielo establecerá Su reino eterno en este mundo, y Jesucristo, el Rey de reyes, gobernará. Entonces todo creyente se alegrará, porque éste es el Rey, y éste es el reino que hemos esperado. En aquel día diremos con Su pueblo Israel “He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará; éste es Jehová a quien hemos esperado, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación” (Is. 25.9). ¡Dichosos los que creen y esperan al Rey eterno!
¡Triunfo! ¡Triunfo! Cantemos la gloria
Del Rey poderoso, por cuya victoria
Quedó abolido el poder de la muerte,
El fuerte vencido por uno más fuerte,
Jesús vencedor, y vencido Satán.
El Crucificado, por Dios coronado,
Señor victorioso será proclamado;
Daránle honores, dominio y grandeza,
Los siglos futuros, eterna realeza,
De que Él ya es digno y muy pronto tendrá.
Su frente celeste ciñendo corona,
Los hombres honrando Su santa Persona,
El cetro terrestre en breve empuñando,
En paz le veremos cual Rey dominando
En cielos y tierra el reino de Dios.
Anónimo
Carlos Tomás Knott, Septiembre 2022
[1] Realmente no se llama Isabel, aunque este error es muy común, y muchos ignoran la diferencia, sobre todo en España donde piensan en su propia reina Isabel I de Castilla, del siglo XV. (Elisabet (אֱלִישֶׁבַע eli – sheva) significa “juramento de Dios” o “plenitud de Dios”. Pero Isabel es diferente, pues significa “Isis-bella”, e “Isis” es el nombre de una diosa egipcia. La piadosa Elisabet en el Evangelio según Lucas, madre de Juan el Bautista, nunca es llamada Isabel.
[2] Y Profeta, ya que habla de parte de Dios, y no solo esto, sino Él mismo es el Verbo de Dios (Jn. 1.1). Durante Su vida terrenal lo reconocieron como profeta (Mt. 21.11; Mr. 6.4; Lc. 7.16), y Él cumple la profecía de Moisés en Deuteronomio 8.15 (Hch. 7.37-38).