escribe Vance Havner
Tiempo atrás un amigo me llevó a un restaurante donde aparentemente aman las tinieblas más que la luz. Di un traspie al entrar en la caverna oscura, manejé con torpeza la silla al sentarme y dije que hacía falta una linterna para leer el menú. Cuando llegó la comida, la comí por fe y no por vista. Sin embargo, poco a poco comencé a distinguir las cosas algo mejor. Mi amigo comentó: “¿No es curioso cómo nos acostumbramos a las tinieblas?”
Vivimos en las tinieblas. El capítulo final de esta época está dominado por el príncipe y las huestes de las tinieblas. Los seres humanos aman más las tinieblas que la luz porque sus obras son malas. La noche está avanzada; la negrura es más extensiva, excesiva y más densa justo antes del alba.
No obstante, los primeros cristianos iluminaron el mundo porque la luz absoluta estaba en marcado contraste con las tinieblas absolutas. Los cristianos primitivos creían que el evangelio era la única esperanza del mundo, que sin él todos los hombres estaban perdidos y que todas las religiones eran falsas. Pero llegó el día cuando la Iglesia y el mundo mezclaron la luz con las tinieblas. La Iglesia se acostumbró a las tinieblas y durante siglos vivió inmersa en ella. Hoy en día, demasiados cristianos piensan que hay algo de tinieblas en nuestra luz y algo de luz en las tinieblas del mundo. Dudamos a medias de nuestro propio evangelio y creemos a medias en la religión de esta edad. Andamos sigilosamente en la oscuridad cuando deberíamos iluminar al mundo con la luz. Necesitamos sacar nuestras antorchas de debajo de las cestas y las camas, quitar las lentes de la transigencia, y dejar que nuestra luz brille en nuestros corazones, hogares, negicios, iglesias y comunidades, con aquella luz que brilla en el Salvador, las Escrituras y los santos.
Traducido con permiso de la revista “Uplook”