miércoles, 19 de abril de 2017

La Mies: Cómo Llegar (parte !)

Traducido del inglés por Santiago Escuain, publicado por Christian Missions in Many Lands, en 1991


CÓMO LLEGAR A LA MIES

Carlos Tomás Knott
 
La necesidad de esta hora

En 1776 Patrick Henry se dirigía a la Convención de Virginia. Había estallado la guerra contra Inglaterra en las colonias septentrionales de América. Los que se habían reunido en esta convención deliberaron y debatieron horas y horas. ¿Cómo debían reac-cionar? ¿Unirse en la guerra con sus compañeros de las otras colonias? ¿Permanecer neutrales y llamar al cese de las hostilidades? ¿Reafirmar su lealtad a la Corona? Fueron pasando las horas. Parecía que no llegaban a ninguna parte. Entonces el orador Patrick Henry tomó la palabra y se dirigió a la asamblea para expresar su postura. Y fue al grano:

    “Es en vano, señores, que atenuéis esta cuestión. Los caballeros pueden clamar paz, paz, pero no hay paz. ¡La guerra ya ha comenzado! La próxima tempestad que nos venga del norte traerá a nuestros oídos el choque resonante de las armas. Nuestros hermanos están ya en el campo de batalla. ¿Por qué estáis aquí ociosos? ¿Qué es lo que desean los caballeros? ¿Qué quisieran tener? ¿Es acaso la vida algo tan querido, o la paz algo tan dulce, que se deban comprar al precio de cadenas y esclavitud? ¡No lo quiera el Dios Omnipotente! No sé cuál será la actitud que otros puedan adoptar, pero por lo que a mí respecta, idadme la libertad, o dadme la muerte!”

    ¿El resultado? Votaron por la guerra — la guerra de la Independencia Americana. Patrick Henry emprendió la tarea de reclutar a 6.000 hombres para el Ejército Continental y a 5.000 para la Milicia de Virginia. Ésta fue la respuesta a su llamamiento a la acción para suplir las necesidades de su tiempo.
    Nuestra causa es mucho más seria que la de la Independencia Americana. No es de naturaleza política, sino espiritual; no es de conse-cuencias temporales, sino eternas. Es la de libertar las almas de hombres y mujeres de la esclavitud a Satanás y al pecado, y verlas pasar a la gloriosa libertad de la salvación mediante la fe en Cristo. Nuestro poder no es ni el nuclear ni el convencional, sino el Evangelio, el poder de Dios para salvación. Y sin embargo para un conflicto tan grande y pesado la iglesia de los siglos XX y XXI presenta un mero puñado de voluntarios, en comparación con la cantidad de cristianos profesantes, seguidores de Cristo supuestamente a Su disposición para la evangelización del mundo.
    La población del mundo está aumentando de manera galopante, pasando de 5,000 millones. Con esto viene una abrumadora estadística de mortalidad: cada segundo mueren tres personas: 3-6- 9-12-15-18-21-24-27-30 . . . ¡ésta es la tasa de muertes en sólo 10 segundos! Mientras estés leyendo este artículo, cientos de personas pasarán a su destino. Cada hora habrán pasado a la eternidad 10.800 personas más, y más de un cuarto de millón cada día exhalan su último aliento. Así va avanzando la siniestra segadora, sin respetar a nadie, empleado por Satanás para la destrucción de la raza de Adán. Las guerras y el hambre son sólo algunas de sus especiales técnicas de recolección. Las falsas religiones e «ismos» ayudan a tranquilizar a los sentenciados con falsas esperanzas y vanas obras hasta que les alcance la siniestra segadora con su guadaña.
    Es precisamente aquí donde viene el conflicto. Cristo ama a cada una de estas pobres almas, y murió por ellas. No quiere que ninguna de ellas se pierda, sino que todos vengan al arrepentimiento (2 P. 3:9). Es literalmente una lucha cosechar estas almas mediante la predicación del Evangelio para que puedan ser salvas antes de que sea eternamente demasiado tarde. Satanás las quiere perdidas. Cristo las quiere salvas. ¿Y qué queremos nosotros? ¿Sólo llegar al cielo, o dejar que el Señor nos use para recogerlas adentro (2 Co. 5:18-20)? Esta cosecha implica una lucha, una pelea, una guerra que ya ha comenzado. Nuestros hermanos están ya en el campo. La necesidad de esta hora es de obreros que vayan y se unan a ellos y sirvan al Señor en la mies.

