El martirio de Policarpo de
Esmirna
(c. 70 – c. 155)
Policarpo fue discípulo del apóstol Juan, lo que
le convierte en el último hombre enseñado personalmente por un apóstol. Vivía
en Esmirna, donde era obispo y maestro en la iglesia. Fue contemporáneo y
conocido de Ignacio de Antioquía, quien fue echado a los leones en Roma, en el
año 110 d.C. Era un hombre que sabía bien la advertencia del Señor acerca de la
persecución venidera y Su exhortación: “sé
fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Ap. 2:10).
En el año sexto del emperador romano Marco
Aurelio, según la narración de Eusebio, estalló una grave persecución en Asia,
durante la cual los cristianos se destacaron por su valor heroico. Un ejemplo
de cristianos que sufrieron por su fe es Germánico quien fue arrestado y
llevado a Esmirna con otros once o doce cristianos, animando a pesar de ello, a
los más pusilánimes a soportar el martirio por su Señor. Traído Germánico al
anfiteatro, el procónsul le exhortó a no entregarse a la muerte en plena
juventud, cuando la vida aún tenía tantas cosas que ofrecerle pero él, haciendo
caso omiso, provocó a las fieras que le acechaban para que le arrebataran
cuanto antes la vida perecedera. También hubo cobardes: un frigio, llamado
Quinto, quien consintió en hacer sacrificios a los dioses en lugar de ser
condenado a muerte. A pesar de la sangre cristiana derramada, la multitud no se
saciaba y clamaban por la muerte de más cristianos, gritando: “¡Mueran los
enemigos de los dioses! ¡Muera Policarpo!”.
Pocos días después de estos eventos, Policarpo fue
detenido y en el camino a la ciudad, las autoridades intentaron persuadirle de
que no “exagerase” su cristianismo, diciéndole: “¿Qué mal hay en decir ‘Señor’
al César, o en ofrecer un poco de incienso para escapar la muerte?”. Se debe
notar que la palabra “Señor”, en aquellas circunstancias, implicaba el
reconocimiento, no solo de la autoridad absoluta, sino también de la divinidad.
El obispo permanecía callado al principio, pero como sus interlocutores
insistían en que diera respuesta, les declaró con firmeza: “Estoy decidido a no
hacer lo que me aconsejáis”. Al oír esto, le arrojaron del carruaje en el que
viajaban, con tal violencia que se fracturó una pierna.
El santo se arrastró en silencio hasta el sitio en
el que estaba reunido el pueblo, donde el procónsul le exhortó a tener
compasión de sí mismo, por su avanzada edad, y a jurar por el César, gritando
“¡Mueran los enemigos de los dioses!”. Escuchando esta exhortación, el santo, volviéndose
hacia la multitud de paganos reunidos en el estadio, gritó: “¡Mueran los
enemigos de Dios!”. El procónsul insistía con él, diciéndole: “Jura por el
César y te dejaré libre; reniega de Cristo”. La respuesta de Policarpo fue:
“Durante ochenta y seis años he servido a Cristo y nunca me ha hecho ningún
mal. ¿Cómo quieres que reniegue de mi Dios y Salvador? Si lo que deseas es que
jure por el César, he aquí mi respuesta: soy cristiano. Y si quieres saber lo
que significa ser cristiano, dame tiempo y escúchame”. El procónsul le
respondió: “Convence al pueblo”, a lo que el mártir replicó: “Me estoy
dirigiendo a ti porque mi religión enseña a respetar a las autoridades, si ese
respeto no quebranta la ley de Dios. Pero esta muchedumbre no es capaz de oír mi
defensa”. En efecto, la multitud estaba consumida por una rabia y euforia que
le impedía, en absoluto, prestar oído al santo.
Cambiando de táctica, el procónsul comenzó a
amenazarle, diciendo: “Tengo fieras salvajes”, a lo cual Policarpo respondió:
“Hazlas venir porque estoy absolutamente resuelto a no convertirme del bien al
mal, pues solo es justo convertirse del mal al bien”. Viendo su firmeza, el
procónsul replicó: “Puesto que desprecias a las fieras, te mandaré a quemar
vivo”. Policarpo respondió sin titubeo: “Me amenazas con fuego que dura un
momento y después se extingue; eso demuestra que ignoras el juicio que nos
espera y qué clase de fuego inextinguible aguarda a los malvados. ¿Qué esperas?
Dicta la sentencia que quieras”.
Viendo que no era posible convencerle, ni con
persuasión ni con intimidación, el procónsul ordenó a un heraldo que gritara
tres veces desde el centro del estadio: “Policarpo se ha confesado cristiano”.
Oyendo esto, la multitud exclamó: “¡Este es el maestro de Asia, el padre de los
cristianos, el enemigo de nuestros dioses, que enseña al pueblo a no
sacrificarles ni adorarles!”. Acto seguido, la multitud aclamó al procónsul,
pidiendo que condenara a Policarpo a ser echado a los leones, pero éste
respondió que no podía hacerlo porque los juegos ya habían sido clausurados.
Entonces, tanto gentiles como judíos, pidieron que fuera quemado vivo, de modo
que, de acuerdo a sus deseos, Policarpo fue atado a una estaca y quemado hasta
la muerte. Por tanto, habiendo sido fiel hasta la muerte, recibirá del Señor
Jesucristo la corona de la vida.