sábado, 19 de enero de 2008


¿QUIÉN ES EL BUEN SAMARITANO EN LA PARÁBOLA DE CRISTO?

Una de las parábolas mejores conocidas del Señor Jesús es la del buen samaritano en Lucas 10:29-37. Parece ser una historia sencilla que alaba las virtudes de desviarse para ayudar a los necesitados y afligidos, y la responsabilidad que tiene toda persona piadosa de hacer así. Ninguna persona moral o religiosa tendría argumento con esto. Sin embargo, teológicamente nosotros los evangélicos se separaran de los de posición más liberal, porque vemos más que esto en esta parábola.
Una parábola es una historia terrenal con un significado celestial, y el significado que uno saca de ella depende de la identificación que hace con los personajes de la historia. El que es de teología liberal no tarda en identificarse con el samaritano que atendió al pobre hombre que los ladrones habían atacado y dejado por muerto, mientras que el sacerdote y el levita pasaron de largo. “El significado de esta parábola está justo en la superficie, fácil de ver”, diría él – “debemos ayudar a los necesitados”.
Hasta allí los evangélicos estaríamos de acuerdo, pero vemos también un significado más profundo en esta historia – otra identificación que debe hacerse. Recuerda cuán despreciados los samaritanos eran a los ojos de los judíos a los cuales Cristo refirió la parábola. A ellos les gustaba humillar al Señor Jesús llamándole “samaritano” (Jn. 8:48). Entonces, respondiendo a la pregunta de un abogado judío acerca de quién era su prójimo, Cristo puso delante suyo en parábola a un samaritano como ejemplo. Hacía más que meramente ilustrar lo que es ser buen vecino. Estaba humildemente aceptando su derogación de Él como samaritano. Y les declaraba Su propósito en venir: salvar a pecadores arruinados en el camino de la vida por Satanás y sus emisarios, tal como el pobre hombre en la parábola había sido atacado por ladrones.
Pero si queremos ver al Señor Jesús como el buen samaritano, es necesario identificarnos a nosotros mismos, no con el héroe de la parábola sino con la víctima desgraciada. Estábamos perdidos. Como el hombre en la parábola, teníamos nuestras espaldas a Jerusalén – la ciudad cuyo nombre significa “fundamento de paz” – y estábamos de camino a Jericó – la ciudad de maldición (Jos. 6:26). Al llegar al fin predecible de semejante viaje y descenso, este hermoso “Vecino” nuestro, mediante Su muerte por nosotros en la cruz del Calvario, vino a nosotros en nuestra condición desesperada. Ungiéndonos con aceite, lo cual frecuentemente en las Escrituras es figura del Espíritu Santo, y avivando nuestro espíritu que perecía con el vino de Su gozo, Él nos llevó al mesón – una figura de Su iglesia – donde recibiríamos el cuidado necesario.
“Sabemos que no somos perfectos”, diría el teólogo liberal en respuesta a esta interpretación de la parábola, “pero no es un poco extremo pedir que nos identifiquemos con un hombre que fue dejado para morir? ¿No debe la religión ser una fuerza elevadora en la vida de la gente? No debemos apelar a la dignidad humana y animar al lado bueno de la naturaleza humana en lugar de descender a una preocupación malsana con el pecado y fracaso?”
No es la preocupación con el pecado, sino una preocupación con la santidad de Dios que nos conduce a ver el pecado como la primera cosa que hay que tratar antes de considerar los aspectos “más positivos” del cristianismo. A nosotros no nos parece coherente con el carácter de Dios el pensar que Él pase por alto ni el más pequeño pecado, ni pensar que Él esté satisfecho con lo mejor que Sus criaturas caídas pueden hacer. Por esto enfatizamos la cruz de Cristo en nuestras predicaciones. En la cruz no vemos a un mártir sufriendo porque no le entendieron, sino a un Salvador enviado al mundo por un Dios de amor para verter Su sangre preciosa en expiación de los pecados de los que depositan su confianza en Él.
No cabe duda, por supuesto, que Cristo esperaba que el abogado y nosotros también nos identificáramos con el samaritano. Él dio la parábola en respuesta a la pregunta que el abogado le había hecho cuando intentaba justificarse a sí mismo: “¿Y quién es mi prójimo?” Obviamente, su vecino no era el sacerdote ni el levita que pasaron de largo sin ayudar, sino el samaritano que le mostró misericordia. El Señor dijo al hombre: “Ve y haz tú lo mismo” (v. 37), y lo dice también a nosotros. Pero el individuo no está preparado para responder a este encargo hasta que la cuestión de su pecado haya sido tratada decisiva e inequivocablemente. Una vez que hayamos experimentado los tratos misericordiosos de este Vecino celestial, estamos preparados para ser también buenos vecinos. Una vez que hayamos conocido la misericordia, estamos preparados para mostrar misericordia. El evangelio tiene que ver con misericordia y gracia, las cuales la raza humana, moribunda, necesita urgentemente. La religión y la ley, representadas en la parábola por el sacerdote y el levita, pueden decir a los hombres lo que deben y no deben hacer. Pero cuando encuentran a un moribundo, por mucho que sientan compasión, no pueden hacer nada más sino pasar de largo.
¿Quién fue el buen samaritano en la parábola del Señor Jesús? ¡Él mismo! Y si somos imitadores de Él, nosotros también podemos serlo.

Norman Roberts, dic. 2007, traducido por Carlos Tomás Knott

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