El gran plan de Dios

    Podemos deliberar y debatir acerca de la necesidad de misioneros, o acerca de los pros y contras de las misiones en nuestro complejo mundo, pero el Señor Jesús no se involucra en ello.
    Él mismo dejó la gloria del cielo para acudir y redimir a los perdidos seres humanos. Él es el primer, grande y verdadero Misionero, el Apóstol (Enviado) y Sumo Sacerdote de nuestra profesión (He. 3:1). Él, en puro amor misionero por la humanidad, “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:7-8). Vino a buscar y a salvar lo que se había perdido (Lc 19:10). Vino a salvar a los pecadores (1 Ti. 1:15). Nunca se dijeron unas palabras más verdaderas que aquellas que tenían la intención de escarnecerle mientras moría en la cruz en nuestro lugar: “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar”.
    Y así es exactamente: El gran plan de Dios era que Su Hijo muriera en una cruz, dando Su vida para salvar la nuestra. ¡Aleluya, qué Salvador!
    ¿Somos nosotros Sus discípulos? Entonces tendremos un intenso interés en la manera en que Dios quiere emplearnos para proclamar las buenas nuevas de Su muerte, sepultura y resurrección ante las almas perdidas y necesitadas de hoy. Él nos instruye con claridad:

    “La mies a la verdad es mucha, mas los obreros pocos; por tanto, rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies” (Lc. 10:2).

    Y en el poco citado y muchas veces ignorado versículo siguiente, Lucas 10:3, el mismo Señor de la mies les dice a Sus discípulos:

    “Id; he aquí yo os envío...”

    Estas palabras tienen una cierta cualidad de bruscas y directas. No está dispuesto a discutir. Es en vano suavizar la cuestión. Las personas están muriendo. Cristo es su única esperanza. Él está dispuesto a salvar. Ora, y ve.
    Las necesidades son grandes. La mies es mucha. Los obreros son pocos. El plan del Señor es (1) un llamamiento a la oración: “Rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies”, y (2) una comisión de servicio: “Id; he aquí yo os envío...”  Jesucristo es el Señor. Suya es la mies. Suyos son los obreros. Él envía. En esto vemos una y otra vez Su soberanía. No hay escuela misionera, ni junta misionera, ni comité de selección, ni instituciones financieras. En lugar de ello, hay una apelación directa al Señor de la mies, y una dependencia de Él. Tenemos que rogar a Él que mande obreros, tenemos que dejar que Él los envíe y que los dirija a Su mies. Pero también debemos obedecerle respondiendo a Su comisión y yendo, lo que en este caso vino ¡antes que pudieran pronunciar su oración en petición de obreros! Cosa interesante, el Señor considera a sus discípulos orando como la respuesta a las propias oraciones de ellos. Esto lo hizo con los doce en Mateo 9:37 – 10:5 y de nuevo con los setenta en Lucas 10:1-17. Los volvió a enviar en Hechos 1:8; otra vez en Hechos 8:4; de nuevo en fechos 11:19 y otra vez en Hechos 13:1-4. Fueron por todas partes predicando la Palabra. Trastornaron el mundo de su tiempo con el Evangelio.
    Por ello, cuando consideramos el registro de las misiones en el Nuevo Testamento, vemos algunas cosas con claridad. En particular, cuando comparamos Mateo 9 y Lucas 10 con Hechos 13 vemos que:

    1. El Señor Jesucristo es soberano — el Señor de la cosecha.
    2. Hay una gran cosecha.
    3. Hay un gran problema: los obreros son pocos.
    4. Hay una solución — pedirle al Señor de la mies que envíe obreros.
    5. Hay una fuente de obreros — los discípulos del Señor: la iglesia.
    6. Hay alguien que envía — el mismo Señor de la mies los envía a Su mies.
    7. Hay nuestra responsabilidad individual — ir a donde Él nos envía.
    S. Hay la responsabilidad de las iglesias locales — dejar ir a las personas cuando el Señor de la mies los envía.
    9. Hay un medio para sostener a estos obreros — la gracia del Señor de la mies.

La gran comisión divina

    Es algo que no admite negación. Dios quiere que los perdidos se salven, y tiene un plan para alcanzarlos. Este plan es que nosotros, Sus discípulos, seamos Sus obreros. Todos los cristianos de cada época son llamados a proclamar el Evangelio. La Gran Comisión de Mateo 28:18-20 tiene el designio de ser perpetua:

    “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado [un proceso inmutable]; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mando. Amén” [una presencia permanente].
    El libro de Hechos es el registro de su obediencia continuada a este mandamiento y de Su presencia continua con ellos, bendiciéndoles y obrando a través de ellos mientras le obedecían. En las epístolas encontramos obediencia de que los cristianos después de los apóstoles prosiguieron observando todas estas cosas — y así evangelizaban y discipulaban en su mundo. Por ejemplo, en 1 Tesalonicenses 1 leemos que Pablo y Silas evangelizaron a los tesalonicenses, y que ellos, habiendo recibido la palabra, se hicieron sus seguidores, proclamando a su vez la Palabra. “Partiendo de vosotros ha sido divulgada la palabra del Señor” (1:8). Debería quedar claro para nosotros que el Señor quiere que empleemos no sólo a los apóstoles sino a cada cristiano. ¿Le obedecerás y serás Su obrero?

continuará, d.v.

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