miércoles, 23 de junio de 2021

¿Robamos a Dios?

 por W. E. Vine

Los Diezmos

    Se podría preguntar: “¿No había un mandato divino para los israelitas? ¿No se les enseñaba a dar el diezmo?” En primer lugar, los israelitas pagaban mucho más que un diezmo. Además de los tres diezmos mencionados específicamente – dados a los levitas (Lv. 27:30; Nm. 18:21-24; Dt. 14:22-27), había un diezmo adicional al final de cada tres años, para los extranjeros, los huérfanos y las viudas (vv. 28-29). Algunos mantienen que no había conexión entre los tres diezmos mencionados, y el Talmud apoya esto. Pero a esos diezmos hay que agregar las otras ofrendas – la ofrenda por el pecado, el holocausto y las primicias. Por ejemplo, Malaquías 3:8 menciona “diezmos y ofrendas”. Se ha calculado que el total de las ofrendas de un israelita equivaldría a la sexta parte de sus ingresos, y uno escritor estima que era la cuarta parte. Si tal era el caso de los que estaban bajo obligación moral, ¿cuál sería la respuesta de los que están bajo el poder del amor expresado en el Calvario? ¡Este amor todavía arde en el corazón de Aquel que se dio allí, y es comunicado por el Espíritu de Dios que mora en nosotros!
    De nuevo, si la ofrenda del creyente fuera simplemente un asunto de diezmar, los que tienen mayores ingresos darían proporcionadamente mucho menos que los que tienen pocos ingresos. Los ricos, de su abundancia, darían de modo que no habría mucho sacrificio. Pero con los pobres, el peligro sería que la norma apagaría el motivo inspirador.
    Además, si los israelitas pagaron diezmos, esa cantidad bien podría considerarse el mínimo de nuestras ofrendas. Del corazón dispuesto habrá una respuesta adicional según la habilidad que Dios da. Cualquiera que fuera nuestra proporción fija como “primicias”, ésa aumentará con el aumento de habilidad y posibilidad.

Robar a Dios

    Muy solemne es el último libro del Antiguo Testamento, escrito aproximadamente mil años después de la entrega de la Ley. El pueblo de Israel, en lugar de tener un espíritu arrepentido que reconocía sus propios pecados como causa de todos sus males, reprochaba a Dios y culpaba a Sus profetas. Además de otros pecados del pueblo que violaba la Ley, no pagaban los diezmos. La amonestación conmovedora del capítulo 3 indica cuán grave a Dios era esa ofensa. En respuesta a Su mandato y promesa de gracia: “Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Jehová de los ejércitos” (v. 7), preguntaron: “¿En qué hemos de volvernos?” A eso el Señor respondió: “¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado. Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde. Reprenderé también por vosotros al devorador...” (3:8-11). ¡Qué actitud de gracia! Todo ese tiempo Dios esperaba derramar bendición copiosa sobre ellos. Pero su egoísmo impedía su propia prosperidad. En su mezquindad ellos actuaban en contra de sus propios intereses. Si dieran a Dios Su parte, si trajeran los diezmos y también las ofrendas, hallarían que lo que les quedaba sería más que suficiente para sus necesidades.

Las Ventanas del Cielo

    ¡La apertura de las ventanas del cielo es una metáfora muy significativa! ¿No se habían abierto esas ventanas en juicio cuando las aguas prevalecieron “en gran manera” sobre la tierra? (Gn. 7:18). El lenguaje que antes describió un acto de juicio es ahora empleado para comunicar una promesa de bendición. “Probadme ahora en esto” (v. 10). El mandato apela a la fe, y todavía hoy es válido. ¿A Dios no le tomaremos la Palabra? Si decimos que hoy no estamos bajo la ley, sino que el Espíritu Santo nos guía, esto parece una excusa para hacer menos que hicieron bajo la ley. Equivale a ignorar las palabras del Señor Jesús: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mt. 5:24). El Señor dio dieciocho parábolas, y no menos que dieciséis de ellas mencionan el uso del dinero. Recordemos Su comentario al final de una de ellas: “Pues si en las riquezas injustas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién os dará lo que es vuestro?” (Lc. 16:11-12).

extracto del capítulo 17 del libro La Iglesia y Las Iglesias, por W. E. Vine, disponible próximamente de Libros Berea.

miércoles, 2 de junio de 2021

¿Ofrendamos Como Dios?

