viernes, 28 de junio de 2019

William MacDonald - sobre la política

 
Recopilados de su libro DE DÍA EN DÍA, Editorial CLIE

    “Porque por fe andamos, no por vista” (2 Corintios 5:7).

    ¿Alguna vez te has detenido a preguntarte por qué un partido de fútbol es más excitante para la mayoría de la gente que una reunión de oración?  Sin embargo, si comparamos los registros de asistencia, veremos que es así.
    Podríamos preguntar: “¿Por qué es la Presidencia del gobierno más atractiva que el pastoreo de ovejas en una asamblea?” Los padres no dicen a sus hijos: “Come lo del plato y algún día serás pastor”. No, más bien les dicen: “Limpia el plato y algún día serás presidente”.
    ¿Por qué es más atractiva una exitosa carrera de negocios que la vida de un misionero? A menudo los cristianos desalientan a sus hijos para que no vayan al campo misionero, y se contentan viendo como crecen para ser “funcionarios titulados de empresas seculares”.
    ¿Por qué es más absorbente un documental de la televisión que el estudio de la Palabra de Dios? ¡Piensa en las horas que pasas frente al televisor y los pocos momentos apresurados ante tu Biblia abierta!
    ¿Por qué la gente está dispuesta a hacer por dinero lo que no haría por amor a Jesús? Muchos que trabajan incansablemente para una corporación son letárgicos e insensibles cuando les llama el Salvador.
    Finalmente ¿por qué nuestra nación llama mucho más nuestra atención que la Iglesia? La política nacional es multicolor y absorbente. En cambio, la Iglesia  parece andar pesadamente y sin dinámica.
    La causa de todas estas cosas está en que andamos por vista y no por fe. Nuestra visión está distorsionada. No vemos las cosas como realmente son. Valoramos más lo temporal que lo eterno. Valoramos lo terrenal más que lo espiritual. Valoramos la opinión de los hombres por encima de la de Dios.
    Cuando caminamos por fe, todo es distinto. Alcanzamos visión de total agudeza espiritual. Vemos las cosas como Dios las ve. Apreciamos la oración como el privilegio indecible de tener audiencia directa con el Soberano del universo. Vemos que un pastor en una asamblea significa más para Dios que el gobernante de una nación. Vemos, con Spurgeon, que si Dios llama a un hombre para ser misionero: “sería una tragedia verlo descender para ser rey”. Vemos la televisión como el mundo falso de irrealidad, mientras que la Biblia tiene la llave que abre la puerta a una vida llena de realización. Estamos dispuestos a gastar y ser gastados por Jesús de una manera que jamás estaríamos por una indigna corporación impersonal. Y reconocemos que la iglesia local es más importante para Dios y para Su Pueblo que el imperio más grande del mundo.
    ¡Andar por fe marca la diferencia!


    “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían...” (Juan 18:36).