 

por W. E. Vine


    Los primeros versos de la epístola de Santiago contienen una descripción de Dios como el Dador. La traducción literal de la frase: “Dios, el cual da...” (v. 5), es “el Dios que da” – “Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche”. “El Dios que da” es casi un título. ¡Cuán abundantemente las Escrituras lo ilustran! “Ha dado a su Hijo unigénito” (Jn. 3:16). “¿Cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Ro. 8:32). Sus dádivas son la expresión de Su amor – “De tal manera amó Dios...que ha dado”. Dios da “abundantemente” (Stg. 1:5), “gratuitamente” (Ro. 8:32. RVA) y “en abundancia” (1 Ti. 6:17).

La Similitud del Padre

    Una de las principales lecciones en la enseñanza del Sermón del Monte es que nuestro carácter será conformado al Padre celestial cuando obedecemos y conformemos nuestra conducta a los preceptos del Señor. Es el sentido de la frase: “para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5:45). No meramente niños, sino “hijos”. Esto quiere decir los que no solo son nacidos de Dios, sino además comparten Su carácter y le representan de manera digna, llevando la semejanza del Padre divino. Su gracia es tal que Él es “el Dios que da”, y lo hace abundantemente, el mismo espíritu de liberalidad debe caracterizarnos. Cuando Cristo se sentó frente al arca de la ofrenda y observó “cómo el pueblo echaba dinero en el arca” (Mr. 12:41), realmente deseaba ver ofrendas que corresponden al modo divino de dar. La viuda pobre echó todo lo que tenía. ¿No era eso como el Don del Padre cuando dio a Su Hijo? La ofrenda es una prueba de nuestro carácter.

Los Motivos

    El del mundo estima las cosas pensando en cuánto recibe. Cristo las mida por cuanto uno da. El mundo considera la cantidad dada. Los hombres piensan así, pero Cristo considera el motivo. Con el mundo la gran pregunta es: “¿Cuánto tiene uno?” Pero el Señor observa cómo cada uno usa lo que tiene. ¡Cuanto sugiere el comentario del Señor acerca de la ofrenda de la viuda! “En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquéllos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas ésta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía” (Lc. 21:3-4). En el caso de los ricos, hubo poco sacrificio. Estaban tan cómodos después de ofrendar como lo estaban antes. Pero a ella no le quedó nada. La ofrenda de ellos era asunto de religión, pero la de ella era asunto de amor y devoción a Dios.* A fin de cuentas, el gran criterio no era cuánto dio, sino cuánto tenía después de ofrendar. ¡Cuánta diferencia entre el saldo de ellos y la nada de ella!
    ¡Amor y devoción a Dios! Estas cosas imparten verdadero valor a la ofrenda. Quizás esto explica por qué no hay mandamiento acerca de la cantidad que debemos ofrendar. Sería fácil obedecer un mandato que estipula la cantidad o proporción debida, pero ¿qué ejercicio de corazón hay en esto? ¿Cuál sería el motivo? La lealtad sería sustituida por religión mecánica. El amor sería reemplazado con el formalismo. Tanto individuos como iglesias perderían el sentido del alto motivo que debe inspirar la ofrenda como respuesta amante al amor del Gran Dador.
 
* La ofrenda de la viuda también manifestó fe. Confiaba en Dios para su futuro inmediato. Los ricos no tenían por qué hacer esto, porque tenían guardado más que suficiente para vivir, pues “echaron...de lo que les sobra” dijo el Señor. Las ofrendas de los ricos pueden facilmente impresionar a los hombres, porque no ven lo que todavía les queda.

W. E. Vine, del capítulo 17 de su libro: La Iglesia y Las Iglesias, próximamente disponible de Libros Berea