    El hecho de que el Reino de Cristo no es de este mundo debe bastarme  para mantenerme alejado de la política del mundo. Si participo en la política, doy un voto de confianza a favor de la capacidad del sistema para resolver los problemas que aquejan al mundo. Pero francamente no abrigo esta confianza, porque sé que “el mundo entero está bajo el maligno” (1 Jn. 5:19).
    La política ha dado muestras de ser singularmente ineficaz al tratar de resolver los problemas de la sociedad. Los remedios de los políticos son como una tirita sobre una llaga supurante; no llegan a la fuente de la infección. Sabemos que el pecado es el problema básico de nuestra sociedad enferma. Cualquier cosa que no trate con el pecado no puede ser tomada en serio como remedio.
    Se trata de un asunto de prioridades. ¿Debo emplear mi tiempo participando en la política o dedicarlo a extender el evangelio? El Señor Jesús contesta la pregunta con estas palabras: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve y anuncia el reino de Dios” (Lc. 9:60). Nuestra prioridad máxima debe ser dar a conocer a Cristo porque Él es la respuesta a los problemas de este mundo.
    “Porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas” (2 Co. 10:4). Si esto es así, nos encontramos ante la tremenda realidad de que es posible darle forma a la historia nacional e internacional con la oración, el ayuno y la Palabra de Dios mucho más de lo que podríamos por medio de la votación.
    Una figura pública dijo una vez que la política es corrupta por  naturaleza   y añadió esta palabra de advertencia: “La iglesia no debe olvidar su verdadera función tratando de figurar en un área de los asuntos humanos donde todo lo que conseguiría es ser un pobre competidor... si participa, perderá la pureza de su propósito”.
    El programa de Dios para esta Era es llamar de entre las naciones a un pueblo para Su Nombre (ver Hch. 15:14). El Señor está resuelto a salvar a muchos de este mundo corrupto en vez de hacer que se sientan a sus anchas en él. Debemos comprometernos a trabajar con Dios en esta gloriosa emancipación.
    Cuando la gente le preguntaba a Jesús qué debía hacer para poner en práctica las obras de Dios, la respuesta fue que la obra de Dios consistía en hacer que  creyeran en Aquél que Él ha enviado (ver Jn. 6:28-29). Ésta, pues, debe ser nuestra misión:  llevar a los hombres a la fe, no a las urnas. “Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a  aquel que lo tomó por soldado” (2 Timoteo 2:4).

    Ya que el cristiano ha sido alistado por el Señor, y está en servicio activo para Él, no debe enredarse en los asuntos de la vida diaria. El énfasis está en la palabra enredarse. No puede separarse por completo del negocio en el mundo, pues tiene que trabajar para proveer lo necesario para su familia. Es inevitable que exista una cierta participación en los asuntos de cada día, de otra manera tendría que salir del mundo, como Pablo nos lo recuerda en 1 Corintios 5:10.
    Pero no debe dejarse enredar. Tiene que guardar sus prioridades en el lugar adecuado. En ocasiones, aun las cosas que son buenas en sí mismas pueden llegar a ser enemigas de lo mejor.
    William Kelly dice que: “enredarse en los negocios de la vida significa  convertirse en su socio e implica una renuncia a separarse del mundo”. 
    Me enredo cuando me involucro en la política del mundo como medio para resolver los problemas del hombre. Eso sería como si emplease mi tiempo “arreglando sillas y mesas en el Titánic”.
    Me enredo cuando pongo más énfasis en el servicio social que en el evangelio como un remedio para los males del mundo.
    Me enredo cuando los negocios me dominan de tal manera que dedico mis mejores esfuerzos a hacer dinero. De esta manera, al ganar para vivir, pierdo mi vida.
    Me enredo cuando el reino de Dios y su justicia ya no tienen el primer lugar en mi vida.
    Me enredo cuando me absorben ciertas cosas que son demasiado pequeñas para un hijo de la eternidad, como las deficiencias minerales en el tomate y el berberecho, las costumbres de los antílopes de Wyoming durante el verano, el contenido micro-biótico de las camisetas de algodón, la reacción de los colorantes en las patatas fritas o los movimientos pos-rotacionales del ojo de la paloma. Estos estudios pueden estar bien como un medio para ganar el sustento pero no son dignos de la pasión de toda una vida. “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Juan 2:15).

    El Nuevo Testamento presenta al mundo como un reino que se opone a Dios. Satanás es su gobernante, y los incrédulos son sus súbditos. Este reino atrae a los hombres recurriendo a los deseos de los ojos, los deseos de la carne y la vanagloria de la vida. Ésta es una sociedad en la que los hombres tratan de alcanzar la felicidad sin Dios y el nombre de Cristo les incomoda. El Dr. Gleason L. Archer Jr. dice que el mundo es: “un sistema organizado de rebelión, búsqueda de sí mismo y enemistad hacia Dios que caracteriza a la raza humana en oposición a Dios”.
    El mundo tiene sus propias diversiones, política, arte, música, religión, modelos de pensamiento y estilos de vida. Obliga a todos a que se conformen a él y aborrece a aquellos que se le resisten. Esto explica el odio que respira contra el Señor Jesús.
    Cristo murió para librarnos del mundo. Ahora el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. Amar al mundo en cualquiera de sus formas representa una traición al Señor; el apóstol Juan dice que los que aman al mundo son enemigos de Dios.
    Los creyentes no son del mundo, sino enviados a él para testificar contra él, denunciar sus obras y su mal, y para predicar cómo ser salvos de él por medio de la fe en el Señor Jesucristo.
    Los cristianos son llamados a caminar separados del mundo. Puede que en el pasado algunos hayan limitado o definido demasiado estrechamente lo que es el mundo: el baile, los teatros, fumar, beber, jugar a las cartas y apostar. Pero incluye mucho más: la mayoría de lo que sale en la televisión es mundano, y apela sin cesar a los deseos de los ojos y la carne. El orgullo en todas sus formas y disfraces, trátese de los títulos, los grados académicos, el salario, las herencias o la búsqueda de la fama. Es mundano vivir en medio de lujos, sean casas palaciegas, comidas exquisitas, vestidos ostentosos para llamar la atención, joyería o automóviles de marcas de prestigio. Como también lo es una vida rodeada de comodidades y placer, que gastan su tiempo viajando a ningún lugar en cruceros, derroches de dinero en viajes y vacaciones, compras impulsivas, los deportes y el recreo. Nuestras ambiciones y las de nuestros hijos pueden ser mundanas, aun cuando parezcamos espirituales y piadosos. Finalmente, el sexo fuera del matrimonio es una forma de mundanalidad.
    Cuanto más consagrados estemos al Salvador y más dedicados a Su servicio, menor será el tiempo que dispondremos para los enredos, placeres y diversiones de este mundo. C. Stacey Woods decía: “La medida de nuestra devoción a Cristo es la medida de nuestra separación del mundo”.


Sólo extranjeros somos y ni una casa aquí deseamos
Sobre esta tierra que sólo una tumba te dio;
Tu cruz los lazos que nos ataban rompió,
Sólo por ti, tesoro nuestro, suspiramos.
                                  
                    J. G. Deck

El Himnario


El himnario es un excelente libro que ha alentado a muchos creyentes a través de los siglos, dando expresión a sus alabanzas, testimonios, acciones de gracias y esperanzas. Hay himnos que adoran y alaban al Señor, que testifican y proclaman el evangelio, que animan y consuelan al creyente, y otros que advierten y aconsejan. Israel tenía su himnario – el libro de los Salmos. En esos 150 preciosos poemas santos hallamos el lenguaje de la alabanza, el clamor y la intercesión. “Es bueno cantar salmos a nuestro Dios” (Sal. 147:1). Los hay para casi todas las situaciones de la vida. Efesios 5:19 y Colosenses 3:16 nos instruyen a hablar y cantar con gracia: “con salmos, con himnos y cánticos espirituales”. Santiago 5:13 dice: “¿Está alguno alegre? Cante alabanzas”.
    El salmista del Salmo 119 apreció los himnos bíblicos: “Cánticos fueron para mí tus estatutos en la casa en donde fui extranjero” (Sal. 119:54).  Durante siglos no sólo la Biblia sino también el himnario ha sido compañero fiel de los creyentes. Hay quienes saben la melodía de todos los himnos en su himnario. Hermanos y hermanas fieles han acompañado su tiempo devocional – la lectura de la Palabra y la oración – leyendo y cantando algún himno. Tienen su himnario al lado de su Biblia, y la música y letra de los himnos llenan su corazón. Utilizan himnarios en las reuniones, para que todo hermano y hermana pueda leer y meditar la letra de los himnos. Los hermanos varones buscan himnos adecuados para la reunión – adoración, evangelio, oración, etc.  William MacDonald solía citar estrofas de himnos en sus sermones, para ilustrar un punto de enseñanza – y muchos otros han hecho lo mismo.
    Pero hoy el himnario está desapareciendo de las congregaciones. ¿Está en peligro de extinción? ¿Las congregacionse usarán el estilo karaoke de proyectar la letra en una pantalla para que todos canten? En algunas congregaciones los hermanos ya no tienen un himnario. No pueden leer y conocer los himnos, ni meditarlos para provecho personal. No pueden buscar y pedir un himno en la reunión porque sólo ven lo que aparece en pantalla. Algunos responden que los tiempos cambian, que ya no usamos la Biblia en rollos de pergamino sino impresa como libro, y dicen que hay que cambiar con los tiempos. Dicen que todos pueden tener los himnos en el I-phone y que es mejor. Pero se equivocan. Primero, no todos tienen acceso a eso, ni deberían estar obligados a tener un teléfono para estar en comunión y adorar con los demás. Segundo, los que tienen no deben estar mirando cosas en el teléfono durante la reunión. Distraen a los que están alrededor, y además se conocen casos de los que miran muchas otras cosas en su teléfono cuando deberían estar leyendo la Biblia o escuchando la enseñanza.
    Resulta que estamos criando una generación que no conoce el himnario y la gran riqueza que tiene. Después de la Biblia, por supuesto, poco hay como un buen himnario, con la esquina de una página doblada para marcar un himno favorito. Los himnos son mejores que los coritos de 7-11, siete palabras repetidas once veces. Hay una hermana en otro país que cada año en mi cumpleaños y aniversario de bodas me envía un himno copiado y recortado, para animarme. No perderá su recompensa. Tengo en mi despacho un himnario con 750 himnos. Al lado de mi Biblia tengo otro con más de 300 himnos, él que utilizamos en la asamblea. Esos quizás sean los dos principales, pero confieso que tengo otros – grandes y pequeños – cuyas poesías sagradas me acompañan como fieles amigos. La letra de muchos de ellos me estimula y me ayuda a adorar – porque dan expresión a lo que pienso y siento. Hay tantos y son tan excelentes, que me niego a empezar a poner ejemplos porque acabaría o poniendo todo el himnario o sintiéndome frustrado. Pero no te quedes pendiente de una pantalla y un “equipo de alabanza” que preselecciona y programa todo. Consigue tu propio ejemplar y comienza a conocer los himnos, poco a poco. Si lees uno cada día, en un año conocerás 365 himnos! Lee. Medita. Cántalos o leelos en voz alta (o baja) al Señor. Y ojalá que en tu asamblea haya himnarios suficientes para todos los hermanos, y que siempre sean utilizados en la reunión y en casa. ¡Que saques provecho de tu himnario en los años de tu peregrinación! Luego en el cielo habrá cánticos nuevos (Ap. 5:9; 14:3; 15:3), que cantaremos en cuerpos glorificados, con mejores voces y pureza de espíritu.
Carlos Tomás Knott

 

“Mi corazón está dispuesto, oh Dios;
Cantaré y entonaré salmos; ésta es mi gloria”.

Sal. 108:1

martes, 25 de junio de 2019

HAGÁMONOS UN NOMBRE

por Donald Norbie   
 
     En los días justo después del diluvio, miles de años antes de nacer Cristo, tomaron lugar los eventos interesantes de Génesis 11:1-9. Es la historia conocida de la torre de Babel. Estos eran los pensamientos del corazón natural en aquel entonces:

“Y dijeron: vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo, y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra”
(Gn. 11:4).

     Sus aspiraciones son muy interesantes e instructivas, porque han caracterizado el corazón humano en cada generación. Primero, deseaban la seguridad y unidad que la organización externa de una ciudad les daría. Segundo, deseaban erigir para su honra y gloria un monumento, magnífico y alto, posiblemente para uso religioso. Seguridad y gloria para sí, son el anhelo del corazón natural.
    El Comentario de Keil y Delitzsch lo expresa bien (pág. 173):

“Por lo tanto, la motivación real era el deseo de renombre, y el objetivo era establecer un punto central reconocido, que serviría para mantener su unidad. La motivación era tan impía como el objetivo”.

    El orgullo es un mal temible, pero el deseo que tenía hacia  la centralización también era malo. Manifestó un corazón desobediente, porque Dios les había mandado a llenar la tierra. Descubrió en ellos un corazón que deseaba seguridad y unidad basadas en los esfuerzos del hombre. La verdadera seguridad está en confiar en el Dios vivo; la verdadera unidad se mantiene gracias a una relación interna y espiritual que sólo Dios puede producir.
    Dios determinó confundir las ideas grandiosas del hombre en ese momento, y lo ha hecho repetidas veces desde entonces. Considera el auge y la decadencia de grandes imperios y naciones.
    Desafortunadamente, este mismo corazón natural sigue en el seno del creyente, y se hace oír. Es trágico que con tanta frecuencia hagamos caso a esta voz seductora.
    Había sido la voluntad de Dios que Su pueblo Israel viviera bajo una organización tribal no muy estrecha, y que su verdadera unidad surgiera de su adoración común a Jehová. Él les gobernaría, enseñando y exhortando al pueblo a través de Sus siervos, los jueces y profetas. Su ministerio sería más o menos itinerante, y sería reconocido porque era un don de Dios (1 S. 7:15-17).
    Sin embargo, para la mente natural esta situación resultaba muy débil e ineficaz. No tenían un gobierno muy organizado y bien formado; no tenían rey que les encabezara. En verdad, Jehová era su Rey (Sof. 3:15), pero querían una cabeza de estado visible. Las realidades invisibles espirituales nunca satisfacen el corazón natural. “Constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones” (1 S. 8:5). Su patrón era el mundo y no la Palabra.
    El pueblo de Dios siempre ha estado aquejado de un deseo de unidad externa y seguridad, como también un deseo de pertenecer a algo grande. La historia de la cristiandad revela repetidas veces este problema. Como resultado de la obra del Espíritu de Dios hay personas convertidas y reunidas en fervor y sencillez. No hay organización externa, maquinaria denominacional, misiones, escuelas para formar a predicadores, ni agencias financieras. Todo se hace con sencilla fe en el Dios vivo. En lugar de pertenecer a algo grande, pertenecen a Alguien. En lugar de hacerse un nombre, magnifican Su Nombre incomparable. Detrás de una aparente debilidad, hay gran vida y poder espiritual. Detrás de una aparente desunión externa, hay verdadera unidad interna, basada en una vida común.
    Sin embargo, una y otra vez esta deliciosa sencillez neotestamentaria ha sido estropeada. Las iglesias son organizadas en asociaciones, denominaciones y federaciones. Se establecen misiones para escoger candidatos, organizar su apoyo económico y conseguir reconocimiento del gobierno. Las iglesias se hacen  grandes y ostentosas. No se puede permitir a los del laico (sin ordenación o licenciatura) oficiar en tales congregaciones. El clero se encarga del púlpito y del liderazgo. Se establecen institutos que con el tiempo se llegan a considerar como los únicos cualificados para producir personas aptas para “pastores” o “misioneros”. Todo esto tiende a otorgar unidad externa, seguridad, y renombre. ¿Quién quiere pertenecer a algo pequeño?
    La historia de la Iglesia proyecta esta imagen sobre la pantalla del tiempo una y otra vez, y es una advertencia para nosotros. La asamblea sencilla y autónoma del Nuevo Testamento parece débil, pero tiene la seguridad de Jehová Dios. Las asambleas que se reúnen con esa sencillez parecen externamente desorganizadas, pero bajo la superficie está la verdadera unidad viva del Espíritu, que une a todos los verdaderos creyentes en un sólo hombre. No cabe allí ningún nombre puesto por los hombres. Sólo el gran Nombre del Señor es exaltado. Los caminos de Dios son los mejores.

“No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad”
(Sal. 115:1).